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Todo estaba a oscuras.
Sentado sobre la cama, deshecha, me llevé las manos a la cabeza todavía entumecida por el alcohol.
La habitación del apartamento era pequeña y estaba impregnada de un olor rancio que tapizaba las paredes. Una bombilla desnuda pendía de un hilo desde el techo, inerte.
Apuré el vaso de whisky que había dejado sobre la mesita la noche anterior y me quedé mirando a un horizonte inexistente, sumido en la negrura de la habitación.
Sin encender la luz, caminé a tientas hacia el baño y apoyando todo mi peso sobre el lavabo, acerqué mi cara al espejo.
Limpiando las gotas secas con la mano, miré durante unos largos segundos a través de los dos ojos azules que se dibujaban en el reflejo.
No sabía cuánto hacía que no me afeitaba, ni siquiera cuántas horas llevaba despierto. Aquellas ojeras parecían hablar por ellas mismas. Tenía los ojos enrojecidos y se me dibujaban surcos en la piel, fruto del sueño y del desaliño diario.
Sentado en la taza del retrete, prendí un cigarrillo entre mis labios e inhalé con fuerza para después exhalarlo lentamente a través de la nariz, sintiendo como se consumía calada tras calada. Apuré hasta la última y amarga bocanada de humo y lo mantuve en la boca. Cerrando los ojos, expelí por última vez mientras el filtro se asfixiaba lentamente quemando mis labios.
De fondo, en la radio, sonaba Morning Glory.
Abrí la persiana con tedio, acostumbrándome a la cegadora luz del sol de invierno. Los cristales estaban empañados y únicamente distinguía, vagamente, la silueta de los deshojados árboles plantados en las aceras. Una pequeña ráfaga de aire se escurría entre las bisagras mal ajustadas de la ventana helándome los pies, erizando hasta el último pelo de mis piernas.
El móvil, iluminándose, empezó a vibrar sobre la almohada.
― ¿Cuándo pensabas cogerlo? Se me va a quedar la oreja pegada joder ― Dijo una voz familiar al otro lado del auricular ― Oye, ¿Estás ahí?
― Sí, estoy ― Dije carraspeando.
― Últimamente no hay quién te localice, sabes de sobras que no me gusta nada esperar.
― Entiendo ― Asentí.
― Y bien, ¿recibiste el dinero? ¿Algún problema?
― Lo recibí anteayer ― Contesté. ― Sin problema alguno.
― Llamaba sólo para confirmarlo, esta tarde volveré a llamarte, no te despegues del teléfono, ya sabes como me gustan las cosas.
― Sin problemas ― Dije colgando el teléfono, dejándome caer sobre la cama de nuevo.
Algo martilleaba mi cabeza desde su interior como si quisiera abrir aquella jaula de pensamientos enmarañados por la resaca a base de golpes. Me costó reincorporarme sobre el colchón, todavía caliente. Cubriendo mi cuerpo desnudo con mi vieja bata de guatiné, me calcé con dificultad las zapatillas, como siempre, colocando el pie en el lugar equivocado y fui hasta la cocina atravesando un corto pasillo por el que asomaba un pequeño despacho.
El piso en sí no era gran cosa pero la cocina era espaciosa y cómoda. En el centro se disponía una larga barra americana repleta de platos todavía por limpiar que se amontonaban a ambos lados de la fregadera, llena de algo estancado que parecía agua.
En la nevera, una nota en la que decía: Comida.
En su interior sólo había un cartón de leche agria, un par de pizzas, algo indescifrablemente envuelto y dos botellas de licor medio vacías.
El estómago me rugía, y aunque un poco desorientado, sabía cómo saciarlo.
Comprobé que el agua estaba congelada al introducir el pulgar de mi pie en el plato de ducha. Tras varios segundos, el agua caliente impactó con el gélido charco que se había formado creando un telón de vaho que rápidamente cubriría todo el baño, dejándolo sumergido en un mar brumoso que se colaba por cada poro de mi piel.
