Laura estaba caída en soledad en la ducha. El derrame insonoro del agua recorría su piel sacada de un tejido como el algodón, en una piel suave, joven e inherente a la belleza. No era la primera vez que ocurría. El nerviosismo y el cansancio de sus movimientos, al salir de la ducha, pertenecían a una escena preámbulo de una historia triste.
Con sus ligeros dedos se dedicaba a cubrir las ojeras con un maquillaje espeso. El espejo que miraba delataba la noche de reflexión sufrida. Tantas ideas, tantas preguntas y ninguna cosa clara. Se miraba al espejo y esparcía el maquillaje mientras cerraba sus ojos. Pensaba a sí misma: “nadie lo entiende”. Desabrochó su neceser en busca del rímel, lo desenroscó y entre los grumos salía el pincel que iba a perfeccionar aquellas pestañas de princesa.
Se volvió a mirar en el espejo, rímel en mano predispuso sus pestañas para que corriese, mientras, pensaba “la gente no tiene ni idea”. Tras acabar, tendió sus manos en el borde del lavabo y suspiró para, esta vez, susurrarse “todo me ocurre a mi”.
Recogió su pelo apretando con fuerza la goma que sostendría aquella coleta. Esa fuerza demostraba su pecado de amar; tanta pasión para que el recuerdo triste de los otros acabasen martirizándola con el tiempo. De hecho, de su cabeza emergían los buenos momentos que pasó con aquel, con este o con él. Que, aunque ninguno la creyese, ella se preocupaba por ellos, cada uno en su debido momento pero su cabeza estrujaba su corazón frágil rompiéndola a llorar.
Sus labios, recién pintados, besaron y fueron besados con amor.
Arreglada, se dirigía a la cocina pasando desapercibida para el desayuno, abría la ventana y se colocaba cerca para fumar el primer cigarro de la mañana. La niebla del amanecer cubría el paisaje que podía ver. Esa niebla ayudaba a Laura recordar la imagen de Ángel sentado junto a ella en la misma ventana.
Ángel le enseñó muchas cosas, de todas las relaciones sacaba lo bueno pero él fue el primero que robó su corazón y lo apreciaba más de lo que él nunca jamás creyó. El primer amor desenvuelve tu inocencia y te hace a la misma vez más dura de corazón o, como ella le pasaba, se te vuelve a enrollar para la siguiente historia dejándote como aquella niña pequeña que quiere jugar a amar con ilusión. Todo acabó en ese mismo recuerdo cuando ella, vacía por falta de magia, la relación se quebró. “¿Y así se acaba esto, verdad?” “Me has roto”, “he sido muy feliz contigo”, “nunca te olvidaré”, “te echaré de menos”. Verlo así mató el corazón de Laura en mil pedazos porque recordó las noches de la semana anterior a ese día, aquellas noches en vela llorando para darse cuenta que no había magia que emerger.
Lo mejor para calmar el aliento áspero que le dejaba ese cigarro eran los dos chicles que se tomaba justo después. Se sentó en el sofá, encendió la tele para no ver nada y tocó esperar la hora del tranvía.
En la ventana, se podía ver como la niebla se rompía con los primeros rayos de un sol tímido, fiel reflejo de la situación de Laura. Esa ventana, esa niebla rota y ese frío de la mañana recién entrada, daban homenaje a la soledad que había vivido en sus relaciones. La incomprensión, la tristeza, el cansancio y la confusión eran la orquesta de su cabeza.
Miraba de reojo al infinito que le ofrecía la ventana, no podía evitarlo. Masticaba el chicle y dejó de masticarlo cuando la imagen de Ángel, sentados en el mismo sofá, emergió de nuevo pero esta vez con la pregunta que le hizo a ella “¿Por qué Laura?”
