Plumas en la Nieve (Fantasía)

Plumas en la Nieve



Prólogo

Lo que no se sabe





Dos encapuchados avanzaban por el bosque, a pie, cerca del lecho del río. Era de día, aunque los árboles tapaban la luz del sol. Hojas grises caían del cielo, anunciando la llegada del invierno.

Tybalt, el más bajito de los dos, se acercó a beber agua. Unos cabellos rubios le asomaban por fuera de la capucha. Cuando se acercó lo suficiente como para reflejarse en el agua, pudo ver cómo las gotas de lluvia creaban ondulaciones en el cauce, que ahora era más acaudalado de lo normal debido a las crecidas otoñales.

Cogió una buena cantidad de agua entre sus manos y dio un rápido trago, llevaban varias horas de travesía y el cansancio hacía mella en él.

—Vamos —dijo Ulric, su compañero, mientras colocaba su mano enguantada en su hombro—. Tenemos que darnos prisa, pronto anochecerá.

Tybalt resopló, cansado. No estaba acostumbrado a caminar tanto y sus intentos de tomar aire sonaban como un hombre ahogándose en el río.

—Sí, vale —jadeó— de acuerdo. Continuemos.

El joven encapuchado miraba atónito a su alrededor, nunca se había alejado tanto de el Nido y nunca había visto tan profundamente la densa flora del Bosque Blanco, constituida por incontables tipos de especies: hayas, abedules, robles... la madera de todos ellos era blanca como la nieve. De ahí el nombre del bosque.

Ambos llevaban las capuchas cosidas encima de una armadura de cuero negro, con el dibujo de un cuervo morado bordado en el pecho. También vestían unos guantes negros y unas botas altas.

Caminaban ágilmente, con el arco en las manos. Recientemente se habían dado desapariciones de viajeros por la zona. Que hubiera gente que pasara por allí y no volviera a ser vista era algo normal, al fin y al cabo, era un bosque, con todos los peligros que eso acarrea. Pero la cantidad de desaparecidos en los últimos días había superado el límite de la normalidad.

—Me pregunto que podrá ser —Ulric puso cara pensativa—. ¿Huargos? ¿Lobos? ¿Osos? Todos habrían llamado demasiado la atención...

—Me da igual lo que sean —Tybalt jadeaba sonoramente— siempre y cuando nos los carguemos y podamos irnos de aquí de una puta vez, esto no es cosa nuestra, que manden un cazador.

—Tú estarás donde se te encargue que estés —dijo, fríamente—. Me da igual que seas noble, y me da igual quién sea tu padre. Eres un Cuervo, y como tal debes proteger el Nido, ya sea matando osos o limpiando establos. Y créeme, prefieres matar osos.

Ambos encapuchados eran Cuervos, miembros de una orden de guerreros dedicados a proteger el Nido, su ciudad. Tybalt tenía diecinueve años, llevaba ocho de ellos siendo entrenado como Cuervo en el Nido. Ulric era más mayor, tenía unos cuarenta, y los dioses saben cuántos llevaba en la orden.

El joven chistó.

—¿Que mi deber es proteger el Nido? —se encogió de hombros—. Me da igual lo que le pase. Este ni siquiera es mi reino.

—Cuida tu lengua. En condiciones normales un extranjero como tú no podría ser Cuervo. Así que muestra un poco de gratitud, si quieres llegar a ser un buen rey algún día. Ahora este es tu reino, y si vuelves a decir algo así te encerraré en las mazmorras durante un mes.

Tybalt sonrió. Su cabeza se llenaba de cosas preciosas cuando pensaba en sus tierras natales, aquellas que recordaba de cuando era niño. Bosques de nieve que se extendían hasta donde llegaba la vista, lagos helados que brillaban ante el sol orgullosos como zafiros, la sensación al calentarse ante la chimenea bajo una ventisca...

—Cuando vuelva al norte... —hizo una pausa—. Seré nombrado rey. Sí, seré nombrado rey, y allí estará esperándome Victoria, para casarse conmigo —alzó la mano al cielo—. Espera un poco más, pronto estaré contigo.

Ulric soltó una carcajada y puso el brazo sobre los hombros su Tybalt.