Como de costumbre, recorrí de arriba a abajo cada arañazo, cada cicatriz que recordaba con la esponja, consciente de que las más dolorosas, las más profundas, eran visibles sólo a los ojos del alma.
Sin colocarme el albornoz, abrí el pequeño armario de madera que se incrustaba en la pared y así mi maquinilla de afeitar intentando no resbalar con las húmedas baldosas del suelo.
Esparcí espuma por mi cara y cabeza hasta la nuca con cuidado, creando una espesa capa blanca sobre éstas. Limpié el vaho que había empañado el espejo con la mano y empecé a rasurar meticulosamente cada centímetro de mi piel dejando al descubierto la pálida tez que se había ocultado varios días tras una máscara de pelo.
Descalzo, marcando con húmedas huellas la madera a cada paso, volví a mi habitación y me enfundé “el traje”: Zapatos de punta remachados en cuero negro, pantalones y camisa lisos, oscuros por supuesto, y americana. Abrí el cajón de la mesita de noche intentando no tirar el vaso, ya vacío, que todavía reposaba encima y saqué la funda de mis lentes, unas gafas de sol anchas y bastas que no tardé en colocar sobre mi nariz. Las llaves sonaron al caer dentro de mi bolsillo tras cerrar la puerta de un portazo.
Bajé los escalones tediosamente reclinando mi cuerpo contra la barandilla, haciendo crepitar mis rodillas con los primeros pasos a causa del letargo que arrastraba. La escalera era estrecha y jodidamente empinada. El último escalón se abría hacia una amplia portería en la que sólo se encontraban: una papelera, un par de macetas con plantas artificiales sobre las que había orinado tras una noche demasiado intensa, por así decirlo, y aquella maldita puerta de metal que chirriaba cuando se cerraba, cada noche, despertando al caprichito de la hija de los del primero B. La verdad es que no solía echarle demasiadas horas al descanso pero más de una vez había aporreado la puerta de los vecinos porque no pegaba ojo con los gritos de aquella rata que tenían por perro.
El parking estaba a oscuras, a duras penas iluminado por un fluorescente que parpadeaba sobre la puerta dándole un aspecto sombrío y grunge. Estaba prácticamente vacío, sólo un par de coches estaban colocados en sus respectivas plazas, perfectamente alineados uno al lado del otro.
Detrás de una columna pintada con dos gruesas rayas amarillas, estaba mi coche, un Lexus LS negro azabache. Aquél coche, como yo, tenía la carrocería marcada por todos golpes que había recibido y tapicería llena de quemaduras de los cigarrillos mal apagados que había dejado caer. En los asientos traseros se acopiaba una cantidad inmunda de basura entre los montones de la cual se podían distinguir páginas de periódicos atrasados, ropa vieja y una bolsa de papel manchada de aceite con alitas de pollo todavía en su interior que no tenían muy buen aspecto.
Giré la llave, y con el rugir del motor, vino a mí aquella peculiar mezcla de gasolina y aire viciado que parecía haberse quedado impregnada en los asientos.
Lloviznaba, el cristal empezó a motearse con gotas de plata que caían como finas lágrimas desde el cielo limpiando el polvo que se había depositado sobre el capó creando pequeños arroyos embarrados que caían sobre el parachoques.
Me recliné sobre el asiento, abrochándome el cinturón y así el volante firmemente con ambas manos. Recorrí lentamente las calles vacías, observando como los semáforos se reflejaban sobre los pasos de peatones, empapados por la lluvia. En la lejanía, atisbé un perro que vagaba sin rumbo, haciendo caso omiso de la lluvia transportándome durante unos segundos en ámbar a mi juventud.
Aparqué frente a las puertas del supermercado. Bajé del coche y caminé hacia la entrada cubriendo parte de mi cabeza con el cuello de la americana.
Dentro no había ni un alma, sólo había una cajera de unos veintitantos que mascaba chicle con lo boca abierta mientras se miraba las uñas. Pasé frente a ella y ni siquiera cruzamos nuestras miradas, ella siguió mascando chicle, con la mirada perdida entre el esmalte de sus uñas, lima en mano, como si la puerta no se hubiera abierto.
