El recientemente fallecido Jimmy Carter ocupó la presidencia de Estados Unidos entre 1977 y 1981, cuando España estaba enfrascada en el proceso de transición desde la dictadura franquista hacia la democracia. Carter había ganado las elecciones por un estrecho margen, pero se tendió a interpretar que esta victoria expresaba el deseo popular de dejar atrás hechos tan traumáticos como la guerra de Vietnam y el Watergate, escándalo que le había costado la presidencia a Nixon. La imagen de honradez del nuevo mandatario hacía pensar que se inauguraba una nueva época.
En consonancia con sus fuertes ideales democráticos, Carter había criticado la realpolitik del secretario de Estado Henry Kissinger, poco sensible a cuestiones como los derechos humanos. Carter llegó a decir que, en temas de política exterior, era Kissinger el verdadero presidente, y no Gerald Ford.
Molesto con este comentario, Ford hizo un intento de demostrar que estaba al tanto del funcionamiento de las relaciones internacionales. Su fracaso iba a ser estrepitoso. En un debate televisado con Carter, no se le ocurrió otra cosa que decir que Polonia y Hungría no pertenecían al ámbito de influencia soviética. Es fácil suponer que esa metedura de pata ayudó a que fuera derrotado por el joven demócrata, por más que este fuese inexperto en política exterior.
En plena guerra fría, a Washington le preocupaba el espinoso tema de la legalización del Partido Comunista de España. Bajo Carter, la Casa Blanca, pese a no tener ninguna prisa en que esta fuerza política accediera a la legalidad, vio con buenos ojos el cambio. Era la forma, a su juicio, de que los comunistas perdieran el aura heroica que les rodeaba.
Había que tener en cuenta, además, que las encuestas vaticinaban –correctamente, como después se comprobaría– que Santiago Carrillo iba a obtener un escaso apoyo electoral, a mucha distancia del que disfrutaban sus colegas de Francia e Italia.
Cyrus Vance, sucesor de Kissinger en la Secretaría de Estado, justificó esta política de tolerancia con el argumento de que el PCE iba a ser, en adelante, menos problemático, porque resultaría más fácil controlarlo a la luz del día: “Los icebergs es mejor verlos; si son submarinos son más peligrosos”.
Por su parte, el rey Juan Carlos se ocupó de explicar a sus interlocutores estadounidenses que, sin la legalización de los comunistas, la consolidación de la democracia sería extremadamente complicada. El presidente Adolfo Suárez, durante una entrevista con Carter en el Despacho Oval, insistió en esta idea.
Nada de esto implica que en Estados Unidos se desvanecieran los recelos anticomunistas. Como señala el historiador Charles Powell en El amigo americano (Galaxia Gutenberg, 2011), en la Casa Blanca siempre existía una interpretación de la realidad desfavorable para los de Carrillo: “En cierto sentido, el PCE siempre llevaba las de perder con Washington: cuando más moderado e independiente de Moscú se mostrase, mayor sería el temor norteamericano a que ello le permitiese influir –e incluso participar– en las tareas de gobierno”.
Como los hechos manifestaban una y otra vez, era obvio que la Administración Carter no deseaba mantener una relación fluida con los comunistas españoles. En cambio, con el PSOE, liderado por Felipe González, no existían dificultades.
Según el testimonio de la reina Sofía, Carter fue “más cordial” que Ford, un hombre que había mantenido las distancias con los monarcas hispanos. Además de favorecer las relaciones bilaterales con su encanto, el líder demócrata hizo gestos públicos a favor del proceso democratizador hispano. Como su felicitación al rey Juan Carlos por la aprobación de la Constitución de 1978.
Jimmy Carter realizó su primera visita a España en 1980. Como señala Powell, era, seguramente, el primer presidente americano que hablaba correctamente el castellano, un idioma que había empezado a estudiar en la academia militar y que había perfeccionado a raíz de un viaje por América Latina, en 1972, cuando era gobernador de Georgia. Más tarde, durante los primeros meses de su mandato presidencial, él y su esposa Rosalynn, ambos profundamente religiosos, adquirieron la costumbre de leer la Biblia en español para fortalecer sus conocimientos del idioma.
Al hablar del proceso de transición, Carter fue generoso con sus elogios. España merecía admiración por haber construido, en menos de cinco años, una democracia sólida “bajo el liderazgo de su admirable rey”. En cuanto a la política práctica, al inquilino de la Casa Blanca le interesaba mucho el ingreso de España en la OTAN, aunque se cuidó de precisar que esta era una decisión que correspondía a los propios españoles.
La administración de Suárez intentó convencer a los norteamericanos de que su presidente no debía reunirse con Felipe González, por entonces líder de la oposición. Suárez pretendía evitar un gesto que favoreciera la imagen del principal competidor, al que criticaba porque, a su juicio, solo buscaba “desacreditar, cuando no derribar, al Gobierno”.
Los norteamericanos insistieron en que el encuentro se realizara, aunque, como concesión a Madrid, aceptaron que González y Carter solo hablaran durante veinte minutos. No sobre cuestiones internas, sino acerca de temas internacionales.
No obstante, no hay que perder de vista que, para Carter, inmerso en graves problemas internacionales, España no dejaba de ser una cuestión marginal. En sus memorias no hace ninguna referencia a nada que tenga que ver con ella. Su diario, con unos pocos comentarios ocasionales, no resulta de mucha más utilidad.
En cuanto a los españoles, ¿cómo vieron al mandatario demócrata? Resulta significativo el comentario que haría, tiempo después, Felipe González. Consideraba que el norteamericano era una buena persona, pero no un buen profesional. Esa combinación, en política, no daba buen resultado.