—Bien, pues entonces será mejor que agarres el arco y dejes de jadear como un moribundo. Tu gente espera ver a su rey convertido en todo un Cuervo, no querrás decepcionarlos, ¿no? —hizo una pausa—. Pero chico, ella no es noble, ya sabes...

—A mí no me importa.

—Pero no es a ti a quien tiene que importarle.

Ambos detuvieron la marcha. Un campamento, con un par de tiendas de campaña, completamente bañado en sangre. Entrañas, órganos, intestinos... hasta las amapolas de las cercanías se habían tornado de color rojo. Pero no había nada, ni animales, ni cadáveres. Solo quedaba sangre y ceniza.

Tybalt se alejó y vomitó tras un abedul. Estaba horrorizado, sin duda no era el mejor escenario para su primera misión fuera de casa, fuera de su actual casa.

—¡¿Qué clase de animal es capaz de hacer eso?! —preguntó.

—El más peligroso de todos.

Ulric avanzó deprisa, siguiendo un rastro de sangre que sin duda les conduciría hacia el culpable... o hacia una trampa.

—Escucha Tybalt, quizá sea demasiado complicado para una primera misión «real», pero estoy seguro de que serás más que competente.

Las palabras del maestro asustaron al joven Cuervo.

—¿Complicado? ¿Por todos los dioses Ulric, qué pasa?.

—Hombres del este, de Valle del Dragón —sacó una flecha del carcaj y la sostuvo, lista para ser disparada de ser necesario—. Están apunto de entrar en guerra con Kiken, que son aliados nuestros. Probablemente quieran matar al rey, si muere crearían el caos y la confusión necesaria para hacernos imposible enviar apoyo. Dudo que lo consigan, pero aun así... —miró al suelo e hizo una pausa—. Sea como sea, debemos impedir que lleguen al Nido.

Valle del Dragón y Kiken eran los dos reinos que formaban el este, era el único punto cardinal dividido en dos reinos, y que fuera así no era algo que conviniera a nadie. Valle del Dragón estaba dispuesto a poner solución al problema, conquistando el resto del este bajo la corona del emperador Khan.

Los Cuervos siguieron el rastro de sangre alrededor de los árboles, de un río, a través de unos matorrales, cerca de un acantilado... finalmente encontraron lo que parecía ser su destino. A lo lejos, una persona vestida de negro, inclinada sobre unos cadáveres ensangrentados, a la distancia suficiente como para que los dos Cuervos pudieran pasar inadvertidos.

Ulric hizo un gesto a su compañero, y ambos se dirigieron hacia cada uno de los costados del extraño, a una distancia prudente. Tybalt estaba muy nervioso, era la primera vez que se alejaba tanto de el Nido, también iba a ser la primera vez que se enfrentaría a otro ser humano en un combate a muerte. Y la última.

Tensó el arco e introdujo una flecha dentro. A continuación, hizo un gesto con la mano a Ulric y ambos se lanzaron a por el extraño.

Apuntaron con sus arcos a la cabeza del desconocido, que estaba cubierta por la capucha de una túnica negra. A los pies llevaba unos elegantes zapatos negros, largos y con una punta que se inclinaba hacia atrás, mientras que en las manos llevaba unos guantes de seda, negros también, como todo lo que llevaba puesto.

Era imposible distinguir su cara, como si llevase algún tipo de bufanda oscura tapándole bajo la capucha. Tan solo se distinguían sus ojos, unos preciosos y escalofriantes ojos violetas.

—Y finalmente, el cazador encuentra a la presa —dijo, con una voz femenina que sin duda provenía de una mujer.

Ulric tensó el arco.

—Tú, forastera, apártate de esos cuerpos.

La encapuchada obedeció.

—¿Sabes qué le ha pasado a esta gente?

—No soy médico —dijo la desconocida— pero pondría la mano en el fuego a que se han muerto.

Tybalt dio una patada a la mujer, que calló al suelo de rodillas.

—¡Deja de reírte de nosotros! —dijo, lleno de rabia—. ¡Hemos visto el campamento de ahí detrás! ¿Ha sido cosa tuya, verdad?

—Así es.

Tybalt empalideció.

—¿Y por qué coño has hecho algo así? No solo matarlos sino... ¡degollarlos!