Laura vistió su chaqueta que engordaba su escuálida figura. De nuevo, se miró al espejo colocándose su bufanda con capucha, resguardando del frió el recogido que tenía su pelo. La cara que dejaba al descubierto era la de un rostro con perfil sencillo: mofletes rechonchos que daban margen a unos labios hermosos coloreados de un rojo pasión. Unos ojos infinitos que empequeñecían al sonreír.
Llegó la hora de su tranvía.
En aquel tranvía todos andaban callados menos la cabeza de ella. El sol se rompió y con la lluvia ahogó el tranvía durante el trayecto. Los cristales se nublaron con el vapor y de allí vino otro recuerdo. El recuerdo de Ignacio, el segundo de su vida al que ella misma prometió, a su propio corazón, no errar como la anterior vez. Ella se dedicó mucho a este chico, tanto que Ignacio nunca valoró lo que realmente tuvo hasta que la perdió porque se quedó con la última imagen de ella. Se quedó con aquellas palabras rotas, con aquella frase triste, con aquella escena débil y fría por una Laura, una vez más, sin entender. El amor se les murió. Era un dar todo por nada, un plan estropeado al tiempo y una ilusión rota por un miedo. El miedo a reconocer que se estaban equivocando y que su fecha había llegado.
Con Ignacio demostró su elegancia e intentó dejar aquello de la mejor manera posible o por lo menos sin hacerle el daño tan seguro que estaba por dar. Mientras Ignacio decía “Te odio” enmascaraba un “Te amo”, mientras Laura decía “puedes contar conmigo” lo enmascaraba en “me importas más de lo que crees”. Envolvemos las palabras con lo que no queremos decir, enseñamos con nuestros sentimientos lo que de verdad no sentimos y enmascaramos una bonita realidad con el pretexto de que alguien nos hará daño.
La crudeza de aquella imagen reventó el corazón de Ignacio. Al igual que la cara de Laura. Su cara se convirtió en una máscara que retenía cualquier río de lágrimas, haciéndola parecer escandalosamente difícil, mala y fría pero, mientras por dentro, estaba rota en mil pedazos mucho antes que el propio Ignacio. Ignacio se quedó con esta imagen de ella para siempre.
“¿Por qué Laura?”
Salió del tranvía y sólo quedaba recorrer aquella calle hasta el encuentro con David, su actual amor. En ese recorrido, rota en mil pedazos por dentro por lo que iba a suceder quería saber si la noche anterior había servido para algo, qué debía hacer, cómo podía decirlo, qué tenía que responder y que no. Algo claro que tenía ella era hacer lo de siempre, a lo mejor estaba equivocada pero se prometió nunca responder al porqué. Podía hacer más daño del que estaba haciendo. Ser princesa en este mundo significaba no poder decir la verdad, quería ser buena persona y si había que sacrificar dando el resultado de la anterior vez lo haría, aunque, Laura volvería a ser esa chica fría y extremadamente difícil de entender.
Allí se encontraron.
La escena se esfumó en aquella calle. Un chico triste volviendo a casa y una chica cogiendo el tranvía también para volver. Un chico con un fuerte dolor, frustrado, sin entender nada y una chica con el corazón partido en mil pedazos. Una imagen que no quería dar pero que sin embargo la daba. Se convirtió en otro recuerdo de vapor que atormentaría a la princesa del mundo que no entendía estas historias.
El porqué era el reflejo de las historias de amor que se centran en la víctima que es dejada pero que ninguna de ellas habla de la que toma la decisión, de la que está semanas anteriores en un sin vivir, sin saber qué hacer dando vueltas en la cama, llorando al parecer sin razón, sin razón que flota entre lágrimas para dar fin a la historia. Es difícil colocar para alguien el sol en la noche y la luna en el día, mezclarle las nubes en el cielo despejado que creaste con él, quitarle las estrellas de su noche para ponérselas al día, prometerte que no lo volverás a hacer y tu religión se desmorona cuando ves las lágrimas en el otro, pareces fuerte, pareces increíblemente fría pero por dentro está muriendo la parte que confiaba en ti misma y sólo el perdón del tiempo te lo hará olvidar.