Después de comer, pedimos una botella de sake, para acompañar la conversación. Riu era un samurai de la vieja escuela, y muy experimentado, según me dijo llevaba al servicio personal del Gobernador once años. Aquello era algo admirable en un samurai, ya que prestaba servicio con uno de los hombres más importantes de todo Japón, quizás el más importante después del emperador. Aunque en pequeños círculos se comentaba que era el Gobernador de Osaka el que dirigía los designios del país.
Riu Saeba escuchó con interés mi historia, y el motivo de mi llegada a la ciudad, pareció complacido. Conocía muy bien a la hija de su señor y sabía que estaba muy enamorada de su futuro esposo. Toda la ciudad esperaba con impaciencia presenciar la esperada unión. Pero para que eso sucediera, primero había que proteger al futuro marido, y a su pequeño Shogunato. Y para conseguirlo estaba yo en Osaka.
Cuando terminé de contar mi historia, el viejo samurai me miró complacido, apuró un vaso de sake, y se acomodó para comenzar a hablar. Conociendo mi interés lo primero que hizo fue contarme la historia de aquellas espadas. Ambas habían sido forjadas por la misma persona, y eran un regalo para su señor. El maestro herrero que las había forjado, murió hace ya algunos años. Y antes de hacerlo ya llevaba enclaustrado en un monasterio otros muchos. Se decía de aquel hombre que poseía un espíritu tan fuerte que era capaz de dotar de vida a sus creaciones. Sus espadas parecían más brillantes, más afiladas y más perfectas que las de cualquier otro maestro. Su acero era tan fino y flexible que nunca se partía, y nunca se mellaba. El samurai que empuñaba una de esas espadas, sembraba el pánico en el campo de batalla, y era envidiado por todos sus camaradas.
Cuando el Gobernador era joven, había estudiado en el monasterio de aquel monje, e incluso le había ayudado a forjar espadas, y el viejo maestro antes de su muerte le comunicó a su aprendiz que tenía un regalo para él. Así fue enviado Riu Saeba, mano derecha del Gobernador en busca del preciado obsequio de su moribundo maestro. Viajó durante mucho tiempo hasta llegar al monasterio, no sin encontrar dificultades en su camino, aunque no tantas como encontraría a la vuelta.
Los monjes esperaban la llegada de un samurai de Osaka, y tenían instrucciones de entregarle un juego de espadas forjadas por el añorado herrero. Así fue como Saeba obtuvo las espadas, pero ahora debía entregárselas a su señor y protegerlas con su vida si era necesario.
A los pocos días de haber abandonado el monasterio, se percató de que le seguían. Debían ser al menos tres hombres. Trató en vano de despistarlos, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles, aquellos bandidos sabían seguir un rastro y de alguna forma conocían la existencia de las espadas. El viaje transcurrió en una constante persecución, alternada con pequeñas emboscadas y escaramuzas. Cuando el samurai estaba cerca de la ciudad, ya se había librado de dos de sus perseguidores, pero el tercero era persistente y no cejaba en su empeño. Saeba alcanzó las puertas de la ciudad sano y salvo, y tras dar aviso de su llegada en la casa de la guardia, deposito allí sus armas y se dispuso a llevar el preciado regalo a su señor. Y así es como fue asaltado por las calles cerca del palacio por el tercer perseguidor, que le había seguido en un último y desesperado intento por hacerse con el ansiado botín.
Esa es toda la historia de las espadas, concluyó, y en parte gracias a tu valor están aun conmigo. Me pidió que le acompañara al palacio, para informar a su señor, y para avisarle de mi llegada y mi misión. Y después de un corto paseo, nos dirigimos al palacio del Gobernador para pedir una audiencia.
Ya solo la visión de la muralla y las puertas resultaba grandiosa para mí, con lo que la entrada a los jardines resultó como un sueño. La perfección de aquellos jardines era absoluta, todo estaba en perfecta armonía, y se había cuidado hasta el detalle más insignificante. Y de nuevo me encontré con los cerezos, sus flores blancas y rosas flotaban por aquel dejando su fragancia por todos los rincones. Y entre los cerezos descubrí a la criatura más bella, que jamás habría podido imaginar. Al principio me pareció un fantasma todo vestido de blando, pero cuando la luz de los últimos rayos de sol se filtró entre los árboles, las sombras se apartaron y marcaron el contorno de su silueta. No se trataba de un fantasma si no de un ángel, un ángel blanco que me esperaba entre los cerezos. Entonces muy despacio, se volvió, y sus ojos verdes se encontraron con los míos, y una tímida sonrisa afloró en sus labios rojos. Permanecimos mirándonos lo que a mí me pareció una eternidad, y entonces las sacudidas de Saeba, me hicieron volver a la realidad.
- ¿Quién es esa chica, Saeba?, le pregunte aun embobado. No había visto nunca nada más bello.
- Ni lo verás, contestó él entre risas. Es la hija de nuestro Gobernador, por su culpa estas tu aquí. Tu señor ha tenido suerte de que nuestro ángel se enamorará de él.
Cuando volví la vista hacia ella, había desaparecido, y ahora las hojas de los cerezos me parecían lágrimas como si los árboles lloraran porque ella los había abandonado.
CONTINUARÁ.