—Ya vale, chico —dijo Ulric—. La gente enferma, no de cuerpo, sino de mente, tiene el feo problema de no poder distinguir lo blanco de lo negro. Y créeme, esta mujer está enferma, así que guarda tu odio contra gente que sea realmente responsable de sus actos.

La desconocida lanzó una carcajada bajo la capucha.

—Enferma, por los dioses, eso sí que es gracioso —soltó otra carcajada.

El maestro bajó un poco el arco.

—Tú, encapuchada, ¿por qué mataste a estos hombres?.

—Razones personal. Prefiero no hablar de ello.

Ulric suspiró.

—No hay nada que hacer. Hubiera preferido haber traído un mandoble. Habría sido más rápido e indoloro —bufó, cerró los ojos y dictó sentencia—. Yo, Tybalt Starsi, en nombre Trevor Gorrión, rey del Nido, señor de los reinos del oeste y protector de Kiken, te condeno a muerte.

Tensó el arco, apuntó hacia el corazón y disparó. La flecha voló a una velocidad endiablada, cortaba el aire provocando un siniestro silbido. Un silbido que traería la muerte a aquel que se atreviera a plantarle cara. Pero no fue el corazón de la encapuchada lo que la flecha encontró, sino el pecho de Tybalt. No quedaba rastro alguno de la encapuchada, que en un segundo parecía haberse desvanecido del universo.

Ulric se acercó a su compañero. De su torso manaba la sangre, de un color rojo y oscuro, que tintaba a hierba y las amapolas a su alrededor. Tybalt ya lo sabía, su destino había sido sellado. Sellado con un silbido.

—Parece que al final no voy a poder casarme con Victoria —sonrió de forma forzada, tras lo cual tosió sangre violentamente—. Va a quedar muy decepcionada.

El maestro cerró lentamente los ojos. Había empezado a llover y el agua de lluvia se mezclaba con sus propias lágrimas. Y con la sangre de su compañero.

La mujer de negro apareció junto a Ulric. Por sus mangas chorreaba agua de lluvia, formando lo que parecía una cascada en miniatura.

—Se dice que cuando uno de los vuestros muere, los cuervos llegan volando, para llorar la pérdida de su hermano. Dime, ¿crees que sabrán encontrar el camino en este lugar? ¿En mitad del bosque?.

La asesina arrancó la espada del pecho de Tybalt y se la volvió a clavar, en el cuello esta vez.

—¡Tú, hija de puta! —exclamó Ulric, quitándose la capucha y mostrando su cabello negro, ligeramente canoso—. ¡Vas a pagar por eso!

No esperó respuesta por parte de la mujer, rápidamente cogió la espada que su compañero aún sostenía en las manos y se abalanzó sobre la chica. Tomó aire y después lo expulsó formando una bocanada de fuego. La encapuchada lo evitó tomando aire y lanzando una lengua de fuego varias veces más grande que la de Ulric, que tragó a la primera y se dirigía hacia él. El cuervo se deslizó por el suelo, pasando bajo el fuego que le chamuscó ligeramente el pelo.

—Con que eres un hijo del fuego —afirmó la encapuchada—. Claro, sois Cuervos, magos-guerreros.

Al Cuervo no le detuvo la charla, de nuevo se abalanzó a toda velocidad sobre la forastera. La encapuchada agarró la hoja de la espada de Ulric, haciéndose sangrar por la mano. Se encontraban tan cerca que cada uno podía sentir el aliento del otro en la cara. «Se acabó» pensó el Cuervo, confiado. Tomó aire y lanzó una bocanada de fuego... pero para entonces ya no había nada enfrente suya, ni la mujer... ni su propia espada.

Se dio la vuelta rápidamente, pero no lo bastante. Ya sentía el dolor. Ya sentía la armadura agrietarse. Ya sentía el acero. Ya sentía la sangre sobre rodillas. Ya sentía... la muerte.

Cayó de espaldas, atravesándose más profundamente su propio arma. Enfrente suya estaba la asesina, la encapuchada de negro.

—¿Me quieres a mí? Pues adelante, ¡mátame!

La forastera le miró a la cara con sus amenazadores ojos violetas.

—No —afirmó—. No es a ti a quien necesito.






