Las ciudades de Edo y Osaka, rivalizaban en grandeza e importancia, pero Edo era la sede del emperador, y la ciudad más importante del Imperio. Esto dejaba a Osaka en un segundo plano, lo cual había sido favorable para la ciudad, porque su gobierno había sido encomendado al Gobernador Kitano Yamada, hombre integro y justo que por añadidura era un grandísimo estadista.
La elección de Yamada como dirigente, fue un acierto y la ciudad prosperó con velocidad hasta ser la más importante de Japón. El propio Emperador estaba muy satisfecho con su consejero y amigo, y seguía los consejos de Yamada al pie de la letra. Kitano Yamada, tenía una preciosa hija, cuya belleza comenzaba a ser legendaria, y sobre ella existían ya multitud de canciones y poemas.
El Gobernador Yamada, sentía debilidad por su hija, y cuando esta contaba con la edad de once años, la hizo la solemne promesa, de que no concertaría para ella ningún matrimonio de interés. Y por una casualidad de la vida, aquella niña había pasado sus dos últimos veranos en un monasterio en el Shogunato de mi señor. Y allí había conocido al joven con el que ahora pretendía casarse. Aquella coincidencia, no habría sido de mucha importancia, si este Shogunato fuera poderoso, pero estando asediado como estaba por las guerras aquella unión era de vital importancia.
Con estos pensamientos en la cabeza, vi por primera vez los muros de la ciudad de Osaka. Murallas como nunca había imaginado, rodeaban a una ciudad fortaleza que daba cobijo a innumerables ciudadanos. En caminé despacio mi montura hasta las imponentes puertas, que permanecían todo el día abiertas y solo se cerraban por la noche con el toque de queda. Antes de cruzar la arcada desmonté y recorrí los últimos pasos a pie sujetando el caballo por la brida.
El transito de aquella puerta era enorme campesinos, soldados, comerciantes, centinelas, entraban y salían constantemente. Me acerque a uno de los centinelas de la puerta, para preguntarle por las dependencias del Gobernador. Un poco sorprendido y mirándome de arriba abajo y con expresión de “no conseguirás audiencia ni en un millón de años”, me informó de cómo llegar al castillo.
Continué a pie por las calles de la ciudad, que se encontraban atestadas de gente y de puestos de vendedores. Todo el mundo parecía animado, ante las expectativas de aquel día despejado y caluroso que invitaba a recorrer las calles.
Las casas se apilaban unas al lado de otras, aprovechando hasta el mínimo espacio. La mayoría eran casas pequeñas de madera, muy frías en invierno pero frescas en verano. Los más afortunados tenían un patio interior, decorado con un jardín, dotando a la casa de una gran armonía. Pero la mayoría eran casas de planta baja de una sola habitación habitadas por gente humilde. Las calles eran de arena, y solo algunas avenidas principales estaban adoquinadas. Entre las casas se formaban pequeños callejones que comunicaban una calle con otra, por los que a veces apenas podía pasar un hombre.
En los días lluviosos, las calles se embarran y encharcan, y resulta difícil en ocasiones el transito hasta para los animales. Pero en días como el de hoy, el gentío recorría las calles por todas partes. No tardé en sentir calor, mí boca estaba seca y comenzaba a sudar abundantemente. Até el caballo en el porche de una casa de comidas, y entré a comer algo y a saciar mi sed.
Me senté en una mesa alejada de las demás, en un rincón de la sala. Desde mi sitio podía ver el resto de mesas y escuchar muchas conversaciones. Apuré mi tazón de tallarines, y me serví la tercera taza de sake. En una mesa cercana, tres soldados hablaban en voz baja, sobre el asesinato del Shogun del Shogunato más cercano a la ciudad. Tendría que tener cuidado con lo que comentaba, o sería apresado y juzgado como un vulgar asesino.
Alquilé una habitación en el piso de arriba de la posada, y descansé toda la tarde, luego bajaría a cenar, y después de dormir toda la noche, iría a la mañana siguiente a visitar la ciudad.
CONTINUARÁ.