-¿Quién eres?
-No deberías preguntármelo.
-¿Por qué?
-Porque tú ya lo sabes.
-¿Qué significa eso?
-Solo tiene un significado posible, ¿Por qué te empeñas en darle vueltas a unas palabras tan sencillas?
-Porque no sé quien eres, no comprendo estos sueños. Ni siquiera sé por qué me llamas.
-Eres tú quien me llama.
-Eso es imposible.
-No lo es… no para nosotros. Es tu voz la que me atrae hacia ti, como la mía te atrae hacia mí.
-¿Por qué no puedo verte si ya te conozco? ¿Por qué no tengo recuerdos de ti?
-Los tienes, como yo los tengo de ti, pero has cerrado tus ojos hacia ellos y lo que representan, no podrás verme hasta que los abras.
-Vuelves a hablar con enigmas.
-Así es como debe ser. Yo no puedo darte las respuestas a tus preguntas, debes encontrarlas tu solo y decidir que hacer con ellas.
-¿Podré conocerte entonces?
-Tú ya me conoces… me conociste… me conocerás….
-¿Cuando?
-Cuando llegue el momento.
-¿De qué momento hablas?
-El momento de tu destino… cuando abras los ojos y los dos podamos volver a llamarnos por nuestros verdaderos nombres.
-¿Nuestros nombres? ¿Qué significa eso, quien…. Quienes somos?
-Solo tú puedes responder a eso.
-¿Por qué?
-De nuevo me haces la misma pregunta.
-Necesito una respuesta.
-Pero yo no puedo dártela, eres tú quien tiene todas las respuestas, no yo. Pero no tengas prisa en descubrirlas, ahora hay alguien esperándote mucho más cerca que yo y sé que tú también los esperas desde hace tiempo, ve, despierta, yo seguiré estando contigo… como lo he estado siempre… como siempre lo estaré.
Jonathan se despertó justo entonces. Otra vez el mismo sueño, la misma voz llamándole desde la oscuridad, aquella oscuridad densa y asfixiante pero a la vez extrañamente familiar que lo había acompañado durante toda su vida. No estaba sobresaltado, aquellos sueños eran ya para él una rutina que venía sucediendo noche tras noche desde que podía recordar y la voz se había convertido en una compañera a la que empezaba a apreciar e incluso en la que parecía encontrar un alma afín que lo comprendiese. Por eso ni siquiera se había sorprendido al oírla hablar de ellos, estaba claro que la voz, “ella” como él había empezado a llamarla conforme se había hecho mayor, le conocía incluso mejor que él mismo y, de alguna forma, esto lo reconfortaba en lugar de preocuparlo pues le permitía al menos tener una esperanza para llegar algún día a averiguar las respuestas a todos aquellos enigmas. Respuestas que, con suerte, lo ayudarían a comprender mejor el por qué de su “peculiar” existencia.
Pero como ella había dicho, aquel no era el momento para pensar en eso y decidió apartar la oscuridad de su alma de su mente por un momento mientras se enderezaba en su asiento del vagón y dirigía la mirada hacia la pequeña ventana a su derecha esperando que la luz lo despejase por completo.
El tren viajaba despacio, la vieja locomotora de vapor que recorría la casi abandonada línea entre Lusus y Tírem había visto ya demasiados inviernos y la sobrecarga que llevaba ese día hacía crujir sus desgastados tornillos mientras arrastraba a sus vagones por la cambiante llanura de la frontera. Las tierras áridas de Lusus habían quedado atrás hacía unas horas, sus desiertos de ardientes arenas doradas habían ido dejando paso a páramos de tierra seca y resquebrajada que ahora se transformaban en verdes praderas de hierba conforme se adentraban en las fértiles tierras del reino de Acares.