1

Un lugar para la paz




El rey Trevor Gorrión se levantó de la cama. Abrió un armario empotrado en la pared y de él sacó unos pantalones de lana azules y una camisa de tela blanca. Después se vistió, despacio, con cuidado, tenía todo el tiempo del mundo... de momento.

Miró por la ventana, cuidando que no entrara más luz de la necesaria en la habitación. Había amanecido hace ya varias horas y el viento de la mañana mecía las cortinas. Se sentó prudentemente al borde de la cama, suspiró y pensó en su familia.
—Hace ya casi 20 años desde que Mara y Ron murieron... —se dijo, susurrando, con una voz casi ilegible.

Mara; su mujer y Ron; su hijo, fueron dos de las miles de personas que el Segundo Conflicto se llevó consigo. Él no dejaba de decirse a sí mismo que era una estupidez desear que siguieran vivos, habían muerto y nada podría cambiar ese hecho. Pero decir algo y hacer algo son dos cosas muy distintas.

Trevor se conservaba anormalmente en forma para alguien de su edad y de su posición. Su pelo aun poseía el color castaño de la familia Gorrión, mientras que su barba mostraba cada vez más canas, pero a él no le importaba, de hecho se sentía afortunado, al fin y al cabo no todo el mundo podía presumir de tener siquiera pelo a esa edad.

Se oyó golpear la puerta.

—Pasa, Leofrick —dijo el rey.

Un tipo alto y encorvado, de unos setenta años entró en la habitación. Tenía una larga y espesa barba blanca, su pelo canoso le llegaba por debajo cejas.

—Gracias por atenderme, mi señor.

Leofrick era un consumado sabio y estudiador de todo lo que mereciera la pena ser estudiado. Además era la mano derecha del rey, su hombre de confianza.

—¿A qué debo tu visita en estas horas intempestivas Leofrick? Aun es muy temprano para abrir juicio. Y juro por los dioses que si el consejo desea reunirse ahora yo mismo los mandaré a la mierda.
—En estos tiempos nunca es demasiado temprano para dictar sentencia, mi rey. Pero no es esa la razón que me trae aquí. ¿Puedo tomar asiento? La espalda me está matando.

—Por supuesto —respondió el rey. Dio un par palmadas, una mujer desnuda se levantó de entre las sábanas y salió por la puerta sin hacer nada remotamente parecido a un ruido.

Leofrick se quedó mirando a Trevor, extrañado, aunque no sorprendido. Ambos se sentaron en unas sillitas de madera. Durante algunos segundos reinó un silencio solemne.

—Mara me perdona allá donde esté —dijo el rey.

—Bueno, mi señor, deberemos esperar a que la muerte se nos lleve para averiguarlo —dijo, mientras se acomodaba—. Hasta entonces, lo mejor que podría hacer es intentar ser lo más... recatado posible. A nadie le gustaría llegar a los cielos escuchando los quejidos de una mujer.

El rey se puso las manos en la cabeza.

—No, no, ella me perdona —se autoconvenció—. Si, ella me perdona, estoy seguro.

—Pues si mi señor está tan seguro de lo que hace —se encogió de hombros—, entonces no es necesario que me de ninguna explicación, pues yo tampoco se la pediré.

—El sol ya está muy arriba —dijo Trevor, mientras miraba a la ventana—. Vamos anciano, ve al grano. Tengo mucho que hacer.

Una de las obligaciones del rey era la de atender los juicios de la ciudad, asunto del que debía encargarse todas las mañanas. Pocos más eran sus deberes diarios; para la contabilidad ya había un contable; la guardia real era administrada por Oliver Nauman, el maestro de armas; y de los impuestos se encargaba la casa de la moneda de cada ciudad del reino. Eso y reunirse con el consejo, de ser necesario.

—Mi señor —dijo el anciano— le traigo nuevas de Kiken. Malas, le adelanto.

El rey se frotó la frente.

—¿Cómo de malas?

