Ese día, como otro cualquiera, decidí salir fuera... sin rumbo fijo. Siempre me decías que estaba loca, que tanto paseo no podía ser bueno, y que la pobre perra acabaría hartándose de mis largas noches de verano.
“Cualquier día te van a dar un susto”, me decía todo el mundo, pero a mi me daba igual, me encantaba perderme en la oscuridad de las sendas, disfrutar de ese olor del romero al anochecer, que mezclado con la fragancia de la lavanda, hacían tan agradables mis caminatas.
¿Qué podía pasar? Nada… estaba segura, ella me acompañaba en todo momento, mi fiel amiga de cuatro patas… además, cualquier riesgo merece la pena por contemplar ese brillo de las estrellas imposible de apreciar entre las farolas de esos hogares a los que llamamos ciudad.
Nada podía pasar… ¡si me acompañaba la luna! Tan chiquita como mis temores, tan grande como mi inocencia… -¡Estás loca!- Me decías.
Nada podía pasar... pero esa noche se apagaron las estrellas, se acabó el camino que me llenaba de vida… aquella triste sombra... aquella voz oscura… me separó para siempre de mi senda bajo la luna.