Recorrí aquel galimatías de estanterías buscando algo para comer. No tenía demasiada experiencia en aquello de cocinar así que como de costumbre, cogí unos cuantos paquetes de pasta precocinada y un bote tomate frito que me darían para alimentarme durante dos o tres días.
Desde hacía tiempo, mi dieta se basaba en platos precocinados, alcohol, café i cigarrillos, “sano y mediterráneo” como bien habría dicho mi abuela.
Apenas recuerdo cosas sobre ella pero aquella era una de las frases que pasaba de generación en generación.
Podría quedarme con algún momento mejor pero el recuerdo más reciente que tenía de ella era la imagen de otra persona: la imagen de la vitalidad postrada en una cama, blanquecina y fría, mientras grupos de personas se turnaban entre sollozos para decirle adiós, una vez más.
Recuerdo que aquella noche no hablé con ella. Antes, prefería aferrarme al recuerdo que decirle “hola” a la realidad con aquella póstuma despedida.
Sumido en mis pensamientos pasé junto al estante de las bebidas y metí en el carro una botella de Jack Daniels. Aquel era un ritual casi sagrado los días de compra. La marca del whisky dependía mucho de mi capital en el momento de la compra pero siempre se agradecía que no fuera el matarratas que te servían en los baretos de mala muerte que de vez en cuando frecuentaba.
Con el carro casi vacío, me acerqué a la caja para pagar. Aquella muchacha facturó los productos con desgana, como si un soplo de aire fuera a llevarse el último hálito de vida que le quedaba.
Lo metí todo en una bolsa de papel, y sin decir nada, volví a salir por la puerta.
Ahora, las nubes descargaban con más fuerza y se escuchaba el repicar de las gotas fuertemente contra las baldosas de las aceras. A paso ligero, crucé hasta el aparcamiento y me metí con rapidez dentro del coche. La lluvia, impactando contra los cristales, creaba un fino velo de agua que difuminaba el exterior. Sintonicé la radio y partí de nuevo hacia mi apartamento.
Puse el agua a hervir en una olla que acababa de limpiar y mientras, fui a mi habitación para ver un rato el televisor. Aquella antigualla emitía un sonido ensordecedor cada vez que presionaba el botón de On y la imagen permanecía oscura hasta pasados unos segundos, cuando se calentaban los circuitos y se comenzaban a ver unas difusas siluetas tras el cristal. En la pantalla, lo mismo de siempre: un nuevo caso de violencia de género, el patético resultado del último partido de fútbol y un par de realitys en los que un grupo de personas se peleaban por un absurdo premio que, quizás, pretendía suplir la dignidad que habían perdido en el tiempo que duraba aquella bazofia. Recordaba haber leído en las últimas páginas del diario sobre algunos reality show realmente extremos que prefiero, y doy gracias a mis resacas matutinas, no acordarme.
Cuando volví a la cocina el agua rebosaba por los bordes de la olla creando una especie masa burbujeante que dejaba cercos blanquecinos en el metal de la encimera. Limpié a desgana con una servilleta todo aquello como pude y coloqué la pasta dentro, para que se cociera.
En menos de veinte minutos, había devorado el plato y en la cocina sólo había silencio y otro plato por limpiar. Cuando lo pensaba fríamente, me daba cuenta de que el silencio me incomodaba bastante y rápidamente me levantaba de la silla e iba a la estantería de mi habitación para encender la radio. La verdad es que no tenía problemas al escuchar cualquier tipo de música, pero cuando sonaba aquel absurdo pseudopop juvenil me reventaba. La música de los ochenta, aquello si que era música. Todavía se me iban los pies a ritmo de Sembello cuando sonaba por el altavoz.