—Como un millón de dragones escupiendo fuego sobre el castillo. La situación con Cuenca del Dragón es cada vez más insostenible, y esos estúpidos Kikenos no hacen más que echar leña al fuego, una paloma nos informó ayer de que han raptado a la hija del rey de Cuenca del Dragón, ¡a su hija nada menos! ¿Es que esos idiotas no aprendieron nada del Segundo Conflicto? Por si fuera poco Andantes rondan por el desierto y la gente pasa cada vez más hambre. Los del dragón tienen que estar preparando a su ejército, no tienen más remedio. Llevan desde que acabó el conflicto aislados del exterior, allí tan cerca del desierto hace demasiado calor como para que la tierra dé frutos o para la práctica de la ganadería. Así que tienen que comenzar la guerra, o...

—O la gente acabará muriendo de hambre de todas formas —el rey resopló—. Mantenme informado de cualquier movimiento. Cuando comience la batalla nuestros ejércitos deben que estar apoyando a Kiken de inmediato. Ese es nuestro trato.

—¿Aún mantendrá el pacto, mi señor?. Esa alianza fue hecha en tiempos muy distintos... y en circunstancias muy distintas.

—Los Gorriones somos hombres de honor, Leofrick. Mantendré mi palabra, aunque eso me lleve al propio infierno.

El anciano asintió.

—Pues que así sea. Mandaré que envíen una paloma a Kiken avisando de la llegada de nuestras tropas.

—Pues si no hay nada más que hablar vete, debo que terminar de vestirme.

Leofrick se levantó en dirección a la puerta, se detuvo un momento.

—¡Ah!, casi se me olvida. Un Cuervo ha informado de que han recibido una carta para usted, mi señor.

—¿Para mí? ¿De quién?.

—El Cuervo Blanco.

Los ojos de Trevor se abrieron como platos.

—¿De mi hermano?

Hacía 3 años que el Cuervo Blanco no pasaba por el Nido. Generalmente nunca se quedaba en la ciudad más de unos pocos meses, solía ir de aquí para allá, siempre a donde le necesitasen, allá donde la guerra se estuviera cobrando las vidas de la gente.

Pero esta vez era distinto, esta vez era su propia vida la que necesitaba de un viaje urgente. Trevor lo sabía, aunque su hermano había intentado ocultárselo.

Creó la orden de los Cuervos después de pelear en el Segundo Conflicto, tras lo que renunció a lo más valioso que un noble poseía, su apellido. Él era el gorrión que se convirtió en cuervo.

—¿Donde está el mensajero con esa carta? —preguntó el rey.

—Se encuentra abajo, en la sala del trono. Le he dicho que espere allí un rato. Supongo que antes de atenderlo querrá ir a donde siempre, ¿no es así, mi señor?.

—Así es, muy bien hecho Leofrick —salió disparado hacia la puerta—. Dile que le atenderé en seguida, en cuanto haya ido a ver a Mara y Ron.

El rey salió del palacio. A lo lejos se oía el bullicio del barrio del mercado, que retumbaba por toda la ciudad. Fue hacia el jardín, que más bien era un cementerio. Toda la familia real estaba enterrada allí, desde Mael Gorrión; el primero, hasta el propio Trevor cuando llegara el día de su muerte.

Colocó las orquídeas lilas que había comprado el día anterior sobre una tumba gris, que tenía esculpida la escultura de una bella mujer.

—Hola, Mara —dijo.

Trevor le llevaba un ramo de orquídeas lilas todas las mañanas, sin falta. Cuando vivía eran sus flores favoritas, y también las más abundantes en el bosque. Ella siempre decía que no por ser reyes debían de tener tan solo gusto por lo refinado y lo extravagante. A veces la belleza reside en lo común. Esa era una de las razones por la que el rey amaba a Mara, ella no había sido noble toda la vida, había sido una de las criadas de Trevor cuando aun era príncipe. Era una de las cosas que adoraba de ella, no era extravagante como las otras chicas de la corte, era normal y sencilla. Y para sorpresa suya, no cambió un ápice al convertirse en reina.

Se acercó sin prisa a la tumba de al lado. Tenía esculpida la escultura de un niño sonriedo.

—Hola Ron, espero que sigas siendo tan feliz como siempre.

