Las flores del cerezo.
I. El nacimiento de un samurai.
Mi nombre es Ayao Kendo, mi vida, si puedo llamarla vida, es una espiral de violencia, crímenes y asesinatos. Desde mi más tierna infancia he vivido entre asesinos. A pesar de que todos los samuráis que me rodeaban, mataban siguiendo un código de honor, yo no encontraba una justificación. Ya no solo se requerían los servicios de los samuráis para la guerra, en aquellos tiempos comenzaron a ser usados por sus señores como asesinos a sueldo.
Mi padre y al igual su padre desciende de una familia de samuráis cuya fama se pierde en los tiempos. Mi educación fue un severo camino, a través de la disciplina del acero. Largas horas de entrenamiento hasta provocar la aparición de llagas en mis manos, hasta sentir la espada como una prolongación de uno mismo. Un samurai llega a amar tanto a su espada que siente que tiene alma, y la perdida o robo de la espada de un clan puede provocar una guerra civil. Así de duros eran los tiempos que me tocaron vivir, en un Japón medieval convertido en una espiral de violencia y conspiraciones, por conseguir un poder que desmembraba poco a poco el país.
Mi maestro es conocido en todo Japón como el samurai más famoso del país. Tuve el privilegio de estudiar con el por su amistad con mi padre. Miyamoto Musashi, no es solo un gran samurai, si no también un gran maestro. Las técnicas de Musashi son copiadas por al mayoría de maestros del país. La principal enseñanza que me transmitió es el sentido de la velocidad, en una batalla no gana el más fuerte, gana el más rápido. Mi padre me envió a los cinco años, a estudiar con su mentor. Recluido en su casa aprendí junto a él, todas las técnicas necesarias para alcanzar la perfección de movimientos y la armonía entre espadachín y espada. Musashi era un sabio maestro ya en el final de su vida, y a pesar de haber matado a muchos hombres, me inculcó el respeto y la paciencia como mis mejores virtudes. - Nunca ataques sin ser atacado, me decía, la mayoría de las veces las fuerzas de ambos oponentes están igualadas y vence el más concentrado y paciente.
Cuando terminé mi periodo de instrucción, tenía quince años recién cumplidos. Y ya podía considerarme un auténtico samurai. Esperaba con ansia poder acudir a la guerra que se libraba en las fronteras del norte del país. Pero mi Shogun tenía otros planes para mi, y como favor especial a mi padre por los servicios prestados, me alejaron del campo de batalla.
No podía dejar de pensar en que se me había tratado como a un niño, alejándome del frente para salvaguardarme. Con el pretexto de una misión importante, que el Shogun deseaba que fuera realizada por alguien de confianza. Y así fue como, fui enviado a Osaka, a buscar a la hija de un gobernador que debía contraer matrimonio con el heredero de mi Shogun.
Comencé mi camino acompañado por una pequeña escolta, que me acompañaría hasta la frontera sur de nuestras tierras. Partimos de noche y viajamos hasta el amanecer en el más absoluto de los silencios. Era necesario que no se supiese nada de nuestra partida ni de nuestros propósitos. El viaje hasta la frontera del sur era largo, tres jornadas a todo galope, y al menos cinco a un paso normal. Cuando los primeros rayos del sol asomaron en el horizonte, nos detuvimos a descansar y a comer algo. Setsu el samurai al mando de mi custodia, buscó un claro en el bosque apartado del camino. Encendimos un pequeño fuego de campamento y cocinamos un poco de arroz.
La mañana despertaba brumosa e invitaba al descanso y a comer algo caliente, y más después de cabalgar toda la noche. Cuando acabamos nuestro desayuno, Setsu nos mandó callar.
- Silencio haraganes, dijo en un susurro, alguien se aproxima por el camino. Con una mueca de preocupación se deslizó hasta el linde del bosque y se acurrucó detrás de un árbol.
Los demás nos tendimos instintivamente en el suelo y Amano el segundo de Setsu apagó el fuego con un puñado de arena. Lo normal pensé, es que se trate de algún granjero o comerciante madrugador que se dirige al pueblo más próximo. Pero Setsu nos hizo señas, para que estuviéramos preparados. Corrimos hacia él, y ocupamos los árboles junto al suyo, preparados para saltar al camino con las manos apretadas en torno a nuestras espadas. Nunca hubiera imaginado que podría entrar en combate en este viaje. Dos jinetes vestidos completamente de negro se acercaban al galope. Sus monturas no pertenecían a nuestros ejércitos ni llevaban ningún signo distintivo.
