Bueno, aquí tenéis un breve cuento inspirado en un episodio real (desde luego no todo él, pero sí en parte). Espero que os guste.
No, aquel desértico muelle no representó sorpresa alguna para mí. Incluso ahora, que llegan hasta mis sentidos aquellos aromas salvajes que parecían incrustarse en su piel marchita; incluso ahora, que el mismo mar exhala el antiguo olor salado de la pesca al sol, con las escamas varadas en el rostro de la mañana; incluso ahora, que acaricio su espíritu de maestro, sé que jamás volveré a contemplar su anciano rostro, la aureola del sol sobre su reflejo como una corona fugaz pintada por el dedo de Dios.
El ya era viejo cuando abandoné el pueblo, pero a los ojos de un niño, el tiempo y el corazón laten a un ritmo más cercano a los sueños. Por eso siempre creí que seguiría esperando en aquel muelle, con la sombra de sus aparejos como un ancla inamovible, y con la sonrisa de las olas fundida en su voz de pescador. Por muy lejos que yo fuera, el mar continuaría siendo el mismo, y el viejo , en secreto, se había hecho un alma de mar.
Todas las mañanas me convertía en su alumno. Estaba allí para tejer mi propio espíritu de sal y viento, para escuchar las voces de las tormentas en sus historias, y descubrir un nuevo silencio en el romper de la marea. Un día , acudió al alba con una vieja caña de madera bajo el abrigo. Se acercó a mí y dijo: “Esto es para ti, para que caces el mar y lo guardes en un frasco”. Desde aquel instante ambos fuimos soñadores; soñamos con crepúsculos boreales encendidos como antorchas; con un bote llamado “Profundo”, que navegaba siempre por rutas prohibidas; soñamos que aquel frasco no se desbordaba, y que desprendía en tierra la más bella luz de los faros. El muelle, solitario, abandonado por la misma decadencia que se alimentaba del pueblo, se convirtió en un mundo perlado de imágenes puras y azules.
Cuarenta años atrás aprendí a enamorarme del mar. Quizás por eso mi mujer era como una bailarina cuando dibujaba nuestros nombres sobre las crestas de espuma, abriendo entre el marfil las sendas plateadas que se enroscaban eternamente en su vestido. He dejado tantas cosas a mi espalda, tantas esperanzas compartidas por auténticos ángeles terrestres, que aún creo percibir sus huellas en la superficie de las aguas, rastros vivos inundados por los años del viejo dolor. Maldito anciano sonámbulo, por su culpa amo tanto este descomunal zafiro del mundo, que habré de aguardar para redescubrir todo lo que he perdido.
El supo que se avecinaba el momento de la despedida; me dijo que las calles agonizaban moribundas por el silencio de sus dueños, que pronto nos estrecharíamos las manos para que otro cielo pudiera reflejarse para mí. Apenas presté atención a sus palabras, creía que mi caña también podría cazar a la muerte, pero un día su pálida barba rozó mi rostro y nuestras manos se dijeron adiós con el ritmo apacible de las olas. Entonces no lo supe, pero aquellos diamantes que derramaron mis ojos en la tarde eran las gotas de mar, que el inmenso alma del viejo no podía contener.
Mis padres dijeron que íbamos a la ciudad, aunque lo que yo contemplé no era más que un páramo de luces artificiales. Nunca hallé el océano entre sus monstruoso edificios de piedra, ni encuché el silbido de la brisa desde la cúspide del más alto balcón. Todo lo que había visto, lo que había vivido entre resplandores de cristal, con el tiempo se convirtió en una ensordecedora imagen que turbaba mi pensamiento; un sueño del pasado que a menudo se presentaba como incierto, acompañado siempre por un nuevo frescor de libertad. La rutina tomó la forma de un pesado lastre atado a mis pies, y no pude huir ni siquiera cuando me quedé solo entre los desiertos, ni siquiera cuando la bestia urbana me soltó de sus garras. Conseguí trabajo, y avisté un astro moreno al que le puse un anillo en la mano; una estrella que robé del horizonte y encadené a la costa, cuando le mostré mi corazón. Sin embargo, cada noche, un barco de madera yacía a mis pies, un barco llamado “Profundo”, gobernado por dos capitanes, sirviendo de guía a las luces perdidas de las constelaciones.
Ahora, de nuevo soñando con la realidad, oteando desde este crepúsculo perpetuo, me parece escuchar su voz en las gaviotas. Creo que aún continúan recitando su nombre como antaño, un susurro ajado por los incontables y gélidos inviernos. Le escucho pero sé que no es verdad, que es la voz del mar quien bendice mi regreso; que aunque vea de nuevo temblar sus grises ojos, es el laberinto inabarcable del oleaje quien me devuelve la mirada; que su sonrisa, coronada de espuma blanca, es el plumaje de las aves que respiran sal.
Finalmente el mar ha cambiado, ya no tiene quien lo cace; ha perdido su sombra, la luz más espléndida del amanecer; se ha perdido aquel barquito celeste que, alumbrando de plata la noche, buscaba su profunda mirada.