Estuvo unos minutos quieto, sin decir nada, con los ojos cerrados. Después se agachó y besó las tumbas de su mujer y su hijo. Una gota de agua calló encima de la lápida, y otra, y otra, y otra después. Trevor miró al cielo, pero lucía el sol de la mañana. No estaba lloviendo, eran sus propias lágrimas las que se estaban deslizando sobre la tumba. Se limpió la cara nerviosamente. Él era el rey, nadie debía verle llorar. Jamás.





2

Noticias inesperadas




Mat Cuervo estaba sentado en uno de los bancos de la sala principal de palacio, esperando a que el rey estuviera listo para atenderle. Por suerte tenía la poco común cualidad de la paciencia, aunque no dejaba de preguntarse qué le hubiera costado al rey ir a atender ese <<asunto de gran importancia>> después de haberle atendido. El maestro le había pedido (que no ordenado) que llevara una carta al rey. Mat respondió que sí, aunque ya no tuviera que aceptar las órdenes del maestro.

—¿De quién es la carta? —había preguntado.

—Míralo tu mismo —respondió el maestro.

Cuando vio el cuervo blanco grabado en el sello, su cara se tornó en una sonrisa envolvente, y sus ojos casi salieron de las órbitas.

Se mordía las uñas nerviosamente, una carta del Cuervo Blanco... ¿Significaría que iba a venir al Nido? Tenía curiosidad malsana mezclada con miedo, como la de una mujer antes del día de su boda. No era para menos, el Cuervo Blanco era para Mat más que para cualquiera de sus compañeros de la orden, era como su padre, casi podía decirse que era su padre, él le dio su apellido, el apellido Cuervo. Como miembro de los Cuervos él lo consideraba todo un honor, a pesar de que la mayoría de la gente lo habría considerado una vergüenza con la que cargar durante toda una vida. Los dos prescindían de esos comunes e innecesarios lazos de sangre a los que la gente daba tanta importancia. Para Mat, el poseer la misma o distinta sangre no era más que una estupidez, incluso a su corta edad en alguna ocasión había presenciado a padres pegar a sus hijos, matarlos incluso. Quizá fuera eso... o simplemente rencor por no haber conocido nunca a sus verdaderos progenitores, aquellos que sí le habían dado sus genes, aquellos que sí compartian su sangre. No eran pocas las veces que había escuchado la historia sobre como el Cuervo Blanco le salvó la vida hace 13 años al encontrarlo moribundo en la orilla de un río. Aparentemente la aldea en la que vivía fue destruida por unos Caminantes, pero sus padres fueron lo bastante rápidos a la hora de poner a su hijo a salvo.

Aunque todos daban por hecho que Mat tenía 20 años, perfectamente podría haber tenido 19 o 21, le encontraron siendo muy pequeño, y no es nada fácil adivinar la edad exacta de un niño de esa edad. Además, Mat no recordaba nada anterior a cuando el Cuervo Blanco le encontró.

Vestía un traje de cuero revestido con tela negra, en el pecho llevaba bordado el dibujo de un cuervo morado, el emblema de los Cuervos. Tenía una enorme capa enganchada al traje con unas hebillas de metal oscuro, negra como el carbón. Sus guantes, negros también, llevaban los dedos al descubierto. A Mat le encantaba ese traje, ya que le hacía parecer el adulto hecho y derecho en el que se había convertido hace no mucho tiempo.

El suelo de palacio estaba tan limpio y pulimentado que reflejaba todo a su alrededor como si de un espejo gigante se tratase. En el exterior era de un marrón tan claro y tan puro, que a la luz del sol engañaba con ser dorado.

Se levantó del banco en el que había estado sentado y se desperezó soltando un sonoro bostezo. Si el rey no iba a venir aun, al menos pensó en estirar un rato las piernas, el aburrimiento estaba siendo mayor tortura que el garrote vil. Subió por unos escalones de mármol hacia el pequeño pisito en la sala superior, que podía verse desde abajo. Mat observó el rosetón que había frente a él, los rosetones eran más propios de catedrales y edificios de adoración a los dioses, pero nadie negaba que hubiese sido todo un acierto que el rey mandara colocar uno en el castillo. Era absoluta y completamente precioso. La luz que entraba por él se tornaba en un tono lila, que se acentuaba por la falta de luz en el piso, que, a diferencia de la sala de abajo, carecía de ventanales. En él se mostraban ilustraciones de los seis grandes, los seis Eruditos. Mat tan solo sabía de ellos lo que había aprendido de los libros de historia que había leído en la biblioteca de la ciudad. Con la excepción de uno de ellos, a quien sí conocía muy bien.