Por la expresión de Setsu comprendimos que se preparaba para detenerlos, y que no se iba a parar a preguntar quienes eran. Aunque éramos superiores en número, uno o dos espadachines diestros eran capaces de acabar con muchos hombres, no podíamos descuidarnos. Las figuras oscuras se acercaban, ya sentíamos el retumbar de los cascos, y los bufidos de los caballos al galope. Cuando la distancia era de aproximadamente diez metros Setsu saltó de su escondite, y de una zancada enorme se plantó en medio del camino, el resto de hombres lo seguimos dando gritos. Los caballos apenas tuvieron tiempo de detenerse, y estuvieron a punto de chocar contra nosotros. La confusión era tremenda, uno de los jinetes sacó la espada con la velocidad de una serpiente, y la cabeza de nuestro jefe, rodó por el suelo hasta los pies del caballo del otro jinete. El cual, ya estaba en tierra y de un veloz tajo había rebanado el cuello de Amano.
El resto nos quedamos paralizados, como hipnotizados por aquellas espadas vertiginosas. No habían pasado más que unos pocos segundos, pero a mí me parecieron años. Reaccione despacio como adormilado, con el tiempo justo de esquivar una estocada del enemigo de a pie. Pero esto bastó para activar mis instintos durante tantos años entrenados. Con un salto hacia atrás, caí de rodillas, y desenvainando lancé una estocada que penetró en el muslo de mi oponente. Con un aullido de dolor se precipitó hacia mí, alzando la espada, yo ya estaba preparado para la defensa, cuando una lanza lo atravesó de parte a parte. El hombre de negro escupió su último estertor sobre mi cara, y desde ese momento no pude librarme del olor de la muerte.
El jinete restante, aún permanecía sobre su montura, resistiendo a los lanzazos de dos de nuestros hombres. Cuando llegamos a su altura, otro de los nuestros caía atravesado de parte a parte. El guerrero enemigo había retirado de su cara el embozo negro, y nos miraba uno a uno tanteándonos. Aquellos ojos no parecían humanos, parecían los de un tigre, una criatura salvaje que solo sabe matar. Su espada se alzó de nuevo y antes de que una lanza atravesase su hombro el lancero perdió la vida con el cráneo abierto.
Saltó del caballo con una agilidad felina, y antes de que reaccionáramos estaba entre nosotros. Yo debía representar mayor amenaza porque su primera estocada fue para mí. Me traspasó la pierna y tuve que arrodillarme. Antes de que pudiera parpadear el último hombre de mi compañía yacía en el suelo con una nueva boca a la altura de la nuez. La verdad es que debía haber perdido la vida aquella mañana, herido y ante un espadachín experimentado, pero aún no había llegado mi hora. La herida de la pierna me ardía, y no creí que pudiera levantarme con la fuerza suficiente como para atacar con posibilidades. Rodé sobre mi pierna sana, hasta quedar a su costado, con el tiempo justo de parar su nuevo envite. Aquellos ojos reflejaban ahora curiosidad. Y aquel que había sido un león entre corderos, me miró asombrado cuando con un rápido movimiento trabé nuestras espadas, y con la mano libre abrí su costado con mi espada corta. Su sangre era caliente y espesa, y pronto mi manga estaba completamente roja.
Exhausto y dolorido me tendí en medio del camino hasta que recuperé el aliento. Al rato llevé el caballo al claro donde habíamos acampado, y me vendé la herida de mi pierna. Mientras lo hacía tuve que tomar una decisión, seguir adelante o volver con la deshonra de haber sido vencidos por dos hombres. La decisión era clara antes la muerte que el deshonor. Monté el caballo y continué mi camino hacia la siguiente aldea, donde poder descansar y reponer fuerzas con una buena comida.
Aquella noche después de una abundante cena y tendido en un jubón, en una granja a las afueras de una aldea de campesinos, no pude dejar de pensar en que aquella mañana siete hombres habían muerto sin conocerse y sin mediar una sola palabra entre ellos.
CONTINUARÁ.
Pasé alrededor de tres días en aquella aldea, antes de emprender de nuevo mi viaje. Me hubiera gustado partir antes, pero la herida de mi pierna tardó en cicatrizar, aunque tuve suerte porque no se emponzoño. El viaje me resultaba agradable, montaba toda la mañana hasta que sentía hambre, entonces elegía un lugar a mi gusto para comer. Preparaba un fuego y cocinaba una parte de las provisiones que adquirí en mi parada. Cuando podía pescaba, y cuando podía cazaba. Dormía al raso a no ser que encontrara un granero o alguien me hospedara. Las jornadas se sucedían tranquilas, no solía encontrar a nadie en el camino y la mayoría de las veces me ocultaba para no tener malos encuentros.
Avance bastante, ya que apenas me detenía, según avanzaba hacia la frontera del sur, las granjas eran cada vez menos. Esto era debido a que los granjeros no eran amigos de situarse cerca de las fronteras por miedo a las disputas de los nobles. Cuando llegara a la frontera con nuestro Shogunato vecino debería decidir que hacer si identificarme o intentar pasar desapercibido. Pero de momento aún tenía una jornada de camino por delante, ya me preocuparía cuando llegara.
