Faltaban dos semanas para la llegada de los barcos, y el castillo bullía de actividad, por todos lados podía verse a gente realizando multitud de preparativos para la campaña militar que se avecinaba.
Había quedado bajo la tutela de Saeba y me hospedaba con él en el castillo, en un barracón de la guardia cerca de las caballerizas. Los primeros días los dedicamos a conocer las defensas del castillo y a los hombres de confianza del Gobernador. También visitamos al maestro herrero y a los encargados de los animales. El castillo estaba perfectamente pertrechado para soportar un largo asedio, había comida en abundancia, pozos y un pequeño riachuelo y su posición facilitaba la labor de los defensores.
Todas las mañanas practicábamos juntos el manejo de la espada. Saeba era muy bueno, pero le faltaba la técnica depurada de Musashi. En ese punto yo era superior, pero el lo suplía con una velocidad endiablada y una gran fuerza. Saeba hacia hincapié en que debía mejorar mí forma física, porque aunque curtido por el largo viaje, mí musculatura no estaba muy desarrollada. Siempre me recordaba que no bastaba con que la mente estuviera en armonía, además debía controlar el cuerpo y este debía responder con cada músculo a la perfección. Cuando lograra que mi mente y mi cuerpo fueran uno, entonces alcanzaría un estado superior que me permitiría usar toda la técnica que poseía.
Después de los duros entrenamientos con Saeba, dedicaba parte de la mañana a pasear por los jardines del castillo. La calma que se respiraba en aquellos jardines era total, reinaba una extraña sensación de paz y de sosiego. Los jardineros japoneses buscaban transmitir sensaciones con sus composiciones, con la forma de colocar las piedras, los dibujos de la arena y las plantas. Lograrlo era bastante difícil en espacios reducidos, cuanto más en grandes jardines. La mano de un jardinero experto no se notaba en los bosques de palacio, pero a la vez todo parecía estar en su sitio formando un todo.
Fue una de estas mañanas de paseo cuando volví a verla. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles, dibujando en el suelo del bosquecillo figuras caprichosas, y yo caminaba ensimismado, sumido en sueños de futuras batallas. De repente por el rabillo del ojo percibí un reflejo blanco, me volví rápidamente y apenas tuve tiempo de ver un kimono que se ocultaba tras unos arbustos.
Supe en seguida que era ella, y una sensación de querer verla y hablarla se apoderó de mí. Cuando llegue a los arbustos, se había alejado, como sabiendo que la seguiría. Estaba de pie en mitad de un pequeño puente que cruzaba un riachuelo. Me quede sin aliento al mirar la escena, era realmente preciosa y cualquier hombre hubiera dado su vida por aquella mujer. El pelo oscuro y abundante le llegaba hasta la cintura, y lo lleva suelto y sin adornos. El kimono era liso, de un blanco amarfilado y sin bordados, le ceñía la cintura marcando la curva de sus caderas. Al mirarla a la cara era inevitable mirarla al los ojos, que eran profundos como un estanque y de color verde oscuro. Me miró fijamente, y como la primera vez que nos vimos, sus labios me dedicaron una abierta sonrisa antes de volverse y alejarse en dirección al palacio.
Intente correr tras ella con la intención de seguirla, e incluso estuve a punto de gritar que esperara que quería hablarla. Pero antes de que pudiera moverme ella había desaparecido detrás de unas adelfas. Y como cuando despiertas de un sueño, escuche a mi espalda la voz de Saeba llamándome para ir a comer.
Ahora mis paseos matinales cada vez eran más largos, y siempre estaba atento, por si volvía a encontrarla. Pero el día de partir a nuestra cita con los gaijins se acercaba y no había vuelto a verla. Se ultimaban los preparativos para la partida de la expedición que traería al castillo los mosquetes del Emperador. Partirían una treintena de samuráis a caballo, al mando de una tropa de infantería de cincuenta hombres, lo que representaba una pequeña parte de las tropas acuarteladas. Con la expedición partirían cuatro carros para el transporte de las cajas de mosquetes.
Y para orgullo de mi familia en esa expedición iría al lado de Saeba, en mí primera intervención militar bajo las ordenes del Gobernador. Ahora contaba con ropas de la guardia personal de la casa Yamada. El aikidogi es de color blanco, y lleva el kanji de la casa Yamada en la manga, el hakama es negro y bastante amplio en los tobillos. Para distinguir la antigüedad en el servicio, se cambiaba el color del obi*, que en el caso de los samuráis recién llegados era blanco. Los samuráis más expertos o que llevaban muchos años al servicio de la casa, vestían sus propios aikidogi, manteniendo el kanji de la casa en la manga.
Me habían ofrecido cambiar de sables, pero no hubiera cambiado la katana de mi padre, ni por las del mismísimo Gobernador. Ahora paseaba orgulloso e impaciente, vestido como un autentico samurai, y luciendo la katana de mi familia sujeta en el obi. Pensando en no defraudar el honor de mi familia, ni la confianza que puso en mí mi maestro.
*Obi: cinturón.
CONTINUARA.