—¿Te gusta?, lo diseñó el propio Charles Nauman —dijo una voz conocida.

Leofrick se encontraba junto a los escalones, frotándose su prominente barba canosa y sonriendo. Siempre sonreía, pasase lo que pasase. Mat odiaba esa sonrisa.

—Es precioso. El rey tiene muy buen gusto en la decoración de su palacio. Estoy seguro de que los seis grandes estarían contentos de saber que han sido representados tan bellamente.

—En realidad no fue cosa del rey —dijo el valido—, sino de la reina.

—Sin duda. Las cosas más bonitas del mundo a menudo proceden de una mujer.

—O son en sí mismo, una —sonrió y puso su mano huesuda en el hombro de Mat—. Sabes... pronto acabarás tu instrucción y serás libre. Podrás volar fuera del Nido, o quedarte y protegerlo junto a tus hermanos de la orden —Mat se zafó de su brazo—. ¿Has decidido ya lo que piensas hacer?

No, sin duda no lo había decidido. Mat quería abandonar la ciudad, conocer el mundo, ver lo que nadie ha visto, pelear con Andantes y vengar a su familia, ir al reino sin rey y ver con sus propios ojos a los dragones y las cosas maravillosas de las que el Cuervo Blanco le había hablado. Además, pronto estallaría la guerra y deseaba estar en el frente para apoyar a sus camaradas del Este.
Pero tampoco quería abandonar el Nido. No quería dejar atrás a sus amigos; a Erwyn el herrero; al gran maestre Terrowyn; a Myrna la arquera; a su hermana Caeli... No serían sus amigos los únicos a quienes perdería, también dejaría atrás a todos sus hermanos Cuervos.

—Leofrick —el joven frunció el ceño— mi futuro es mío. Yo decidiré qué hacer con él.

—¿Y qué hay de Myrna? —preguntó, sonriendo—. No me negarás que te gusta. ¿Vas a dejarla aquí?

Mat se puso muy nervioso al escuchar las palabras del anciano, su piel clara se tornó en un color rojizo a causa la vergüenza.

—No se de qué me hablas —mintió, aunque generalmente no lo hacía demasiado bien—. Myrna es mi compañera Cuervo y amiga, nada más.

—Chico, puedes callar y no hablar del tema si sientes pudor, y lo respetaré —se encogió de hombros—. Pero no me tomes por idiota. A mi edad una de las cosas que más valoro de mí mismo es mi inteligencia. Hasta el más ciego y el más sordo sabría lo que sientes por ella, y te aseguro que no soy ninguna de las dos cosas.

Mat estaba empezando a enfadarse por la ciega insistencia del anciano. Además, en cualquier caso no era asunto suyo si Myrna le gustaba o no.

—Mírame bien, anciano, porque no pienso volver a repetirlo. Myrna es una de mis muchos hermanos de la orden. La aprecio y la respeto, nada más. Así que me harás un gran favor si dejas de meterte en mis asuntos.

Comenzó a bajar nerviosamente los escalones por donde había venido, rezaba porque el tema sobre Myrna hubiera quedado zanjado.

Ambos regresaron a la sala de abajo, esta vez Mat se fijó en el trono al fondo, era aparentemente cómodo, tenía unas alas de ave talladas en piedra, a la espalda. Estaba coloreado de color marrón, con algunas manchas negras y rojizas, el asiento era gris. Lo habían pintado del color de los gorriones.

Leofrick se encogió de hombros.

—Muy bien, no sientes nada por ella. Si dices que es así y no quieres hablar de ello, vale, dejaré el tema. Pero acepta mi consejo, chico. Si realmente la quieres, díselo antes de partir. Si no lo haces te arrepentirás durante el resto de tu vida.

Mat escuchaba, y cuanto más escuchaba más se enfadaba, ¿pero qué demonios le importaba a él si se lo decía o no a Myrna?. En cualquier caso, no confiaba en que fuera a tener el valor suficiente para declararse. Mat se resultaba patético a sí mismo, acababa de terminar su entrenamiento en los Cuervos, había sido uno de los alumnos más prometedores de la orden, hasta el gran maestre Terrowyn alababa sus capacidades.