Jonathan miró el paisaje ensimismado, dejando que la visión de la belleza que su tierra natal poseía en comparación con los áridos desiertos entre los que había vivido durante los últimos cinco años llenase de nuevo su mente de recuerdos. Incluso el melancólico cielo cubierto de nubarrones que podía ver a través de la débil neblina exhalada por la locomotora en su lenta marcha le parecía reconfortante ese día.
-Lluvia-. Fue su primer pensamiento. Hacía cinco años que no la veía y no pudo evitar sonreír al pensar en la fantástica bienvenida que aquella tierra en la que había crecido le estaría ofreciendo si lo recibiese con ella. Y esto aumentaba aún más su impaciencia por llegar a su destino y abandonar aquel tren en el que todavía podía notar el calor y la penetrante sequedad del aire de Lusus. Algo que, por suerte, parecía que pronto sucedería.
Mientras Jonathan seguía observando las maravillas naturales de su antiguo hogar, la puerta de su departamento en el vagón se abrió y el roce de la vieja puerta de madera al deslizarse entre las láminas de las paredes para abrirse lo hizo girarse inmediatamente hacia ella.
Se trataba del revisor, un hombre no mucho mayor que él, tal vez de unos veinticinco años, vestido con el característico uniforme azul oscuro del ferrocarril con bandas negras rematando las mangas y varios botones plateados adornando la chaqueta. El hombre sonreía amablemente, algo inusual entre los de su profesión que hizo suponer a Jonathan que se trataba de alguien nuevo en aquel oficio, alguien todavía no lo suficientemente hastiado con su rutina como para mantenerse de buen humor incluso en el trabajo. Aunque esto pronto carecería de importancia ya que la sonrisa de aquel hombre desaparecería por completo al mirar a Jonathan, y esto, a decir verdad, era algo con lo que este último ya contaba.
Jonathan no era alguien corriente, lo sabía, y precisamente por eso había elegido viajar en un vagón en el que pudiese estar completamente solo, pero parecía que aquello no había sido suficiente. Desde pequeño su aspecto había sido siempre peculiar, su pelo carecía por completo de pigmentos y su color completamente blanco le daba una apariencia extraña, lo que se veía acentuado aún más por el hecho de que jamás había podido hacer nada por cortárselo. Por alguna razón que nadie había podido descubrir hasta entonces, sus cabellos crecían por si solos cada vez que alguien los cortaba y en apenas segundos recuperaban la longitud anterior, dejando siempre de crecer a la altura de su cintura. Esto no suponía problema alguno para él, pero unido al extraño color de estos sus cabellos siempre lo habían convertido en alguien que no pasaba desapercibido allí donde fuese. Pero este no era realmente el mayor de sus problemas.
Por curiosa que su larga melena plateada pudiese parecer, esta no era nada en comparación con lo que realmente había alarmado al revisor y le había borrado de inmediato la sonrisa: sus ojos. Al igual que sus cabellos, los ojos de Jonathan presentaban un color inusual y la intensidad del rojo rubí que teñía el iris de ambos era tal que parecían incluso brillar como dos pequeñas joyas ardientes. Lo que, por supuesto, no resultaba en absoluto tranquilizador para nadie que lo mirase.
Acostumbrado ya a aquellas reacciones, Jonathan saco con calma su billete de uno de los bolsillos de su gabardina y se lo ofreció al empleado del ferrocarril. Visiblemente impaciente por marcharse de allí, el revisor lo cogió, lo selló como correspondía y le anunció que llegarían a la estación de Tírem en apenas unos minutos. Hecho esto, cerró de nuevo la puerta y el joven pudo oír sus pasos alejándose rápidamente de allí mientras notaba como la velocidad del tren disminuía gradualmente, prueba inequívoca de que al fin estaban llegando a su destino.
Jonathan volvió la mirada hacia la ventanilla en ese momento. La silueta de Tírem se perfilaba ya en la distancia y sus recuerdos se fundieron con las imágenes reales durante unos segundos al verla emerger entre el mar de hierva de las praderas como un gigantesco bastión de roca. Sus majestuosos muros repletos de arpilleras y torres de defensa mostraban todavía la gloria de antaño, pero para él no eran más que una débil ilusión que ocultaba la realidad de aquel lugar al que llamaba su hogar.
