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Yo era, hasta hace poco, un hombre normal: mi casa, mi trabajo, mi mujer, mi suegra, etc..
Tengo 32 años y mi mujer, Rosa, 29. Hace poco que nos casamos, así que no tenemos hijos y como la casa es bastante grande, a Rosa se le ocurrió la brillante idea de traer a su madre, una señora de 53 años, de muy buen ver, pero insoportable, a vivir con nosotros. Era, supongo, como la mayoría de las suegras de este mundo. Una tía pesada, metomentodo, cotilla,... En fin, nada fuera de lo normal.
Se me hacía cada vez más difícil estar en casa con ella, así que, muchas veces, al salir del trabajo, me entretenía en el bar con los amigos o me iba a dar un paseo, con el único propósito de acortar el tiempo de compartir casa, cena y charla con ella.
Rosa es muy buena y se deja influir mucho por su madre y, como la quiero mucho, me dolería romper sus relaciones. Vamos que, en cierto modo, yo era un mártir sacrificado para no romper la poca armonía que nos quedaba. Además, como Rosa también trabajaba todo el día, Lola, que así se llama mi suegra, tenía la casa siempre impecable y estaba todo apunto en cualquier momento.
El principio de esta historia se debe, principalmente, a tres hechos que el destino quiso hacer coincidir en el tiempo. Uno, que yo me quedara temporalmente sin trabajo por remodelación de la empresa. Otro, que el jefe de Rosa abriera una tienda nueva a 200 kilómetros y tuviera que estar ella el primer mes. Y, por último, que mi suegra se cayera por la escalera de la casa y se rompiera un brazo y una pierna.
Ni que decir tengo la alegría que sentí cuando vi el panorama que la casualidad me había presentado. No solo convivir todo el día con esa bruja y, además sin Rosa, sino que encima tendría que cuidarla. ¡¿No se podía haber abierto la cabeza?!.
Pero como, en mi vida, todo se ha ido planteando casi como un reto constante y nunca le he temido a nada, excepto a ella, lo tomé como la última prueba a la que Dios me sometía, así que cerré los ojos y abrí las agallas.
Mi suegra yacía casi todo el día en la cama, la nuestra, ya que, por idea de Rosa, estaría más cómoda en una cama grande y en una habitación más luminosa y con televisión y más cerca del baño que, gracias a Dios, también estaba en la parte de arriba.
Yo me trasladé a la suya, haciendo acopio de valentía y tratando de no ser supersticioso y sin darle mayor importancia. Además era la que quedaba más cerca de la nuestra y podía oírla si me llamaba. Y así, sin más, empezó mi calvario.
Los primeros días, no sé si por discreción, miedo o, tal vez, por vergüenza, no precisó mucho de mis servicios y yo podía estar abajo haciendo mi vida; ver la tele, leer, jugar con la consola, escribir o jugar con el ordenador, que me entusiasmaba.
Me limité a hacer la comida, llevársela, acompañarla al wc, etc..
Con un brazo podía coger la muleta y pasear un poco por el pasillo de arriba, así que no me molestaba mucho. Tampoco hablábamos casi nada, ya que al no estar Rosa, no teníamos punto de referencia y nos limitábamos a comunicarnos lo justo.
Un día, ya tarde, me dijo que se tenía que duchar como fuera y me pidió que le pusiera las mangas de plástico que le proporcionaron en el hospital a tal efecto. Le puse la manga en el brazo mirando lo menos posible, aunque, por lo poco que pude ver, llevaba sujetador debajo del camisón. Ningún problema. Luego me dispuse a ponerle la protección en la pierna. Ya fue un poco más complicado, porque a pesar de que ella intentaba ayudar, necesitaba el brazo bueno para recogerse el camisón mientras levantaba la pierna. De todos modos fue inevitable que yo creyera haberle visto las braguitas de refilón en algún momento y tampoco le di importancia, porque lo que más me había sorprendido era ¿cómo, a sus cincuenta y tres, podía tener la piel tan suave y una pierna tan bonita?.
