Las Furias (proyecto en castellano)

Buenas de nuevo,

os presento otro proyecto (éste recién empezado), y ésta vez en castellano, para que podais leerlo todos los que querais :)
Posteo aquí el primer capítulo para que podais hecharle un vistazo sin tener que ir a otras páginas. Si gusta iré posteándolos poco a poco.

Si alguien quiere la dirección del blog de LAS FURIAS, que me haga un privado.

¡Muchas gracias!

Furias/Erínias

Su nombre significa "las airadas".
Cuando Cronos castró a Urano algunas gotas de sangre cayeron sobre la Madre Tierra (Gea). De ahí nacieron las Furias.

Su labor es vengar los crímenes de parricidio.

Se representa a estas hórridas deidades vengadoras como genios femeninos con serpientes enroscadas en sus cabezas entre el pelo, portando látigos y antorchas, y con sangre manando en lugar de lágrimas en los ojos. También se decía que tenían grandes alas de murciélago o pájaro, o el cuerpo de un perro.


Capítulo 1: Carmen

Ella fue la primera.

El infierno se le vino encima aquella noche de febrero, y nada la había preparado para ello.

Llovía a cántaros y se había dejado el paraguas en el autobús. Los escasos cien metros que la separaban de la parada hasta el portal de su bloque bastaron para dejarla empapada. Odiaba la lluvia con toda su alma y ahora se sentía incómoda, y el frío comenzaba a pegársele a los huesos mientras buscaba las llaves en su bolso. También odiaba su bolso. Nunca encontraba lo que necesitaba cuando lo buscaba. Ahogó un grito cuando finalmente las encontró y temblando metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Giró solo hasta la mitad de su recorrido, y la puerta no se abrió.
Un gritito de rabia surgió de su garganta y dio una patada sin convencimiento a la puerta, pues temía resbalar en el suelo húmedo y romper un tacón de sus Gucci nuevas, o peor aún, caer y romperse algún hueso.
Al parecer alguien había llamado para que cambiaran finalmente la cerradura de la puerta, que funcionaba cuando le daba la gana. La mayoría de las veces quedaba abierta, dejando el edificio expuesto a las excursiones de los sin techo u otras gentes igualmente deleznables.
Con un largo dedo le dió suavemente a uno de los botones del interfono, cuidando de no estropearse su preciosa uña, e instantes después una puerta se abrió al fondo del pasillo y la cabeza de Alejandro, el anciano portero, asomó al exterior mirando en su dirección. Un vibrante sonido le indicó que la puerta estaba abierta.
El viejo salió a su encuentro y alargando una arrugada mano cubierta de manchas le tendió un par de llaves idénticas.
-Aquí tiene dos copias, señorita Freyle -dijo el hombre, que a pesar de su avanzada edad aun se mantenía en buena forma -. Le dejé una nota anteayer en su buzón informándola de la reparación y ayer antes de acostarme pasé por su apartamento para hacerle entrega de las llaves, pero al parecer no estaba usted.
-No se preocupe, y muchas gracias, ahora ya las tengo -dijo ella sin apenas detenerse, forzando una sonrisa -. Estoy empapada y necesito cambiarme ya mismo. Buenas noches, Alejandro.
-Buenas noches tenga usted, señorita -respondió el anciano, sin moverse del lugar y observando como se alejaba hacia el ascensor. Maldito viejo verde, pensó ella, consciente de los ojos de él recorriéndole el cuerpo de arriba abajo. Empapada como estaba seguía siendo un plato apetitoso para cualquier hombre. Ese pensamiento le hizo recordar que también odiaba a los hombres.
Le sacó la lengua al anciano, que ya avanzaba por el pasillo hacia su propio apartamento, y se metió en el ascensor, asqueada.
Marcó el botón luminoso con un cinco rosado en su centro, y esperó mientras se cerraban las puertas y el ascensor iniciaba el ascenso. Es increible la de cosas que se te pueden pasar por la cabeza en un viaje en ascensor, pensó Carmen, rememorando aquel asqueroso día que estaba deseosa de dejar atrás en cuanto cruzara el umbral de su hogar.

