Se llamaba Sara, había sido mi mejor amiga en la universidad y fue quien me enseñó a volar. Tenía 17 años cuando sin pena ni gloria me aceptaron en la Complutense de Madrid.
La conocí el primer día en la presentación de Antropología social, llevaba unos vaqueros rasgados, una camiseta de malla negra y un piercing en el ombligo y en la lengua. Aún recuerdo el sabor de la envidia cuando a vi entrar en el aula. Esa muchacha vestía las curvas que yo no tenía y no sólo eso sino la fortaleza y la decisión que yo había añorado toda mi vida, sobretodo teniendo en cuenta que tardé 10 primaveras en hacerme el agujero en la oreja derecha tras un traumático intento a los doce años.
Yo había escogido un sitio estratégicamente situado, alejado del bullicio y cerca de la puerta por si la asignatura requería una escapada de urgencia. La puerta se entreabría continuamente bajo un goteo incesante de alumnos despistados. Con aire altanero de “aquí vengo yo” y mirando a la gente con indiferencia fue sorteando las mesas hasta que encontró un par de caras conocidas y se sentó con ellas tres filas detrás de mí.
No llevaba el profesor ni cinco minutos explicando el temario de la materia en cuestión cuando detrás de mí oigo una divertida vocecilla tarareando la versión japonesa de Heidi. Con aire burlón y mascando chicle, Sara ya había catalogado la asignatura como ‘insufrible’ así que me gustaría decir que me uní a la fiesta y que pasé dos horas riéndome del atolondrado profesor. Pero en vez de eso recordé mi predisposición a tomarme las asignaturas en serio para poder acabar la facultad lo antes posible y poder ponerme a trabajar enseguida para poder volar del nido paterno, así que me armé de valor, me di la vuelta y así es como hice uno de los mayores ridículos de mi vida universitaria. Quién me diría a mí que no pasarían ni tres semanas antes de tomar la decisión de abandonar las soporíferas clases de antropología y menos de un mes en que Sara y yo pasásemos a interpretar a versión universitaria de Telma y Louise. Yo le mostré la sutileza del saber estar tantos años adquirida en las Reparadoras y ella el arte del saber vivir.
No sabía a colmo de qué estaba reviviendo los mejores años de mi vida, hacía mucho tiempo que Sara había pasado a formar parte de mi pasado y nuestra separación era un capítulo olvidado en la memoria. Durante la facultad las dos habíamos tenido un número considerable de novios y amantes, la base de nuestro éxito era que nunca nos enamorábamos de ellos, así que por encima de todo estaba la amistad entre nosotras, y aquel que no estuviese de acuerdo, “bye, bye, love”.
Lo que viene a continuación es lo que todos estáis imaginando, una de las dos conoció a alguien especial que nos separó para siempre, dando comienzo a una nueva etapa de nuestra vidas. El día en que Sara contrajo matrimonio dos años después de dejar la facultad me sentí traicionada, y volví a revivir ese sentimiento agridulce que hacía que la envidia insana corriese por mis venas a gran velocidad. Intenté comentarla lo que sentía, pero era inútil, el daño ya estaba hecho, y lo peor de todo, ella era feliz, así que poco podíamos hacer. Derramé algunas lágrimas y eché tierra de por medio. Desde entonces no he vuelto a saber nada de ella.
Definitivamente era el agua y la distancia lo que me hacían pensar en ella. La incertidumbre de un futuro distorsionado me hacía vislumbrar que por segunda vez en mi vida tomaría un camino que no controlaba en absoluto. Sentí miedo, sentí que la sangre bombeaba el corazón con fuerza y éste en un alarde por querer salir, golpeaba la caja torácica en un ritual rítmico que me impulsaba a apretar los dientes para evitar que mi corazón escapase por la boca. Decepcionada, me di cuenta del absoluto fracaso que habían sido los últimos años de mi vida. Con esperanzas de que este nuevo cambio fuese para mejor.