El caso es que, una vez terminada la faena, la acompañé al baño y allí la dejé. No sé cómo entró en la bañera, ni cómo pudo enjabonarse, ni cómo se secó, ni cómo salió, pero el caso es que lo hizo y, al rato, me llamó para que le quitara las mangas y otra vez la misma operación al revés. Quizá por el cansancio del baño o por la confianza de haberlo hecho un rato antes o las dos cosas, con el albornoz no tuvo tanto cuidado y, cuando levantó la pierna, le vi las bragas. Para mi sorpresa, no eran las típicas bragas de suegra que uno pueda imaginar, hasta la cintura, esas bragas de vieja que son como de cartón. Llevaba unas braguitas blancas de esas de encaje. Tan pequeñas como las de rosa. Se apreciaba claramente el oscuro del vello entre el encaje. Naturalmente eso me violentó un poco y ella se dio cuenta e inmediatamente se tapó con un gesto enérgico. Le dije buenas noches y me fui a ver la tele.
Esa noche, en su cama, no se cómo, de repente me dio por abrir los cajones de su mesilla y en uno de ellos estaba su lencería. Sentí un poco de curiosidad y un poco de morbosidad.
Saqué toda su ropa interior y empecé a examinarla. Efectivamente, era todo ropa de encaje. Las braguitas eran todas como de juguete, había de todos los colores, pero a cuál más pequeña y más sugerente. No salía de mi asombro.
Guardé otra vez la ropa en su sitio e intenté dormir, pero no podía quitarme de la cabeza la imagen de sus piernas abiertas delante de mí. No pude contenerme. Volví a abrir el cajón y, casi sin darme cuenta, de repente me vi masturbándome con unas bragas de Lola, mi suegra!.
Al día siguiente, al llevarle el desayuno a la habitación, estuvimos hablando un rato. Creo que era la primera vez desde que conozco a Lola que cruzamos más de cuatro palabras seguidas.
Supongo que la convivencia, aunque sea forzada, lleva a la confianza. Me pidió que le frotara la espalda con una toallita humedecida con colonia, ya que en la ducha no llegaba a la espalda.
Para facilitar el trabajo, ya se había quitado el camisón y se cubría con la sábana, así que se dio media vuelta y yo, después de desabrocharle el sujetador y bajar la sábana hasta su cintura, cosa que ella aceptó sin ningún tipo de rubor, empecé a frotar con la toallita.
Parecía la espalda de una niña. Era tersa y suave.
Mientras la frotaba, notaba cómo el vello de su brazo se erizaba y ella trataba en vano de disimular.
Se estremecía cada vez que mi mano descendía hasta el límite de la sábana por donde asomaban, tímidamente, sus bragas. En cada vaivén, yo iba bajando disimuladamente la sábana con la muñeca, hasta que pude dejar casi al descubierto el encaje que apenas tapaba su culo redondo y prieto.
Ella no se movía. Yo no sabía si se habría quedado dormida. El caso es que en un momento me invadió un terrible morbo y, sin más, tomé con dos dedos la goma de las bragas y empecé a bajarlas muy despacio.
Ella volvió súbitamente la cara, claramente ruborizada y me reprendió. Yo le dije que era para poder frotar un poquito más abajo y ella, después de dos segundos de meditación, asintió con la cabeza.
Así que seguí bajando, todavía más motivado por su autorización. Dejé sus braguitas a la altura de la mitad de su culo y seguí frotando.
Aquello era algo inexplicable y yo cada vez estaba más excitado. Cuando le frotaba la parte del culito que había dejado al descubierto, yo desplazaba un poco la toalla para sentir el tacto con mi mano. No sabía dónde iba a llegar aquello, pero mi estado de excitación no me permitía pensar mucho.
Fui prescindiendo, poco a poco, de la toallita, hasta que acabé frotando su espalda con mi mano. Ella estaba quieta. Imperturbable. Al final, mis frotaciones, se limitaban a la parte baja de la espalda y, de vez en cuando, introducía levemente los dedos en el canalito de su culo. Yo pensé que esta vez sí se había quedado dormida y quise comprobarlo. Dije su nombre bajito y no me contestó. Estaba dormida. No sabía si aquello le quitaba encanto o le añadía morbo, pero no quería perder el tiempo adivinándolo.
