Los labios, como las tenues llamas de la última brasa en hoguera moribunda, se posan en tu piel. Cada fracción de segundo que pasa, el sabor cambia. Comenzó siendo dulce como un beso nuevo, pero se va tornando hacia el sabor angustioso de una despedida.
Suplicando al tiempo que sea benevolente y se detenga para que esto no siga, para que las palabras se mueran antes de brotar como semillas ahogadas por la excesiva lluvia. Que se pare. Que se pare porque no quiero ver lo que sigue.
Tac. El que viene tras el tic. Y los párpados tienen que levantarse y dejar las lágrimas caer. Ni sé, ni me importa, si las que siento mojarme son mías o tuyas. Pero mis labios aún se resisten a despegarse de tu piel.
Siento el sabor salado de tus ojos... y el beso termina de pronunciarse. Cualquier otro lugar me parecería mejor que continuar aquí sentado a tu lado, con la pena apretando su puño contra mi pecho y la angustia empañando los cristales.
Un beso lento como el romper de una ola en la arena de playa de ahí enfrente, agua que se extiende sin sentido sobre una arena que por mucho que acaricie no podrá tener consigo. Una caricia lenta de sal, como lo es ahora el reguero de las lágrimas.
Un adiós en silencio que el viento no puede arrastrar. Un beso lento que sabe a comienzo de amarga muerte inevitable.