Un día culaquiera me encontré un perro abandonado. Lo llamé Charli y le dí de comer. Charli era ágil y listo y empezaba a responder a mis órdenes. Le fui cogiendo cariño y ya no iba a ningún sitio sin él. Era mi mascota, mi mejor amigo, un animal fiel y cariñoso. Hasta que una noche me dijo: ¡estoy hasta los huevos de ser un puto perro!. Me asusté pero le entendí. Sólo podía ladrar, correr y olfatear. No podía escribir, nio chatear, ni jugar a videojuegos, ni entender la mitad de lo que la tele decía. Era sólo un puto e insignificante perro.
Un día llegué a casa y estaba cabreao porque se iba a suicidar y claro, no podía escribir la nota de despedida, porque era un puto perro y no podía escribir. Le dije que no fuera tonto y para la próxima me avisara antes para poder dejar constancia de su suicidio. Le comenté que era una decisión personal, en la cual la cobardía se elevaba al máximo exponente y que yo no pensaba que fuera tan cobarde. Así, se picó conmigo el puto perro y cada vez que entraba en casa me sonreía el muy cabrón simulando que estaba feliz y contento con ser un puto perro y corría por el parque más rápido que yo y demostraba piruetas que nunca le había visto hacer. Incluso en una ocasión alarmó a un anciano que se disponía a cruzar la calle en situación peligrosa y sonrió de forma ostentosa creyendose indispensable y útil hasta la médula. Se sentía bien con ser un puto perro.
Con esa serie de coartadas en contra de mi autoestima, me hizo sentir mal. Cuando me ponía a chatear o jugar a videojuegos se reía de mí y abría él solo la puerta para hacer una visita a la perrica vecina. Traginaban en el descansillo de mi casa y me tenía prohibido interrumpir el acto sexual, me amenazaba con arrancarme las pelotas de cuajo. Se habían invertido los papeles y es que resulta que el saber jugar tus cartas, sean cuales sean, resulta primordial.
Como la mayoría de mis textos, escritos aquí directamente en primicia para todos ustedes