Estuve un largo rato escuchando música, postrado en el sofá como un vegetal, todavía con el traje puesto. Se me hicieron rápidamente las seis. Por la ventana, se veía al sol palidecer totalmente tras las azoteas de los edificios. El teléfono sonó de nuevo.
Pensé unos instantes antes de responder a la llamada. Finalmente, con el móvil en la mano y la mirada perdida en el televisor apagado, me lo acerqué a la oreja y respondí.
― Te escucho ― Dije con el corazón latiendo a toda velocidad entre mis pulmones.
― Khalid Benali, junto a la 3.47, cerca de las chabolas.
― Cuánto ― Pregunté frotándome los dedos con la palma de la mano.
― Diez de los grandes, antes del viernes.
― Hecho ― Dije cuando el teléfono ya estaba comunicando de nuevo.
Dejé el teléfono sobre la mesita y me encendí un cigarro con el pulso tembloroso, intentando atinar con la llama en éste. Por mi frente caía un sudor frío que me helaba la sangre. Aquella voz radiofónica que se ocultaba tras aquellas llamadas era capaz de llevarme a la taquicardia en menos de medio minuto. Por suerte, un par de cigarrillos y un buen lingotazo me traían de vuelta al mundo real.
Todavía era sábado pero ahora parecía que una mano invisible arrancara las hojas del calendario a toda prisa haciendo girar las manecillas del reloj a un ritmo vertiginoso.
Estaba sofocado y necesitaba algo de aire así que abrí la ventana de mi habitación de par en par para ventilar aquel amasijo de cavilaciones que no acababa de fraguar en mi cabeza.
Sobre la ciudad, las nubes descargaban con rabia sumergiendo en un gran aguacero las luces de neón de los bares que abrían la noche y nuevos episodios de historias que no recordaría la mañana siguiente.
En mi habitación, el agua se colaba a través de la ventana salpicando mi rostro y fundiéndose con el juego de sombras que brindaba la bombilla que se balanceaba a merced del aire.
Frente a los altos edificios que se erigían como siluetas titánicas en aquel lienzo en blanco y negro, alcé mi brazo con un vaso a rebosar de whisky y brindé con la lluvia por aquel momento, por tener algo con lo que manchar las páginas en blanco de otro sábado frío y lluvioso.
El whisky recorría mi garganta hacia mis entrañas abrasando todo a su paso, haciendo que recuperara la sensibilidad en los dedos de las manos y encharcando mis pupilas con cada carraspeo.
Eran las ocho, y de nuevo, aquel monstruo que tenía en el estómago comenzaba a arañarme desde dentro pidiendo a gritos algo de comer.
No tenía ganas de cocinar, si es que se le podía llamar así a lo que hacía en la cocina, de modo que, dejando la ventana abierta y la luz de mi habitación encendida, volví a bajar a la calle. Un poco más despierto, un poco más borracho.
No bajé ningún paraguas pero tampoco iba a ir demasiado lejos así que sólo aceleré el paso cuando salí del portal. Agradecía no encontrarme con ningún vecino cuando entraba o salía del bloque. Odiaba tener que plantar mi sonrisa de plástico para hablar de temas insulsos como el tiempo
― ¡Joder! Si ves que está lloviendo o está nublado por que coño tienes que hacer resonar la redundancia en mis oídos cada vez que te cruzas conmigo, ¿me has visto cara de meteorólogo? ¿Tengo un televisor de plasma de tropecientas pulgadas a mis espaldas con solecitos dibujados? ― Me decía desesperadamente a mí mismo cuando coincidíamos y ya se les dibujaba en los labios la maldita idea de hablarme sobre el tema.
Anduve caminando bajo la lluvia y la atenta mirada de las luces de las farolas un par de manzanas hasta que, como de costumbre, entré en el Piazza.
No era un gran restaurante, era más bien un bareto decorado a lo rústico con unas cuantas mesas con magníficas vistas a los contenedores del callejón de detrás. Saludé con la mirada a Valentino y me senté en la misma mesa que siempre, a la luz de una vela que se consumía sobre un candelabro de latón amarillento.
