El jardín estaba lleno de rosas encarnadas que lo envolvían todo. Las fuentes bañaban con diminutas gotas los suaves pétalos. La gente reía feliz, la liberación por las espadas estaba cerca. El vino recorría las gargantas sedientas y los cantos sonaban en más de una voz. Los rayos dorados del atardecer iluminaba todo el jardín del palacio. Por las escaleras apareció el hombre al que todos esperaban: el Rey
- He vuelto tal y como prometí, con las rosas encarnadas.
-¡Qué se teñirán de tu sangre!- gritaron a corro los hombres enarbolando sus espadas.
-¡A mi mis hombres!-grito el Rey esgrimiendo su espada y clavándola en el abdomen de uno de los rebeldes.
Una horda de hombres armados y protegidos con armaduras lucharon en la carnicería que salpicaba de un rojo más intenso su color. La gente gritaba y hombres y mujeres caían bajo el filo del acero. Unos atravesados por la cabeza, otros por el pecho, el abdomen. Los pocos rebeldes que quedaban eran masacrados uno a uno por los soldados. El capitán trajo a los nobles que habían combatido en su contra.
-Pagareis caro vuestra traición- sentencio cortando la cabeza al primer noble. Los demás forcejeaban por su vida pero la espada segaba las cabezas como siniestro campesino. Cuando el Rey vio el ultimo rebelde se quedo atónito.-Selene...- ella llorosa se arrodillo con las manos en la espalda, esperando su muerte. La espada subió, pero no descendió sobre su cabeza, sino que rasgo las cuerdas que la mantenían atada.- A tí te deparo algo peor mi Reina y Señora.- dijo con hondo pesar.- Tú vivirás para recordar este día, y que la muerte de todos estos hombres te torture día tras noche pues sus muertes pesaran sobre vos hasta el último suspiro. Y ahora acompañadme , vengo de una batalla y quiero disfrutar de mi esposa y castillo.
La noche caía y los rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas escampadas por el suelo brillaban entre la sangre y las rosas que cubrían los cuerpos sin vida de la corte del Rey.