El día había empezado mal, o mejor, terriblemente mal. Había despertado en el ático de Sergio, un colega del trabajo. Un colega del trabajo que salía con una amiga suya. ¡Un colega del trabajo que salía con una amiga suya y que ni tan siquiera le gustaba! Pero lo peor no era eso. Lo peor era que no sabía qué demonios hacía allí. No lograba recordar nada de la noche anterior, y Sergio no estaba en casa para explicarle nada. Una cosa sí sabía: había despertado en la cama de él, totalmente desnuda, y su ropa la había encontrado desparramada por la moqueta de color beige.
Se vistió, recogió sus cosas a toda velocidad y se dirigió al trabajo. ¡Llegaba tarde!
Sergio no estaba en su puesto, y los compañeros le dijeron que no había aparecido esa mañana. Intentó disimular como pudo sus nervios, pues había esperado que todo se aclararía en cuánto llegara a la oficina y pudiera hablar con él, y se puso a trabajar, aunque no pudo concentrarse demasiado.
Una hora después, el Senyor Menéndez, comúnmente conocido como "El Jefe", la llamó a su despacho. Allí le preguntó el porqué de su retraso y ella le dió una de las excusas de su ámplio repertorio. Después él soltó un discurso de los suyos, sobre responsabilidad y trabajo en equipo. Algo realmente insoportable. Ella se disculpó, aseguró que no volvería a pasar, y un minuto después pudo volver a su mesa. ¡Cómo odiaba a aquél tipo!
Al mediodía, mientras todos comían, ella aprovechó para intentar contactar con Sergio. No había vuelto a su apartamento y al parecer tenía el móbil apagado. Dejó un mensaje en el contestador de voz de su casa y otro en el del móbil. Siguió llamando hasta que llegó la hora de volver al trabajo sin resultado. Volvió a entrar en el edificio de oficinas y se dirigió a su puesto con un nudo en el estómago, que por lo demás estaba vacío.
Tenía trabajo acumulado, y hoy debía ponerse al día o al siguiente volvería a visitar el despacho de "El Jefe", pero no pudo concentrarse. Los nervios se la comían. Decidió tomarse un par de calmantes de los que le habían recetado la semana anterior para combatir el estrés, pero fue como si se hubiera tragado una granada y ésta hubiera estallado dentro. Sin nada en el estómago, el efecto de los calmantes sumado a su estado de nerviosismo fue fulminante.
Despertó poco rato después en la cama de un hospital, donde un joven médico le indicó que no había sucedido nada grave, pero que sus compañeros de trabajo se habían alarmado al verla desmayarse y habían llamado a una ambuláncia. Le dio el alta después de hacerle prometer que lo primero que haría sería comer algo.
Cuando salió a la calle en compañía de Sara, una de sus compañeras de la oficina que se había quedado a esperarla, el cielo estaba ya cubierto de nubes grises que no presagiaban nada bueno. Pero, pensó irónicamente, tampoco nada peor de lo que ya ha sucedido.
No tenía ni idea de cuánto se equivocaba.
Después de tomar un café con leche y una pasta en un bar que les venía de camino, volvieron a la oficina. Después de asegurarles a todos que se encontraba mejor y de agradecerles su interés y su ayuda, volvió a su puesto. Se concentró en lo que tenía delante y consiguió rematar algo la faena atrasada, que amenazaba con hacer desaparecer su escritorio si no le ponía pronto remedio. Cuando se dió cuenta era la hora de volver a casa, pero decidió quedarse una hora más y pronto se quedó sola en la planta. O eso creyó.
-Hola Carmen, ¿haciendo horas extras para que "El Jefe" esté contento? -la sobresaltó una voz grave detrás suyo. Supo que era Sandro antes de volverse, aquel imbécil tenía una voz tan inconfundible como repelente -¿Te he asustado? No era mi intención -continuó con una sonrisa nada agradable, mientras ella le fulminaba con la mirada.
-Pues sí, me has dado un susto de muerte. Creía que estaba sola.
Él la miró con sus ojos de pez, y sacó la punta de la lengua de forma lasciva. Ella se levantó e hizo el intento de empezar a recoger. Sandro la cogió por la muñeca con un movimiento increíblemente rápido, y la obligó a mirarle a los ojos.
-Hace mucho tiempo que sueño con ésto, Carmen. Tu y yo solos en la oficina...
-Suéltame Sandro -advirtió ella, furiosa -. Es tu sueño, no el mío.
Él sonrió aún más, e intentó cogerle la otra muñeca con su mano libre. El intento fue en vano, y terminó en el momento en que Carmen alzó con fuerza una rodilla, que dió de lleno en las partes pudendas de su compañero de trabajo, que la soltó al instante para empezar a retorcerse lentamente y acabar en posición fetal en el suelo.
Carmen apagó el ordenador, se puso rápidamente la chaqueta de piel, se enrolló la bufanda al cuello y cogiendo el paraguas se alejó por el pasillo que conducía a la salida. Cuando llegó a la puerta se volvió. Sandro, que intentaba levantarse con bastante dificultad, la miraba con odio e intentaba decir algo, aunque solo sonidos ininteligibles brotaban de su boca.
-¡Que te jodan, anormal! -le gritó ella, haciéndole un gesto obsceno -. No están hechas las margaritas para los cerdos como tú -remató, y salió a la calle dando un portazo.
Cuando llegó a la calle chispeaba, y a mitad de camino hasta la parada de autobús se vió obligada a abrir el paraguas. El odio hacia la lluvia era algo irracional, pero ahí estaba, y se volvía a manifestar cada vez que las nubes se vaciaban sobre la ciudad, como si fueran las nuevas amantes de su ex burlándose de ella.
El autobús no se hizo esperar. Subió, marcó el billete y se dirigió a la parte trasera. Tenía 35 minutos de viaje siempre y cuando no se encontraran con un atasco, que podía alargar el trayecto otros 10 minutos, pero no mucho más. Se sentó atrás de todo junto a una ventanilla, dejándose caer como un muñeco desmadejado. Estaba agotada.
Despertó justo cuando se abrieron las puertas frente a su parada.
Se dió cuenta de donde estaba, saltó de su asiento y corrió hacia las puertas como en un sueño. Los que se habían apeado allí ya estaban algo alejados del autobús, y caminaban por la calle bajo sus paraguas. Las puertas se cerraron detrás de ella y el autobús arrancó. Entonces, bajo la lluvia, se despejó del todo y se acordó de su paraguas, que ahora viajaba hacia el centro de la ciudad.
Llovía a cántaros.

