III. Dos ejércitos.
Los caballos piafaban, y arrojaban chorros de vapor por sus ollares, al respirar el aire frío de la mañana. En el ambiente flotaba una clama tensa, que hasta los animales podían percibir. Todas las miradas convergían en un hombre el General Koji Mifume. El general estaba reunido con sus capitanes, dando las últimas instrucciones, y pronto daría la orden de partir.
Saeba había sido puesto al mando de la compañía de fusileros, a pesar de haber manifestado al General que él prefería un puesto en la vanguardia. Pero Mifume era sabio y sabía que sus fusileros podían ser un factor desequilibrante en cualquier batalla por eso había elegido a Saeba.
Yo cabalgaría con los samuráis al frente del ejercito bajo las ordenes del capitán Himura, y según Saeba había tenido suerte pues Himura era de entre los capitanes el más intrépido y era respetado por su valor en el combate.
Al cabo de unos minutos los capitanes partieron a sus puestos y con un gesto Mifume indicó la marcha. Un clamor de cascos y repiqueteos de metal lo lleno todo, cuando nos pusimos en movimiento. Los estandartes de cada compañía ondeaban con la brisa de la mañana, al igual que las pequeñas banderas de los hombres de infantería. El ejército avanzaba por la llanura cubriéndola, como una marea de hombres, animales y carros.
Aquel primer día de marcha fue agotador, cabalgamos todo el día y toda la noche, parando apenas para comer algo. Y no pudimos dormir hasta la noche del segundo día. Sin embargo a pesar de la dura marcha no avanzamos mucho, un hombre solo, hubiera cubierto una gran distancia pero un ejército como aquel avanzaba despacio como una enorme serpiente.
Los exploradores iban y venían desde la vanguardia y la retaguardia, trayendo noticias de lo que ocurría a nuestro alrededor y de cual sería el mejor camino a seguir. Para mantener un ritmo constante, no parábamos a comer más que un momento y hasta bien entrada la noche no dormíamos. Los hombres estaban descansados pero llevábamos un ritmo infernal, y pronto las fuerzas menguarían.
La situación no debía ser muy favorable, cuando era necesario que llegáramos tan rápido a prestar nuestra ayuda. Y más adelante descubriríamos que las últimas batallas ganadas por los señores de la guerra habían dejado en muy mala situación a los ejércitos Imperiales. Y aquello debía saberlo Mifume, porque cada día avanzábamos más deprisa. A este paso, no tardaríamos en llegar a la frontera que guardaban las tropas del Shogun Kintaro Katsura con el que yo me había enfrentado y dado muerte. Allí encontraríamos la primera resistencia, aunque esperábamos que fuera fácil romper sus defensas porque salvo que hubieran recibido refuerzos, apenas contabas con unas centenas de hombres.
Cuando nuestros espías informaron que estábamos lo bastante cerca de nuestros enemigos acampamos, esperando noticias sobre su número y posición.
En mitad de la noche regresaron dos exploradores con la información necesaria, los capitanes trazarían ahora una estrategia y posiblemente aprovecháramos la claridad del alba para el ataque. Las tropas enemigas estaban situadas a lo largo de una planicie y estaban formadas por cerca de doscientos hombres, la mayoría de ellos a pie. El ataque lo llevarían acabo nuestro samuráis que a caballo rodearían al enemigo por sus dos flancos para caer sobre ellos por sorpresa.
Cubrimos los cascos de nuestros caballos con trapos para amortiguar su sonido. Y al amanecer nos pusimos en marcha. Avancé con el grupo que atacaría el ala izquierda, cabalgando al lado de Himura. Los ojos del capitán brillaban mientras dirigía su montura a la batalla. Llevábamos caballos ligeros y no muy grandes, de patas cortas y resistentes, acostumbrados a participar en batallas. Al principio galopamos despacio, sin forzar la marcha, pero cuando estuvimos situados en perpendicular al campamento enemigo, Himura espoleó su caballo y se lanzó a galope tendido. Y así sin un grito y lo más en silencio que pudimos caímos sobre nuestros enemigos. Los caballos entraron en el campamento como una gran ola, arrasando todo a su paso. Los hombres salían de las tiendas y de los barracones dormidos y asustados y se encontraban con la muerte.
En unos segundos me encontré sumergido en el fragor de la batalla, y antes de darme cuenta había traspasado a dos hombres con mi sable. La resistencia era inútil, en unos instantes estábamos en el centro del campamento, y el enemigo había sido destrozado. Sus mejores samuráis plantaron batalla en el barracón principal, y tuvimos que desmontar para poder reducirlos. Cuando me disponía a bajar del caballo alguien lo cogió por las riendas y lo obligó a tumbarse, caí al suelo despedido por el animal. Cuando me levanté tuve que evitar una estocada girando sobre mi mismo. Lo más rápido que pude me incorporé y encaré a mi rival. Su cara era la de alguien desesperado que sabe que va a morir y tiene miedo, estaba empapado en sudor y las manos que sostenían la espada le temblaban. Pero aquello solo lo hacía más peligroso como un animal cuando está herido. Mantuve la calma y dejé la mente en blanco esperando su primer movimiento. Como era de esperar cargó como un loco a toda velocidad sosteniendo la katana sobre su cabeza. Con dos rápidos pasos laterales esquivé su ataque, desenvainé y me preparé para atacar. Cuando mi enemigo se volvió descargue mi golpe, el filo de mi katana penetró entre su hombro y su cuello y noté como se partía la clavícula. El hombre cayó de rodillas con el rostro pálido y los ojos en blanco, extraje mi espada y se desplomó hacia atrás inerte.
Cuando volví la vista hacia donde resistían los últimos samuráis todo había terminado, Himura daba ordenes y mandaba a dos emisarios a buscar al resto de las tropas, el camino estaba despejado.
CONTINUARÁ.