Pasé alrededor de tres días en aquella aldea, antes de emprender de nuevo mi viaje. Me hubiera gustado partir antes, pero la herida de mi pierna tardó en cicatrizar, aunque tuve suerte porque no se emponzoño. El viaje me resultaba agradable, montaba toda la mañana hasta que sentía hambre, entonces elegía un lugar a mi gusto para comer. Preparaba un fuego y cocinaba una parte de las provisiones que adquirí en mi parada. Cuando podía pescaba, y cuando podía cazaba. Dormía al raso a no ser que encontrara un granero o alguien me hospedara. Las jornadas se sucedían tranquilas, no solía encontrar a nadie en el camino y la mayoría de las veces me ocultaba para no tener malos encuentros.
Avance bastante, ya que apenas me detenía, según avanzaba hacia la frontera del sur, las granjas eran cada vez menos. Esto era debido a que los granjeros no eran amigos de situarse cerca de las fronteras por miedo a las disputas de los nobles. Cuando llegara a la frontera con nuestro Shogunato vecino debería decidir que hacer si identificarme o intentar pasar desapercibido. Pero de momento aún tenía una jornada de camino por delante, ya me preocuparía cuando llegara.
En mi último día de viaje, acampe al mediodía cerca de un río, y estaba preparándome para pescar algo, cuando escuche un alboroto cercano. No parecía venir del camino, si no de un poco más adelante río arriba. Decidí acercarme sigilosamente siguiendo la línea de juncos que se erguía en la orilla. Avance despacio, y a cada paso el tumulto crecía, me pareció oír voces de mujer y gritos. Cuando por fin me asome a un claro al otro lado de los juncos, pude ver con claridad de que se trataba. Unas mujeres que lavaban en el río habían sido sorprendidas por dos hombres. Una de ellas yacía muerta en el suelo no muy lejos de mí. Las otras dos forcejeaban con los agresores que estaban cerca de lograr su propósito. Por un momento pensé en volver a mi campamento y no comprometer el resultado de mi misión por aquel incidente, pero eso no era lo que mi maestro me había enseñado.
Me incorporé despacio y abandone mi escondite, ninguno de los dos hombres se percató de mi entrada en el claro, ambos tenían otras preocupaciones. Me acerque al que tenía a mi derecha y le propiné una patada en las costillas que lo hizo rodar hasta el agua. El otro se levantó sobresaltado, y agarrando su bastón adoptó una posición desafiante.
- Puercos, les grité, no os da vergüenza aprovecharos de estás pobres mujeres. Ninguno de los dos se movió, ambos miraban fijamente mi espada. Luego se miraron el uno al otro y echaron a correr todo lo rápido que pudieron.
Me acerqué a las pobres mujeres, una estaba inconsciente y la otra lloraba sin consuelo. No sabía que hacer, ni que decir, tenía menos experiencia con una mujer que con una espada. Hice intención de asir por el hombro a la que lloraba para tratar de consolarla, pero ella se apartó bruscamente. Dudé un momento, y me volví. Ya había hecho lo que había podido, era mejor evitar problemas mayores.
Recogí mi campamento y seguí camino sin siquiera haber comido. Me mantuve alerta unas millas por si aquellos dos patanes habían decidido buscar ayuda y perseguirme, pero no me cruce con nadie. Cabalgue hasta bien entrada la noche, ya que sabía que estaba cerca de mi destino, una pequeña guarnición que servía de protección a las últimas granjas de la frontera sur. Subía con paso cansino una colina, y al coronarla pude divisar unos pequeños puntos de luz. Estaba cerca de la fortificación, y podría descansar unos días antes de seguir adelante.
Tuve que gritar dando el aviso de mi llegada varios metros antes de las puertas, para no quedar agujereado por los arqueros que estuvieran de guardia. Cuando di a conocer mi nombre y mi procedencia no tuve problemas para entrar. El jefe del destacamento era un hombre rudo, curtido por años de guerras, tenía en la mirada ese brillo que solo se aprecia en quien ha estado en un campo de batalla. Le llamaban Oromatsu, y cuando no estaba delante la tropa se refería a el como el viejo jabalí. Era gordo como un buey, pero también fuerte como tal. Cuando me condujeron a su presencia, estaba sentado a la mesa bebiendo sake. Me invitó a que le acompañara y me senté con el, pronto me habían traído una copa y ambos hablábamos de mi viaje y los percances en el sufridos.
Oromatsu el jabalí se retorcía de risa cuando le conté mi aventura en las márgenes del río. Aunque no le hizo mucha gracia el ataque de los dos hombres de negro, de los cuales me dijo eran espías enviados por nuestro enemigo del norte a las tierras del sur para conseguir aliados, sus hombres habían abatido a flechazos a uno que intentó cruzar la frontera unos días atrás. Ante mis dudas sobre como atravesar el territorio vecino, me respondió que el lo haría intentando pasar inadvertido. Las cosas no andaban muy bien entre nuestro Shogun Takada y el Shogunato del sur. La tensión crecía en todas nuestras fronteras, porque nuestro territorio, aislado, perdía poder frente a los que nos rodeaban esperando dominar nuestras tierras. Tener el favor del Emperador era algo imperioso, y a ello ayudaría mucho el enlace entre la hija de Kitano, gobernador de Osaka y el hijo de Takada nuestro señor.
El hijo de mi señor Takada de once años, era aún un niño incapaz de sostener un arma, pero en gran parte, de el dependía nuestro futuro, si algo llegara a pasarle a el o su futura esposa las cosas se pondrían muy feas. Ahora el propósito de mi misión adquiría una nueva importancia para mí.
Descansé dos jornadas en la fortaleza fronteriza, intentando preparar y planear el resto de mi viaje. La noche de mi segundo día allí, era la fecha elegida para mi partida. Saldría de noche y cruzaría la frontera por un vado poco vigilado que atravesaba un río y dividía ambos Shogunatos a unas millas del fuerte. Cuando partí, iba cargado con nuevas provisiones y un arco que me permitiría tener caza abundante en mi viaje. La noche era oscura, las nubes ocultaban las estrellas y la luna era apenas una fina raya en el cielo.
CONTINUARÁ.