El ascensor llegó a su destino con un melódico "ding" y las puertas se hicieron a un lado con un leve susurro. Carmen salió al largo pasillo y se dirigió con paso decidido hacia la puerta de su amado apartamento. ¡Al fin! La protección del hogar y una buena ducha de agua caliente mientras escuchaba lo último de Jack Johnson.
Metió la llave en la cerradura y su bolso comenzó a vibrar, al tiempo que una musiquilla salía de su interior. Dejó las llaves colgando en la cerradura y empezó un duro combate con el odioso bolso de 300 euros. Ganó por puntos y consiguió hacerse con el móbil.
Reconoció la voz de Sergio entrecortada, como si se encontrara en un lugar con poca cobertura, posiblemente el metro. ¡Al fin podría aclarar lo de la noche anterior!
-¿Sergio? ¿Donde estás? ¡Apenas entiendo nada!
Sergio hablaba sin cesar, pero resultaba totalmente ininteligible.
-¡No te entiendo, Sergio! ¡Muévete a otro sitio! -gritó Carmen, de los nervios. De repente pareció que la cobertura mejoró. Sergio, con un tono que le pareció entre asustado y preocupado, dijo:
-...Carmen? ¿Me oyes ahora? No vayas a tu apartamento... -la cobertura volvió a fallar y el sonido entrecortado de la voz de Sergio continuó al mismo tiempo que algo llamó la atención de Carmen. Se volvió hacia la puerta de su apartamento y observó sorprendida como ésta se abría y de ella salía el hombre más bello que jamás había visto.
-Apaga el móbil -le dijo sin levantar la voz el hombre, que la apuntaba con una enorme pistola.
Carmen dejó caer el móbil al suelo, y perdió el conocimiento por segunda vez aquel día. Entre tinieblas, antes de que todo se apagara por completo, tuvo tiempo de llegar a una conclusión.
Odiaba desmayarse.