Bajé más la sábana con cuidado y allí estaba. Todo ese culito para mí. Me regocijé unos segundos mirándolo.
Con sumo cuidado puse mi mano en su pierna buena y empujé un poco hacia fuera. Unos centímetros. No insistí más por miedo a despertarla. Ya era suficiente.
Volví a tomar sus bragas con los dedos y las bajé un poco más. Había dejado las piernas ligeramente entreabiertas y podía percibir su coño por detrás. ¡Que maravilla!.
No me quedé ahí. Fuí al baño, cogí las tijeras y corté sus bragas con mucho cuidado. Cuando las tuve en mi mano me bajé el pantalón y empecé a restregarlas contra mi polla, mientras acercaba la cara a su entrepierna y olía profundamente, como un perro en celo.
No podía creer que yo me estuviera haciendo una paja con las bragas que llevaba puestas mi suegra mientras olfateaba su coño.
Cuando terminé la tapé y me fuí a dormir pensando en qué demonios iba a hacer yo al día siguiente, cuando Lola me preguntara por el paradero de sus bragas.
Aquella noche casi no pude pegar ojo, entre la experiencia vivida y el papel que se me presentaba.
Al día siguiente, llegó el momento de llevarle el desayuno y creí estar preparado para afrontar la situación. Algo se me ocurriría. Entré en su habitación cabizbajo y allí estaba, sentada en la cama, con su camisón, leyendo. Me dijo buenos días y me preguntó qué tal había dormido. Yo le dije que muy bien y le devolví la pregunta.
La situación era muy tensa para mí y, sin embargo, ella estaba radiante, desprendía serenidad y parecía como si no se hubiera enterado de la desaparición de su ropa.
La dejé desayunando y me fui abajo.
Al cabo de un rato me llamó. Yo iba dispuesto a retirarle los utensilios del desayuno y cuál no sería mi sorpresa cuando me pidió que le trajera unas bragas de su cajón, que allí no tenía. Yo, que la noche anterior había estado oliendo su coño y masturbándome con sus bragas, traté de disimular mi nerviosismo, preguntándole con una falsa naturalidad que cuáles quería. Ella me dijo que le trajera las que más me gustaran y de pronto volví a sentirme tan excitado como la noche anterior.
No sabía a qué respondía su actitud, pero estaba dispuesto a seguir el juego. Fuí a su cuarto, cogí todas sus bragas y se las llevé.
Las desparramé encima de la cama y ella empezó a cogerlas una a una y a enseñármelas, preguntándome cada vez si me gustaban más éstas o aquellas. Al fin, con no poca vergüenza y ante su insistencia, elegí unas que eran casi transparentes.
Me dijo que le había relajado mucho lo de frotarle la espalda y me invitó a repetirlo. Me hizo salir de la habitación para ponerse la ropa interior y quitarse el camisón.
Al rato me llamó y, cuando entré ya estaba en posición y preparada. Yo, como la vez anterior, le desabroché el sujetador y le bajé la sábana hasta las caderas. Esta vez, ella, se incorporó ligeramente para quitarse del todo el sujetador y, en su torpeza por la escayola del brazo, estuvo un rato incorporada dejando caer sus tetas. No eran muy grandes pero eran como el resto de su cuerpo, redonditas y fuertes. Se echó en la cama, como invitándome a empezar. Ya me disponía a coger una toallita cuando, de repente, me dijo que le trajera un bote de crema de su armario, que quería que la masajeara con las manos. Cogí la crema y le unté la espalda. Empecé a frotar y, para mi asombro, me dijo que no quería manchar las braguitas de crema y que se las bajara un poco. Primero bajé la sábana y me quedé mirando el espectáculo. Esas bragas blancas que yo había elegido y que eran totalmente transparentes. Solo con eso ya se me puso tiesa. Cogí las braguitas con delicadeza y las bajé, esta vez casi hasta los muslos. Ella callaba. Empecé a masajear su espalda y las pasadas cada vez eran más amplias. Le pasaba las dos manos por el culo, incluso se lo apretaba y ella no decía nada. Yo iba en pijama y tenia que disimular mi polla para que no se diera cuenta. Pronto mis masajes se fijaron en un solo punto. Ya no hacía más que sobarle y apretarle el culo, metiendo los dedos entre las nalgas para separarlas y tener una en cada mano. De pronto me di cuenta de que ella se movía, por lo que no me cabía duda de que esta vez no estaba dormida, así que seguí.