Tírem había sido una gran fortaleza en sus días de gloria, un infranqueable puesto fronterizo construido durante él esplendor de los Rashid como centinela del paso del Este en previsión de un posible ataque a Ramat. Ahora no era más que un fantasma de todo aquello, un cascarón vacío y resquebrajado por el terrible poder de Árgash en cuyo interior se alzaba una pequeña y humilde ciudad de campesinos y ganaderos. Su única institución relevante era el orfanato, una escuela militar construida bajo los planes del viejo soberano Acares y que, como tantas otros en incontables ciudades, continuaba con su labor recogiendo y educando a los niños de la guerra, aunque ya bajo un patrón y con un fin distinto.
El también había sido uno de aquellos niños. La ennegrecida torre hexagonal que sobresalía entre las murallas de la ciudad con sus doce agujas de acero coronando cada vértice y apuntando al cielo como una gigantesca corona le eran más familiares que cualquier otro lugar en el mundo pues en él había pasado la mayor parte de su vida, pero aquel no era el motivo por el que había vuelto, aunque este si guardaba cierta relación con él.
Mientras el tren recorría los últimos centenares de metros hacia su destino, Jonathan sacó una carta de su bolsillo y la miro con una sonrisa melancólica desdoblándola lentamente, con cuidado como si aquel sencillo trozo de papel fuese un pequeño tesoro. Y para él así era.
En ella podía verse la escritura de dos personas completamente distintas. Una primera escrita por una mano nerviosa, de palabras apretujadas y trazos simples pero cargados de sentimiento, las palabras de alguien impulsivo e impaciente que apenas podía contener su alegría mientras escribía aquella carta pidiéndole que volviese. La segunda parte, escrita con más calma y con letra mucho más clara era la obra de alguien mucho más paciente y serio, alguien que compartía los mismos sentimientos pero los expresaba con mucha más tranquilidad dándole no solo las buenas noticias sino también algunos datos sobre el día y la hora a la que lo esperarían. Según aquella carta ellos llevaban ya esperándolo un par de horas debido al retraso del tren y sabía que esto no le haría mucha gracia a ella, pero aquello no lo preocupaba en absoluto. Al contrario, solo pensar en lo que los desgraciados empleados de la estación debían estar sufriendo en aquel momento intentando darle explicaciones lo hizo sonreír de nuevo mientras se ponía en pie para salir al pasillo. El tren ya casi se había parado y no quería perder más tiempo allí.
Con calma para no llamar demasiado la atención, recogió su arma que descansaba apoyada junto a la ventanilla, la ocultó bajo su gabardina colocándola en su espalda y salió esperando no encontrarse con nadie más. El pasillo estaba vacío y las puertas de los demás apartados del vagón estaban cerradas, algo normal teniendo en cuenta que la mayoría de viajeros se dirigían a Ramat y no a Tírem y que a él le resultaba especialmente conveniente en esta ocasión. Con paso tranquilo pero firme, atravesó el pasillo de madera del vagón dirigiéndose a la puerta delantera y sujetó su pomo justo en el momento en que el tren se paraba por completo y sentía el pequeño empujón de la inercia invitándolo a seguir avanzando.
Con el tren ya detenido, Jonathan no esperó siquiera las órdenes del revisor y abrió la puerta para salir de una vez de allí. La estación estaba llena a rebosar de gente y en ella reinaba un alboroto que habría hecho vibrar los oídos de cualquiera, pero en aquel instante Jonathan estaba tan lejos de todo aquello como alguien que se encontrase a kilómetros de allí y simplemente se apartó unos pasos de la puerta para evitar los empujones de los viajeros mientras sus sentidos se dejaban envolver de nuevo por el dulzón aroma de las praderas que le daba la bienvenida a su hogar.
