De pequeños estamos sojuzgados a la voluntad e interés de nuestros mayores: decimos lo que ellos dicen, pensamos lo que ellos piensan, vamos a donde ellos van y odiamos lo que ellos aman. La vida se nos hace grande cuando somos pequeños, todo es inmenso: las habitaciones son espacios de aburrimiento, los colegios son cárceles con complejo de palacio, las opiniones del público son insondables para nuestra ignorancia, los cigarrillos interminables y nuestros anhelos son de una ambición eterna. Luego crecemos y dejamos que el viento nos lleve: amores de verano, canciones intensas que olvidamos rápido, amistades reales que se esfuman, dedos y piernas rotos, noches en vela de charla y la luna alumbrando. De los amores uno ve rápido cómo funcionan, pero aprende despacio. Vienen las grandes angustias, las tardes entre cojines de extrema desidia, sueños de enamorados frustrados, ojos húmedos, abrazos a sí mismo y el perro preocupado levantándote el brazo -o el gato subiéndose a tu estómago-. Pero más tarde llega el golpe maestro y final: la sacudida de la consciencia, la conciencia de sí; todo se detiene. Sueltas un ''oh, mierda'', te llevas las manos a la frente y te das cuenta de que el malestar que acumulas es cosa grave. En ese momento lo sabes muy bien, sabes que la vida es una verdad matizada, y que esa verdad tienes que construirla y dirigirla tú mismo, que ya no satisface ver ponerse el Sol sentado en el sillón, comiendo patatas fritas y bebiendo porquería. Un ángel exterminador se ha equivocado en el sentido de su hechizo, y todo lo ha hecho al revés, él sin querer te ha echado de la habitación. A veces viene a los dieziocho, otras a los veintidós, e incluso se han visto casos de treintañeros angustiados. Uno ha visto lo absoluto de la vida, ha reído y ha llorado; en fin, ha vivido, sabe lo que es la ciudad y el pueblo, sabe lo que es un abrazo de un buen amigo y sabe lo que es un beso robado, pero tampoco se olvida de la sensación de correr campo a través y llevarse todas las gotas del rocío.
Esta angustia, que es la más reconocible de todas, es también la más singular y maltratada, la más jodida de traducir en palabras. El que la siente sabe que ha de actuar, moverse, saltar y aullar. No es cuestión de inteligencia, ni de sensibilidad, ni de estudio tampoco, porque no es madurez ni locura. Es sólo la persona y la sensación, la una y la otra, ésta que tiene un miedo espectral y aquélla que quiere volar. Se me ocurre decirles a todos los que se vean en mi situación que abran las ventanas y griten, que abran las puertas de un empujón y corran como locos que recién se libran del confinamiento de un psiquiátrico, que hablen con todos los hombres y mujeres que les parezcan interesantes, que toquen todo lo palpable, que se equivoquen todo lo que tengan que equivocarse, que lloren hasta quedarse secos y que rían hasta que les tengan que hospitalizar, y luego entre sueros y camillas rían más con sus amigos. Joder, sólo tenemos una puta vida. Es sólo una vida. La vida. Es nuestra, y es una traición inconcebible agachar la cabeza ante las opiniones ajenas. A los que estén como yo, les diría que rueden por el asfalto y caminen con cautela por la hierba, que cojan el primer tren y se bajen en el lugar más bello que encuentren. Les diría que escriban sus historias a sangre, con la pluma y el papel que ellos quieran. Quizás no encontremos la felicidad -concepto sospechoso como ninguno-, pero habremos luchado como hombres y muerto con dignidad. Hay que romper las paredes y empezar una aventura.
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