En el aire flotaba un agradable aroma a orégano y queso fundido que venía de la cocina para fundirse con la humedad del día creando una bomba de relojería para mi apetito.
No había demasiada gente, apenas tres o cuatro gatos, todos en mesas distintas. Casi todos nos conocíamos de vista pero apenas cruzábamos palabra hasta que la ebriedad nos hacía olvidarnos de nuestra condición de solterones cabizbajos.
― ¿Hace falta que te traiga la carta, Brian? ― Dijo Valentino desde detrás de la barra enredando con los dedos su largo mostacho azabache mientras vaciaba la espuma de un barril de cerveza en las últimas sobro una jarra.
― ¡Siempre me haces la misma pregunta! ¬― Exclamé sonriendo. ― Tú ya sabes lo que me pierde entre estas cuatro paredes.
― ¡Marchando bambino! ― Dijo, metiéndose en la cocina con los brazos en alto.
Desde que lo conocía, aquel hombre siempre había despertado en mí una simpatía peculiar. No sabía si era por su cara rechoncha y mofletuda o por su artificioso acento italiano de postín.
Todos los que comíamos diariamente en la Piazza sabíamos que era un italiano de pega que había construido a su alrededor una mentira a modo de restaurante rústico en un par de años. Por lo que tenía entendido en el piso de arriba, en el que sólo había una habitación cerrada con llave en la que ponía “divieto d'accesso”, junto a los servicios, todavía colgaban expuestos los calzones que utilizaba para pelear. Nadie sabía su verdadero nombre, pero era conocido que su apodo o como quisiéramos llamarlo, Valentino, venía de los años que estuvo inmerso en el mundo del vale tutto.
Era curioso pero no imaginaba al buenazo de Valentino zurrando a destajo a otra persona por dinero.
Sabía que aunque buena, la comida siempre tardaba más de lo normal así que saqué mi cajetilla de uno de los bolsillos interiores de la cazadora y prendí un cigarro con la llama de la vela de la mesa, envolviéndola en un aura de humo espeso.
Mientras se consumía prácticamente en mis manos, me fijé en algo que desentonaba, algo que estaba fuera de lugar.
Dentro de la cocina, tras la puerta entreabierta que había junto a la barra, atisbé una muchacha de no más de veinticinco años, ataviada con batín blanco y gorro. Se movía ágil de un fogón a otro, siguiendo las órdenes de Valentino que llegaban hasta mi mesa.
No la había visto nunca por aquellos lares pero preferí mantenerme fuera de juego y a la expectativa cuando Valentino abrió la puerta para traerme la comida.
Me miró con sus ojos chicos y con un movimiento de mano típico de mayordomo dejó un apetitoso plato de pasta a la boloñesa sobre mi mesa.
Joder, aquello no tenía nada que ver con la mierda que compraba en el supermercado. La verdad es que, aunque un poco más caro, sólo por la compañía afable del dueño merecía la pena aflojar un poquito más de lo normal.
Con malicia, me dirigí hacia Valentino, que estaba preparando la cafetera.
― Hoy están diferentes, tienen algo especial ― Comenté enrollando unos cuantos espaguetis en el tenedor.
― Nueva cocinera, Brian, ¡innovación! ― Dijo con tono solemne y con el dedo hacia el cielo.
Bajé la cabeza y con una sonrisa entre dientes apuré las últimas cucharadas.
Cuando hube acabado, me acerqué a la barra y me senté sobre uno de los destartalados taburetes de madera que había frente a ésta.
Pedí un trifásico bien cargadito para bajar la comida y le dejé una propina sobre el plato en el que estaban los azucarillos.
Con un apretón de manos y un “hasta luego bambino”, nos despedimos amablemente, como dos viejos amigos.
En la calle, no había parado de llover pero parecía que ya no apretaba tanto.
Las luces de las farolas reflejaban las gotas con su luz amarillenta y una ráfaga de viento frío arrastraba un periódico totalmente empapado como si de otra alma en pena de la calle se tratara.
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