No llovía todavía, pero tampoco importaba. El solo mirar a aquel hermoso cielo nublado bastaba para reconfortarle y la fresca brisa que acariciaba su rostro lo hacía sentir de nuevo vivo, una sensación que había olvidado hacía tiempo. Pero no era solo esto lo que lo había traído hasta allí, había algo mucho más importante y su atención pronto se desvió hacia la muchedumbre que se agolpaba en el andén para buscarlo.
La estación de Tírem no era muy grande, por ella pasaba solo una línea de ferrocarril y contaba con un único andén, si este podía llamarse así puesto que era poco más que una destartalada plataforma de madera de un centenar de metros de longitud por medio de altura cubierto por un desconchado tejado de pizarra cuyas viejas láminas parecían haber empezado a caerse hacia años tiñendo la vía y los alrededores con su intenso color negro. Aquel día, sin embargo, la estación estaba completamente llena debido a la afluencia de jóvenes graduados que ese día abandonaban al fin el orfanato y, cómo él y aquellos a quien esperaba, dejaban la ciudad para emprender una nueva vida ahora que al fin eran libres para decidir por si mismos.
Podía comprender su impaciencia, los orfanatos lo habían alejado de lo que más quería durante cinco largos años y solo ahora que los tres se habían graduado podían al fin volver a encontrarse. O al menos así sería si conseguía encontrarlos en medio de aquella multitud o, cómo finalmente sucedería, ellos lo encontraban a él.
Mientras Jonathan observaba la marea de jóvenes que se agolpaban junto a las puertas de los vagones, su mirada se centró de pronto en la familiar silueta de una muchacha que corría entre la multitud abriéndose paso a empujones y la siguió hasta que esta salió al fin al pequeño espacio vacío que se había formado a su alrededor y se detuvo frente a él, jadeando y tratando de recuperar el aliento para poder hablar, pero sonriendo con una alegría que hacía brillar sus grandes ojos verdes como las maravillosas esmeraldas que recordaba.
Apenas podía reconocerla. La adolescente con cuerpo todavía de niña que conocía se había transformado en una hermosa joven cuyas esbelta figura se había moldeado con los años transformando las delicadas curvas de aquella niña en las insinuantes formas de una mujer que su ropa no conseguía ya disimular por completo. Sus otrora cortos cabellos color cobre formaban ahora una larga coleta a su espalda casi hasta su cintura y su todavía infantil rostro era aún más bello ahora que sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas por la carrera.
Y tras ella, con la misma calma que el recordaba, otro joven de rasgos curiosamente similares a aquella muchacha pero ojos mucho más oscuros salió también de entre la multitud y se detuvo a su lado mirándolo con una amistosa sonrisa que dejaba claro que ellos si lo habían reconocido enseguida.
Al verlos a los dos, Jonathan no tuvo ya ninguna duda y se acercó a la muchacha hasta estar apenas a un paso de ella. En ese instante, sonrió de nuevo y la cogió suavemente por los hombros al tiempo que dejaba que los rubíes de sus ojos se encontrasen con las esmeraldas de los de ella e hizo una única pregunta.
-¿Jessica?
La respuesta fue inmediata, y tal y cómo él había esperado. La sonrisa de la muchacha se transformó de golpe en una burlona expresión de seriedad y esta ladeo la cabeza mientras lo miraba.
-Claro que soy yo. ¿Es que ya no me reconoces…. Hermanito?
Jonathan sonrió de nuevo al oírla, dirigió una nueva mirada hacia su viejo amigo Álbert, volvió a mirar a Jessica y la abrazó sin decir una sola palabra más mientras ella sonreía devolviéndole también el abrazo. Felices al fin de haberse reunido y de que, tras cinco largos años de ausencia, los tres hermanos estuviesen al fin juntos de nuevo para comenzar aquella nueva vida.