Descabalgué de un blanco corcel y vi a mis pies la más pura desolación que podía imaginar. Los jardines que antaño estaban llenos de vida ahora no eran más que llanuras de barro y piedra en la que apenas unas briznas de hierba se atrevían a asomar por encima del suelo estéril. Aquellas bellas fuentes ahora no eran más que piedras desmoronadas, los pájaros se habían marchado en busca de un lugar mejor, los niños que correteaban juguetones por el parque habían emprendido caminos muy distintos, los columpios reposaban oxidados y destartalados recreando una escena verdaderamente triste.
Quedaban ya lejos los días de las rosas y los tulipanes, las tardes de otoño con la brisa fresca de la próxima estación que se precipitaba a pasos agigantados, las frías mañanas del invierno con la escarcha bañando cada rincón sombrío. Este lugar es ahora una sombra difusa de lo que fue hace tiempo. Por más que miraba en derredor no era capaz de reconocer ninguno de los lugares que marcaron mi niñez. Abatido por la imposibilidad de luchar contra los elementos decidí regresar a mi casa y buscar nuevos horizontes más allá de las montañas; no sin antes clavar mi espada en aquel lugar para dejarla allí como mudo testigo de esos pequeños cambios que suceden cada día y de los que no nos damos cuenta hasta que es demasiado tarde.