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Capítulo 2: Alma

Ella fue la segunda.

Aquella misión en la jungla colombiana la destruyó y la hizo renacer. Nunca más volvería a ser la misma.

Diego Leon Montoya Sánchez. Diego Montoya. Diego Sánchez-Montoya. "Don Diego". "El Señor de la Guerra". "El Ciclista". Todos nombres y apodos del mismo hombre. El hombre por el que ahora avanzaban calados hasta los huesos por la húmeda jungla colombiana. El hombre por el que el Departamento de Estado de los Estados Unidos de América ofrecía 5 millones de dólares.
Hacía tres días que habían dejado atrás la ciudad de Barranquilla y varias aldeas donde no se habían detenido, y dos que el auto que les había llevado por la carretera a Sincelejo dió media vuelta, dejándolos donde comenzaba un sendero apenas visible que se internaba en la jungla, hacia el nordeste, dirección al río Magdalena. El sendero se conocía desde principios del siglo XX como la Ruta de los Tronqueros.
Pedro avanzaba en cabeza, guiándoles, y detrás iban Roberto y Nícolas. Alma iba algo rezagada. Le costaba mantener el paso en aquel ambiente tan húmedo y caluroso. Le faltaba el aire.
Era su primera misión más allá de la frontera mexicana, pero sus compañeros ya tenían experiencia.
Pedro Millano era colombiano y se conocía esa parte de la jungla como la palma de su mano, o eso les había asegurado el agente Graves, que les había puesto en contacto con él. Era el mejor guía que podían encontrar en la província para esa misión. Además, ya había trabajado para la DEA en otras ocasiones.
Roberto Azpeitia y Nícolas Olin eran compañeros desde hacía cuatro años, y habían pasado prácticamente enteros los dos últimos en la frontera sur entre Bolivia y Brasil.
-Más vale que te acostumbres -le dijo Nícolas, deteniéndose junto a un gran tronco caído y dirigiéndole una sonrisa sincera -. Si te han mandado aquí quiere decir que los de arriba tienen planes para ti en sudamérica, y más concretamente en junglas como la que estamos cruzando. Siempre que salgas de ésta, claro.
Alma se detuvo a su lado, agradecida por esa pequeña parada por corta que fuera. Miró a Nícolas, le devolvió una sonrisa algo desencajada, y cogiendo aire retomó la marcha.

