Margaritas amarillas y otras flores
En esta época del año las mañanas son frías en Salamanca. Cada sol se alza reticente como si fuera la última vez que fuera a mostrarse; el viento acuchilla piel y carne y se embriaga sin piedad de mis descalcificados huesos. Amanece.
Esta mañana prendiste en tu cabello un alfiler oro y nácar, no sé si lo hiciste por mí, pero lo cierto es que me hace recobrar la esperanza de que la vida pese algo más de veintiún gramos. Sonríe mi corazón cuando cae en la cuenta de que el día de hoy florece hasta el éxtasis por una sola de tus miradas profundas, inconmensurables. Gracias por el gladiolo.
La tarde amarilla se cuela a escondidas en mi habitación, trae consigo el perfume de tus letras difíciles; sin remedio arden las paredes y el techo. Mis ojos describen el terror y la lejanía de los abismos interiores; intento apagar el fuego arrojando mis palabras, pero es como usar cubos de gasolina. Así que me resigno a las llamas y aspiro profundamente una vez más del sobre encantado: “Para Moncho” (la verdad es que nunca ha habido demasiadas cosas para Moncho); yonki de tu ausencia, veo como se esconde la suerte negra, tras la falda de lunares de una Fortuna más dicharachera que de costumbre.
La noche, como siempre, tarda en llegar; han pasado los años y sigo al borde del suicidio en cada punto y a parte: ¿será la niña de Badajoz quién descubra los secretos de mi desierto de ánimo? Yo por lo pronto, me pasé una madrugada (y media tarde) de Febrero de un lejano 2004, desgajando dolor a dolor, las pérfidas agujas que adornan hirientes, la pálida cobertura que da hogar a mi alma y prisión a mi espíritu.
Resbala por la fachada de la Casa de las Conchas la Noche de los Tiempos, y se desploma en el suelo fatigada de aguardar su turno, soportando los caprichos del astro rey; ¿cómo no tomarla como un guiño del cielo? En la oscuridad esculpí entre los segundos mis silencios más sinceros, tú me mirabas como si fuera el primer y último hombre bajo las estrellas (eso no se olvida); algunas veces se descubre el final feliz del cuento a mitad de narración: ¿no crees?
Vivo cada estreno diario, con la pasión ciega de un niño: “El cine es mejor que la vida, porque en las películas las cosas son como tienen que ser”. Por eso mismo siempre quise ser cineasta.
Un Beso.