Decidimos continuar juntos, al menos hasta llegar al castillo. Sería más fácil atravesar estas tierras con algo de compañía, y además evitaría sospechas y preguntas inoportunas. El camino me resultaba mucho más agradable ahora, y la conversación de Takeshi, que así me dijo se llamaba, era entretenida. No paraba de contar historias sobre sus enfrentamientos, escaramuzas y correrías, lo cual a mí me fascinaba y me mantenía enganchado sin poder parar de escucharle.
Avanzamos a buen ritmo aquellos días, aliviada mi carga en la bestia, podía seguir el caminar de Takeshi. Y pronto estuvimos cerca de las estribaciones de la montaña. En la última aldea donde descansamos, nos advirtieron sobre los bandidos que abundaban por la zona, y nos aconsejaron rodear las montañas aunque el camino fuera más largo, era sin duda más seguro. Pero Takeshi al igual que yo tenía prisa, y decidió que seguiría el camino a través de la montaña, aunque todos los bandidos del Japón estuvieran allí esperándole.
No nos fue difícil encontrar el sendero que ascendía desde los pies de las montañas, hasta el paso elevado en las cimas escarpadas. No encontraríamos nieve por la época del año, pero si frío y un duro ascenso. Tomamos las provisiones necesarias en la aldea, y comenzamos la ascensión por la nueva senda. Las primeras jornadas, fueron una simple aproximación por la falda de la montaña, la senda transcurría bastante recta a través de un bosque que se espesaba según nos acercábamos a las primeras rampas. Por fin a los pies de la montaña, ya dentro de un profundo bosque, acampamos para descansar y poder enfrentar la jornada del día siguiente, que nos llevaría por un sendero serpenteante hasta alcanzar una primera meseta a bastante altura, pero aún lejos de la verdadera escalada. No sabíamos si el animal podría subir hasta arriba, pero de momento nos acompañaba, según los aldeanos no encontraría demasiados problemas pues el camino hasta el paso aunque complicado era transitable para las bestias.
Alcanzamos la planicie sin novedad, después de un día fatigoso. La altura ya era considerable, pero en esta meseta la vegetación era abundante todavía, y acampamos cómodamente cerca de un riachuelo. La noche fue fría, y una espesa niebla sé cerro sobre nosotros. El bosque parecía ahora embrujado por algún tipo de encantamiento y no podíamos ver nada a nuestro alrededor. El amanecer retiró la niebla muy poco a poco levantándola como un tupido velo, que huía del sol naciente. Cuando nos preparábamos para comenzar la marcha, y estábamos a punto de regresar a la senda, unos ruidos nos alertaron. Por fin un poco de acción pensé, si se trata de bandidos espero por su bien que no traten de asaltarnos. Nos agazapamos entre la maleza, sigilosos ayudados por los últimos jirones de niebla.
Un grupo nutrido de hombres armados no tardó en aparecer, debían ser al menos siete, y sus vestimentas no eran las de un samurai, si no las de un simple ladrón que no merece empuñar una espada. Unos eran mercenarios, y otros simplemente campesinos, ninguno parecía versado en la disciplina del bushido. Sus armas, habrían pertenecido a samuráis muertos, robadas en el campo de batalla, para deshonra de sus antiguos propietarios. No nos movimos, quietos como estatuas de piedra ocultas junto al camino, miembros de un código de honor hoy casi olvidado, de una tradición de guerreros que sería recordada con nostalgia por todo el Japón. Un Japón que prohibía el uso de la espada en algunas de sus grandes ciudades, espadas que habían sangrado para conseguir la paz y la unión de un país en constante lucha.
El grupo paso despacio, entre gritos y chanzas sobre sus correrías, no nos movimos hasta perderlos de vista y dejar de escuchar su griterío. Solo entonces nos relajamos, recogimos nuestras cosas y emprendimos la caminata, ahora sabíamos que les teníamos delante, y en cualquier momento nos oirían, y tratarían de tendernos una emboscada. Aumentamos nuestras precauciones según avanzaba el día, buscábamos entre los árboles y en las copas de estos un vigía que pudiera delatar nuestra presencia. Pasamos la noche turnándonos con las guardias, sin fuego para calentarnos y atentos a cualquier sonido.