Tres horas conduciendo y la coca cola empezaba a hacer efecto, el calor del radiador, el zigzag de los limpia-parabrisas, el ronroneo del motor, el retozar de la lluvia por los cristales y la soporífera línea blanca, un parpadear cada vez más frecuente, y de nuevo, la línea blanca cada vez más borrosa. Por un instante mi cabeza colgó inerte de mi cuello, una cabezada, un pitido, las luces de un todoterreno, un volantazo, fuera. Con el coche perpendicular a la mediana recobro el sentido, el nerviosismo vuelve a ser el conductor de mis sentidos. El pulso acelerado dispara la respiración entrecortada, que difícilmente me deja reaccionar ante lo ocurrido.
Por el retrovisor veo alejarse el coche que acababa de significar ángel y diablo en una fracción de segundo. Necesito un descanso, cojo el primer desvío y a la salida cruzo la carretera por un puente elevado, entrando en una gasolinera.
Después de llenar el depósito me siento en la barra de la cafetería, un camarero bastante desaliñado y con pinta de aburrido hace un intento por conversar conmigo –Su cara me suena, ¿ha pasado antes por aquí?- sin darme cuenta de la importancia que esas palabras tendrían en el futuro respondí secamente –Una cocacola light, por favor y un croissant- suficiente para frenarle en su intento. Aún faltaban dos horas para llegar a mi destino y a ritmo quizás tres, no puedo entretenerme doy un trago largo a la coca cola, cojo el croissant, pago y me voy.
Con renovadas energías subí al coche, deje la ventana entreabierta, puse la música a todo volumen e inconscientemente sin comprenderlo muy bien empecé a pensar en el tipo que hacía dos noches me había llevado a la cama. Era mono, educado, con clase y a pesar de ese look forzado y egocéntrico que le hacía posicionarse superior a los demás, tenía don de gentes. Me di cuenta en cuanto entró de que no era el típico joven que ansiaba la estabilidad de una pareja para crear una familia, era más bien un 'carpediem' de los que aprovechan las oportunidades que les brinda la vida.
Se acercó hacia mí contoneándose con aires de bravucón, haciendo bromas halagadoras y comentarios ingeniosos para satisfacerme. La verdad, sabía como hacerlo. Lo catalogué como un zalamero profesional que buscaba las palabras adecuadas para un cortejo, y él las encontró. Una cara diferente, una mirada profunda ...¿por qué no darse una alegría al cuerpo? Teniendo la sensación de que no pararía hasta que consiguiera sacarme un “te quiero” en la primera noche, le callé con cortesía y le invité a mi hotel.
Podría haber sido más amable y tomarme la molestia de conocerle más a pecho, seguramente nos compenetrábamos muy bien, pero estaba cansada, así que decidí andarme sin preámbulos, ignorar ese aire altanero que le hacía muy seguro de sí mismo y acordándome de un consejo que me había dado Sara durante las primeras frases de entrenamiento en un pub irlandés, ‘cuanto más te conozca un hombre menos se interesará por ti y el día en que descubra todos tus secretos, buscará nuevas inquietudes’, y ciñéndome a tan sabios consejos opté por comenzar. Con la delicadeza de un cisne y la destreza de una geisha comencé a desnudarle en un reto por comprobar si era el casanova que cacareaba. Había sido una noche desconcertante y satisfactoria, y ahora la echaba de menos. Estaba cansada, sucia, acojonada...
Casi tres horas más tarde llegaba Madrid, entraba en la M30, cogía la salida a Concha Espina, en Príncipe de Vergara encontré el NH donde solía hospedarme cuando viajaba en Madrid, le di las llaves al portero y cogí el móvil y la bolsa de viaje. El frío cortante helaba mi cara y agrietaba mis labios. Entré para pedir una habitación, pero primero dejaría un mensaje a mi madre en el contestador, seguramente se preocuparía al volver a casa si no lo había hecho ya. Al marcar el teléfono sonaron seis pitidos y saltó el contestador. El teléfono se apagó, me había quedado sin batería y había olvidado el cargador en la mesilla de noche. Saqué el monedero y fui a una cabina, le dejé un mensaje diciendo que estaba de vacaciones improvisadas, que estaba sin móvil y que ya la llamaría mañana.
Fui a mi habitación, me quité la ropa, las cadenas, los pendientes y los anillos y entré en las frías sábanas que poco a poco se fueron calentando con el calor de mi cuerpo. Después de tres horas de darle vueltas a la cabeza quedé profundamente dormida. No sabía lo que me esperaba mañana, mañana sería otro día.