Alma de la Rosa Vílchis, nacida en Mazatlán, México, era una agente de la DEA desde hacía dos años, pero hasta hacía cuatro meses su función en la Agencia Antidrogas había sido más bien administrativa. Hasta que algo sucedió en Colombia y desapareció sin dejar rastro todo un equipo de agentes encubiertos que trabajaban en la província de Magdalena.
Los últimos informes que llegaron a la central de Mérida, donde Alma estaba asignada, decían que habían logrado situar el escondrijo de "Don Diego" junto al río Magdalena, tres días al sur de Barranquilla, cerca de una aldea casi despoblada llamada Cugotal o algo parecido. Después de ese último comunicado no hubo notícia alguna del equipo. O "Don Diego" o la jungla se lo había tragado.
Se esperó el tiempo estándar, dos semanas, antes de crear un nuevo equipo y dar por perdido definitivamente al anterior, junto con la mayor parte del trabajo que éste había desarrollado a lo largo de una operación en que se habían invertido siete meses y casi un millón de dólares americanos. Por fortuna tenían un destino, un punto marcado en un mapa, aunque nada aseguraba que su objetivo siguiera allí. Debían moverse deprisa.
El nuevo equipo debía estar formado por agentes que no hubieran operado antes en Colombia ni hubieran tenido contacto con la gente de "El Señor de la Guerra", cosa que limitaba bastante la elección de sus integrantes. Diego Leon Montoya Sánchez, como presunto líder del cártel colombiano Valle del Norte, tenía esbirros por toda Colombia, parte de Venezuela, el norte de México y en gran parte del sur de los USA, a lo largo de la frontera. El cártel Valle del Norte era considerado como una de las organizaciones narcotraficantes más violentas y poderosas de Colombia, y aparte de los muchos grupos armados bajo su mando, también contaba con la ayuda de los grupos paramilitares de la derecha e incluso, en ocasiones, de los rebeldes izquierdistas.
Alma era una opción obvia como componente del equipo. Experta en lucha cuerpo a cuerpo y una de las mejores tiradoras de la central de Mérida. Y lo más importante, no tenía experiencia práctica en operaciones de campo, así que era imposible que la relacionaran con la agencia.
La composición del resto del equipo trajo más de un quebradero de cabeza a los de Operaciones, pero la fortuna acudió a ellos en forma de dos agentes recién vueltos de Bolivia, donde habían completado con éxito una misión que les había mantenido dos años alejados de todo. Eran la elección idónea, y se podría decir que el destino les había devuelto a la agencia en el momento oportuno. A Roberto y Nícolas, los agentes en cuestión, no les agradó la idea de tener que volver a la selva cuando acababan de salir de ella, pero les ofrecieron un trato que no pudieron rechazar.
Diego Leon Montoya Sánchez se había convertido en un grano en el culo para el Departamento de Estado de los Estados Unidos, y estaban dispuestos a pagarles, a cada uno, un millón de dólares americanos por su captura. Además de asegurarles una prejubilación en algún lugar tranquilo de los USA con nuevas identidades cuando regresaran.
Desgraciadamente jamás llegarían a disfrutar de la recompensa.

La primera noche en la jungla Alma apenas pudo conciliar el sueño. Demasiados sonidos extraños rodeaban el claro donde se habían detenido para pasar la noche. Sus compañeros, en cambio, dormían como troncos. Les envidió al alba, cuando la despertaron para proseguir la marcha.
Roberto se le acercó mientras Nícolas y Pedro bebían café enlatado un poco más allá. No podían hacer fuego para evitar ser descubiertos, por lo que la DEA les había suministrado una gran cantidad de latas de acción reactiva, que al ser abiertas y entrar en contacto con el oxígeno, un componente químico en su interior reaccionaba de tal forma que calentaba su contenido al instante. Casi toda la comida que llevaban estaba en latas, al igual que el café que le ofreció Roberto.
-Parece que no hayas dormido nada -dijo él, y se llevó su lata de café a los labios.
-No estoy acostumbrada a todos esos ruidos -respondió ella, seca -. Me acostumbraré.
Roberto sonrió, volvió la cabeza hacia los demás y los observó unos segundos como si calculara la distancia que les separaba de ellos y la volvió a mirar.
-¿Quieres que te cuente un secreto? -comenzó, bajando el tono de voz -. Yo nunca me he acostumbrado.
Ella le miró, alzando una ceja.
-¿Entonces como...?
-Tapones -dijo él, mirando a los demás miembros del grupo por el rabillo del ojo y con una sonrisa pícara cruzándole el rostro.
Alma frunció el ceño.
-Nícolas tiene muy buen oído -se adelantó él. Parecía que le leyera la mente -. Ningún sonido sospechoso le pasa desapercibido. Vigila por los dos -añadió, guiñándole un ojo.
-Por ahora, prefiero intentar acostumbrarme. Si no lo consigo ya me agenciaré unos tapones como los tuyos -dijo ella, disimulando una sonrisa.
Nícolas y Pedro, a unos diez metros de ellos, guardaron las latas vacías y empezaron a cargar con el equipo.
-Una cosa -susurró Roberto al tiempo que se cargaba su mochila a la espalda -guárdame el secreto, ¿okey?
-Okey, pinche boludo. Tu secreto está seguro conmigo -respondió Alma asegurando los bultos que componían su equipo.
Pedro y Nícolas la miraron sorprendidos al verla pasar a su lado, adelantándose a ellos.
-¡En marcha, hijos de una chingada, "Don Diego" no les esperará eternamente! -gritó. El café enlatado podía saber a rayos, pero le había dado fuerzas para seguir adelante un día más.