En mi último día de viaje, acampe al mediodía cerca de un río, y estaba preparándome para pescar algo, cuando escuche un alboroto cercano. No parecía venir del camino, si no de un poco más adelante río arriba. Decidí acercarme sigilosamente siguiendo la línea de juncos que se erguía en la orilla. Avance despacio, y a cada paso el tumulto crecía, me pareció oír voces de mujer y gritos. Cuando por fin me asome a un claro al otro lado de los juncos, pude ver con claridad de que se trataba. Unas mujeres que lavaban en el río habían sido sorprendidas por dos hombres. Una de ellas yacía muerta en el suelo no muy lejos de mí. Las otras dos forcejeaban con los agresores que estaban cerca de lograr su propósito. Por un momento pensé en volver a mi campamento y no comprometer el resultado de mi misión por aquel incidente, pero eso no era lo que mi maestro me había enseñado.
Me incorporé despacio y abandone mi escondite, ninguno de los dos hombres se percató de mi entrada en el claro, ambos tenían otras preocupaciones. Me acerque al que tenía a mi derecha y le propiné una patada en las costillas que lo hizo rodar hasta el agua. El otro se levantó sobresaltado, y agarrando su bastón adoptó una posición desafiante.
- Puercos, les grité, no os da vergüenza aprovecharos de estás pobres mujeres. Ninguno de los dos se movió, ambos miraban fijamente mi espada. Luego se miraron el uno al otro y echaron a correr todo lo rápido que pudieron.
Me acerqué a las pobres mujeres, una estaba inconsciente y la otra lloraba sin consuelo. No sabía que hacer, ni que decir, tenía menos experiencia con una mujer que con una espada. Hice intención de asir por el hombro a la que lloraba para tratar de consolarla, pero ella se apartó bruscamente. Dudé un momento, y me volví. Ya había hecho lo que había podido, era mejor evitar problemas mayores.
Recogí mi campamento y seguí camino sin siquiera haber comido. Me mantuve alerta unas millas por si aquellos dos patanes habían decidido buscar ayuda y perseguirme, pero no me cruce con nadie. Cabalgue hasta bien entrada la noche, ya que sabía que estaba cerca de mi destino, una pequeña guarnición que servía de protección a las últimas granjas de la frontera sur. Subía con paso cansino una colina, y al coronarla pude divisar unos pequeños puntos de luz. Estaba cerca de la fortificación, y podría descansar unos días antes de seguir adelante.
Tuve que gritar dando el aviso de mi llegada varios metros antes de las puertas, para no quedar agujereado por los arqueros que estuvieran de guardia. Cuando di a conocer mi nombre y mi procedencia no tuve problemas para entrar. El jefe del destacamento era un hombre rudo, curtido por años de guerras, tenía en la mirada ese brillo que solo se aprecia en quien ha estado en un campo de batalla. Le llamaban Oromatsu, y cuando no estaba delante la tropa se refería a el como el viejo jabalí. Era gordo como un buey, pero también fuerte como tal. Cuando me condujeron a su presencia, estaba sentado a la mesa bebiendo sake. Me invitó a que le acompañara y me senté con el, pronto me habían traído una copa y ambos hablábamos de mi viaje y los percances en el sufridos.
Oromatsu el jabalí se retorcía de risa cuando le conté mi aventura en las márgenes del río. Aunque no le hizo mucha gracia el ataque de los dos hombres de negro, de los cuales me dijo eran espías enviados por nuestro enemigo del norte a las tierras del sur para conseguir aliados, sus hombres habían abatido a flechazos a uno que intentó cruzar la frontera unos días atrás. Ante mis dudas sobre como atravesar el territorio vecino, me respondió que el lo haría intentando pasar inadvertido. Las cosas no andaban muy bien entre nuestro Shogun Takada y el Shogunato del sur. La tensión crecía en todas nuestras fronteras, porque nuestro territorio, aislado, perdía poder frente a los que nos rodeaban esperando dominar nuestras tierras. Tener el favor del Emperador era algo imperioso, y a ello ayudaría mucho el enlace entre la hija de Kitano, gobernador de Osaka y el hijo de Takada nuestro señor.
El hijo de mi señor Takada de once años, era aún un niño incapaz de sostener un arma, pero en gran parte, de el dependía nuestro futuro, si algo llegara a pasarle a el o su futura esposa las cosas se pondrían muy feas. Ahora el propósito de mi misión adquiría una nueva importancia para mí.
Descansé dos jornadas en la fortaleza fronteriza, intentando preparar y planear el resto de mi viaje. La noche de mi segundo día allí, era la fecha elegida para mi partida. Saldría de noche y cruzaría la frontera por un vado poco vigilado que atravesaba un río y dividía ambos Shogunatos a unas millas del fuerte. Cuando partí, iba cargado con nuevas provisiones y un arco que me permitiría tener caza abundante en mi viaje. La noche era oscura, las nubes ocultaban las estrellas y la luna era apenas una fina raya en el cielo.
CONTINUARÁ.