Al amanecer todo estaba demasiado en calma, Takeshi estaba explorando los alrededores en busca de señales de alguna visita nocturna. Yo recogía todo y cargaba el asno, cuando una flecha me alcanzó en el hombro. El impacto me lanzó bruscamente hacia atrás y choque contra un gran árbol cercano, no tenía tiempo de preocuparme por la herida, si la flecha estaba emponzoñada más tarde lo sabría. Me lance tan rápido como pude detrás del asno, mientras otra flecha se clavaba en el árbol donde me había apoyado. Eché una fugaz mirada a unos riscos próximos, y vi el resplandor de la punta de una nueva flecha. Debía acabar con el arquero, antes de que los demás bandidos se precipitaran sobre mí. De mi derecha me llegaban gritos de lucha, sin duda Takeshi también tenía sus propios problemas. Zigzagueé entre los árboles lo más deprisa que pude, hasta colocarme fuera del alcance de las flechas, mi atacante estaría cambiando de posición al haber perdido el blanco, a mi espalda pude ver como tres hombres entraban en el claro que yo acababa de abandonar, pronto me verían si no me movía rápido. Salté hacia delante empujado por la desesperación y corrí como poseído a los riscos, trepé a lo alto de la peña y de un gran salto me precipité sobre el sorprendido arquero. El golpe resultó fatal y mi contrincante cayó abierto en canal. Por los gritos a mis espaldas supe que los hombres del claro habían visto mi ataque.
Me encontraba en clara desventaja, no ya por el número si no por mi herida. Pero no había alternativa. Busqué un sitio despejado donde poder moverme y me puse en guardia para recibir el primer envite. El primero de los hombres que me alcanzó empuñaba una katana corta, llegó hasta mí corriendo con la espada en alto dispuesto a dejarla caer sobre mí. Mi brazo se movió como el relámpago, describiendo una ese en el aire, y mi adversario quedó herido de muerte. Me sentía cómodo y los movimientos venían a mí de forma automática sin necesidad de pensarlos. Me desplacé unos pasos a mi derecha para recibir al segundo hombre, paré su estocada, trabé su katana con la mía y de un puntapié lo arrojé colina abajo. Giré sobre mí mismo para encarar al último bandido que ya se disponía a asestarme una lanzada, pude esquivar el golpe a duras penas, con la fortuna de que mi adversario quedó desequilibrado el tiempo suficiente como para que mi espada le traspasara de parte a parte. Solo quedaba uno vivo, y ya se reponía de mi patada, y comenzaba a trepar hacia mí. Lo observé tranquilamente, la altura me daba cierta ventaja y algo de tiempo, cargó con violencia pero torpemente, un movimiento lateral me bastó para abrir su defensa y provocarle un profundo corte en el costado, se quedó tendido en el suelo muy quieto y jadeante y comprendí que ya no representaba ningún peligro.
El hombro me ardía y ya apenas podía mover el brazo, pero la batalla no había acabado, al menos otros tres asaltadores debían estar atacando a Takeshi. Corrí en la dirección de los gritos, no tarde en encontrarme en medio de la refriega, un asaltante había caído y Takeshi se batía con los otros dos. Por un momento no supe si intervenir, podía resultar una ofensa para un samurai, permanecí unos segundos a la espera. Takeshi era sin duda un maestro, su destreza era indudable, se movía a gran velocidad como si sus pies no tocaran el suelo, esquivaba los golpes de ambos adversarios a la vez y parecía intuir el golpe siguiente con antelación. Corrió hacia atrás para distanciarse de los enemigos y envaino la katana, adopto una posición de ataque y se lanzó a gran velocidad contra sus dos objetivos. Como por arte de magia la espada abandonó la funda, serpenteó entre los enemigos y volvió a su sitio. El resultado fue devastador, los dos hombres cayeron al suelo fulminados y con los vientres abiertos.
Así acabó todo, y la amistad que estaba naciendo entre los dos se vio favorecida por el compañerismo y el respeto que da el compartir una batalla.
CONTINUARÁ.