El olor a muerte les advirtió de que habían llegado a Cugotal. Pedro se cubrió la mitad inferior del rostro con un pañuelo y siguió avanzando sigilosamente. Nícolas y Roberto le imitaron, y desenfundaron sus revólveres. Alma desenfundó también, consciente de que los lagrimones que inundaban sus ojos, causados por el ominoso olor acre que flotaba en la jungla, le impedirían usar el arma eficazmente. Pero sentir el pesado trozo de acero entre las manos le daba seguridad.
La aldea, si es que se podía denominar así a aquel grupo de casuchas hechas con ramas, hojas y barro, olía como el peor de los vertederos, y su aspecto era mucho peor. Alguien, posiblemente la guerrilla o un grupo de mercenarios contratados por algunos de los cárteles colombianos, había aniquilado a todos sus habitantes. Cuerpos de mujeres, niños, hombres y ancianos yacían descomponiéndose o siendo devorados por las alimañas allí donde habían caído.
Tras un rápido exámen de los cuerpos más cercanos, se percataron de que las heridas letales que presentaban no habían sido hechas con armas. Parecían mordiscos, y en la mayoría de los cuerpos trozos de carne habían sido arrancados. Roberto observó más detenidamente una de las marcas durante un minuto y se volvió hacia ellos. El color de su rostro había perdido el color y ahora estaba extremadamente pálido.
-Son mordiscos... -empezó a decir con voz débil, mirando de nuevo las marcas que cubrían buena parte del cuerpo del aldeano -Son mordicos humanos.
Alma no aguantó más y vomitó a un lado, sujetando el revólver contra las costillas.
Pedro se santiguó y retrocedió unos pasos, observando incrédulo el dantesco espectáculo que se presentaba ante ellos.
-No sabía que hubiera indígenas caníbales en éste país -dijo Nícolas, avanzando tranquilamente entre los cadáveres. Parecía que nada podía perturbar a aquel hombre.
-No los hay -dijo Pedro, sudando copiosamente -. Hay que irse, amigos. Hay que volver a la ciudad.
Roberto y Alma se incorporaron y apartaron la vista de los cuerpos, visiblemente afectados. Nícolas se detuvo junto a una casucha y observó a sus tres compañeros, que permanecían en la imperceptible linea que separaba la aldea de la jungla.
-¡Hay que irse! -gritó Pedro, y empezó a retroceder hacia la espesura.
-Aguarda -empezó a decir Roberto, en un susurro. Se aclaró la garganta y añadió: -No podemos irnos ahora. Tene...
-¡¿Qué no?! ¡Yo me voy! -le interrumpió el guía, y dándose la vuelta salió disparado hacia el oeste, huyendo de aquel lugar de muerte.
Alma y Roberto se miraron, perplejos.
Nícolas cruzó entre ellos a la carrera y desapareció detrás de Pedro, que se alejaba gritando algo que no comprendían.
-Sin él no saldremos de aquí -susurró Roberto, señalando lo obvio, y se lanzó detrás de los otros dos hombres. Alma los siguió, maldiciendo.

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