Le bajé la sábana hasta los pies y empecé a masajearle también el muslo izquierdo y lo poquito del derecho que quedaba entre la escayola y el culito. Me entretenía más en la parte interna de los muslos, que también apretaba entre mis manos.
Subía y bajaba una y otra vez y cada vez me acercaba más a su entrepierna y notaba el calor. Lola seguía haciendo movimientos cada vez más acusados, pero no decía nada. Yo, en medio de mi excitación, ya sin control, cogí sus bragas y las bajé hasta las rodillas. Seguía estremeciéndose. Volví a masajearle frenéticamente los muslos. Ahora, además del calor de su entrepierna, sentía el cosquilleo de los pelos cuando llegaba arriba y en cada aproximación yo sentía que ella arqueaba el cuerpo hacia abajo, como buscando el contacto accidental de su coño con mi mano y en una de esas ascensiones de mi mano pude sentir como se hundían levemente mis dedos en su carne. Estaba ardiendo. Las incursiones de mis dedos en su coño se fueron haciendo paulatinamente más frecuentes hasta que solo masajeaba su entrepierna mientras hacía ir y venir mis dedos en la humedad de sus entrañas.
Ella, en su locura, extendió el brazo hacia abajo, no sé si buscando más comodidad. El caso es que quedó su mano a un palmo escaso de mi polla. Mientras no dejaba de masajearla y masturbarla, me fui acercando poco a poco hacia su mano. La polla me iba a explotar. No podía más, cogí su mano y la puse encima. Ella, por un momento se quedó quieta, dejó de estremecerse y, aunque no la había quitado de mi polla, su mano tampoco se movía. Yo también me quede quieto, me invadió la duda. ¿Tal vez había ido demasiado lejos?, ¿habría metido la pata?.
Suavemente y sin prisa, volví a mover mi mano en su entrepierna y fui metiendo los dedos hasta adentro. Eso provocó una leve sacudida de mi polla y ella, al notarlo, la cogió con fuerza y empezó a mover la mano arriba y abajo. Yo tenía los dedos totalmente empapados. De repente ella se dio la vuelta como pudo y se puso boca arriba. Estaba sofocada y tenía la cara muy roja y los pezones tiesos como dos garbanzos. Me dijo que apagara la luz, que le daba vergüenza, pero no le hice caso. Arranqué sus bragas y le abrí las piernas. Su coño estaba chorreando. Acerqué mi cara y ella me puso la mano delante, quizás en un último y débil intento de poner orden y hacerme recordar que era mi suegra. Pero yo empujé y su mano cedió. De pronto tuve en mi boca todo aquel manantial y bebí de él como un náufrago sediento. Ella se arqueaba como una contorsionista, creía que se iba a romper. Volvió a buscar con avidez mi polla y empezó a mover su mano como una posesa, al ritmo de mi lengua en su coño. Hasta que un gemido sordo, pero intenso y un apretón de piernas, me hizo comprender que se había corrido. Sin pausa ella tiró de mi polla hacia ella, yo me dejé llevar, siguió tirando hacia arriba y abrió la boca. Colocó su mano en mi nalga y empujó hacia sí. Se la metió toda adentro. Me iba chupando mientras acompasaba el ritmo con su mano en mi culo. A ratos cambiaba y me acariciaba los testículos con una dulzura extrema. Iba a estallar. Le dije que me iba a correr e hice el ademán de apartarme, pero ella apretó con fuerza contra su boca.
Los días que nos quedaban para que volviera Rosa, los empleamos en convencernos mutuamente de que teníamos que acabar esa relación. Pero entra charla y charla me follé a mi suegra unas cuantas veces.