Sus verdes ojos se clavaban fijamente en los míos, y parecían penetrar en mis pensamientos. La joven estaba mucho más relajada, sonreía abiertamente y estaba a gusto en mi compañía. Cuando nos encontramos aquella mañana aun estaba fría y distante, pero fue relajándose a medida que hablábamos. Se llamaba Yukio y ahora que había conseguido estar cerca de ella, sentía que era mucho más bella si es que era posible.
Nos sentamos en un banco junto al riachuelo no muy lejos del puente, a la sombra de los árboles aunque el sol que lograba traspasar el follaje manchaba su pelo negro azabache. Sus ojos eran los más verdes y sus labios los más rojos que jamás había visto, y su voz era cálida, como un susurro que te invitaba a soñar.
Al principio no hablaba apenas y se limitaba a escuchar mis historias sobre su prometido y luego sobre mi viaje. Pero luego se soltó, y charlamos tranquilamente sobre como éramos, lo que nos gustaba y lo que no.
Se convirtieron en costumbre nuestros encuentros, y si uno de los dos no acudía a la cita, el día pasaba largo y tedioso hasta la mañana siguiente. Yukio y yo éramos muy parecidos, a los dos nos gustaba la lectura y los dos disfrutábamos con la naturaleza. Pero a pesar de todo lo que nos unía, ella siempre desaprobaba la violencia que conllevaba el ser un samurai. Podía llegar a entender la necesidad de un ejercito en determinadas ocasiones, pero no era capaz de comprender el sentido del bushido.
Poco a poco descubrí que no era una chica corriente o una noble mimada, Yukio era una mujer fuerte, instruida y a la vez rebelde aunque respetuosa con las costumbres milenarias de nuestro país. Era una mujer de la que podría enamorarme con facilidad, si es que no lo había hecho ya.
Los días pasaban en calma, entrenamientos, paseos con Yukio, largas horas de estudio con Saeba, sobre tácticas y situaciones de combate. Hace unos meses aquello hubiera sido insoportable ávido como estaba por probar mi valía, pero en aquel momento no hubiera querido partir de Osaka por nada del mundo.
Y he comprobado que en esta vida cuando uno encuentra la felicidad, debe aprovecharla porque es un bien escaso. Y en esta ocasión también lo fue, pues a los pocos días llegó la orden del Gobernador de formar un ejercito de mil hombres para partir al frente, en ayuda del Emperador. Mil hombres, por fin un ejercito y la oportunidad de comprobar si los entrenamientos con mi maestro habían servido de algo, era mí oportunidad de comenzar a convertirme en el samurai más famoso de todo el Japón.
Un ejercito de mil hombres no es algo que se prepara de la noche a la mañana, pero las tropas de la casa Yamada estaban sobre aviso y pertrechándose desde la llegada de los mosquetes. Y habían llegado hombres de todos los destacamentos del territorio, así como gran número de samuráis vagabundos atraídos por las expectativas de una gran batalla.
Las últimas noticias eran desalentadoras, la capital se encontraba en peligro y se temía por la derrota del régimen del Emperador. Las últimas batallas habían sido favorables a los señores de la guerra que habían formado un clan en contra del Emperador. Si antes íbamos a partir para imponer la paz y asustar a unos Shogunatos rebeldes, ahora debíamos correr a sofocar una rebelión.
En unos días se ultimaron todos los preparativos para la partida. Trescientos samuráis a caballo, quinientos soldados de a pie y doscientos fusileros acampaban en las afueras de la ciudad. Y aquella mañana partirían hacia la guerra, y Saeba y yo iríamos con ellos.
Hacía días que no veía a Yukio, y no sabía que debía hacer, mi corazón me pedía volverla a ver antes de partir, pero algo en mi interior me advertía que no podía enamorarme de aquel ángel, porque estaría traicionando mi honor, a mi familia y a mi señor. Estaba decidido a no verla y a partir hacia la batalla. Y cuando me dirigía a buscar a Saeba, la vi, toda vestida de blanco, de pie junto a nuestros caballos. Estaba pálida y muy seria.
- Ayao, ¿sabes una cosa? -, la voz le tembló por un instante, pero consiguió dominarse, - mi padre me hizo una promesa cuando yo era muy pequeña -.
- Lo sé - contesté con un nudo en la garganta.
- Esa promesa me da libertad, una libertad que no poseen otras mujeres -. Sus ojos estaban vidriosos y temblaban a la luz del amanecer.
- Me entristece oír esas palabras, porque ninguno de los dos es libre, nos atan promesas que hemos hecho a un mismo hombre -. - A partir de hoy no volveré a ser feliz hasta que vuelva a verte y con eso me contentaré porque antes que faltar a mi honor y mancillar tu nombre me quitaré la vida -.
Lentamente Yukio bajó la cabeza y dando media vuelta se marcho. Y como yo ella también lloraba y por primera vez en mi vida supe a que saben las lagrimas, y su sabor no me gustó lo más mínimo. Acababa de aprender algo importante, en la vida nunca logramos lo que queremos, todo lo contrario lo que queremos suele estar muy lejos de nosotros.
Mi maestro siempre me decía que los samuráis son seres tristes por naturaleza, si aquello era verdad, ahora era un poco más samurai. También me decía que el buen samurai debe prepararse para morir en cualquier momento y no temer a la muerte, yo estaba preparado para morir, pero ahora no quería hacerlo hasta no haber vuelto a mirarla a los ojos.
CONTINUARÁ.