—Hijo, créeme cuando te digo que ojalá todos los aprendices que me traen aquí fueran la mitad de hábiles que tú —solía decir.

—Me veo obligado a pedirte por segunda vez que dejes en paz mi vida personal —continuó Mat—. A quién ame, o a dónde tenga pensado ir no es asunto tuyo, si realmente eres el anciano sabio que presumes ser, ya te habrás dado cuenta de que no vas a sacar nada de mí.

Leofrick se encogió de hombros.

—De cualquier modo, sé que harás lo correcto e irás a Kiken. Donde te necesitan.

Mat apretó el puño. Las palabras de Terrowyn perforaban su corazón como flechas.

—¿A qué te refieres con ''lo correcto'' Leofrick? ¿A no volver a ver a mis amigos? ¿A abandonar a los míos? En las Islas Serenas cada vez escasean más los minerales y a nosotros en el Nido nos sobran. ¿Cuánto crees que tardará en estallar la guerra cuando los isleños se queden sin un solo lingote de metal? ¿Cómo crees que me sentiría si arrasaran la ciudad y a los míos y yo no hubiera estado aquí para protegerlos?

—En el este la guerra ya ha empezado —se frotó la barba blanca—. Y necesitan aliados ahora mismo ¿No te parece egoísta negar la ayuda a los que la necesitan ahora mismo por otros que quizás y solo quizás la necesiten en el futuro?

Mat estaba cada vez enfadado. En el fondo sabía que su lugar estaba en el Nido, a pesar de que deseaba vivir aventuras como aquellas de las que el Cuervo Blanco le habló. El hecho de que Leofrick quisiera manipular su decisión mediante chantaje emocional le hacía llenarse de rabia. Al anciano le convenía que Mat fuera al este, tenían que ganar la guerra a cualquier coste, sus recursos dependían de ello y enviar a unos Cuervos podía hacer que la balanza se inclinara a su favor. Mat lo sabía. Sabía que bajo las engatusadoras palabras del valido del rey tan solo se encontraba el interés propio.

—¿Tantas ganas tienes de perderme de vista, anciano?

—Me ofendes Mat —adoptó una cara entre sorpresa y decepción—. Yo nunca desearía eso. Te aprecio mucho y créeme cuando te digo que seré el primero en llorar tu marcha si te vas. Pero una cosa son los sentimientos y otra muy distinta es el deber. Estoy seguro de que harás lo correcto.

«¿Lo correcto?, entonces ve tu mismo al este y pelea en esa estúpida guerra» pensó. Hubiera deseado decirlo en voz alta, pero supo controlarse.

La gran puerta de hierro negro se abrió, interrumpiéndoles. Trevor Gorrión pasó por ella, con los andares duros pero a la vez refinados característicos de la alta nobleza. Trevor pasó de largo sin mirarles y se sentó en el trono alado. Estaba erguido, con la cara áspera como la roca en la que acababa de tomar asiento.

—Me han informado de que tienes una carta para mí, Cuervo —dijo, con voz fría—. Muéstramela.

Mat siempre creía que el rey forzaba una actitud dura frente a los desconocidos, pero también pensaba que era algo necesario, un rey no puede permitirse el lujo de mostrarse débil frente a su pueblo.

Sacó de su cinturón una carta negra y se la dio, Trevor rasgó el sello con forma de cuervo blanco usando un abrecartas. Las letras eran blancas sobre un fondo negro. El rey echó una rápida ojeada y sus ojos se abrieron como platos.

—Leofrick, mi hermano llegará pronto a la ciudad —dijo, nervioso. Se levantó del trono y arrojó al suelo la chaquetilla de cuero que llevaba puesta—. Quiero a todos los sirvientes trabajando, ¡para esta misma noche debemos tener un banquete digno! Cuervo, avisa a los tuyos, mi hermano deseará veros. ¡Y poneos vuestras mejores galas!, no quiero ver a ninguno de los tuyos con esos andrajosos uniformes de la orden.

Trevor se dirigió hacia la puerta que llevaba a las habitaciones, pero Leofrick le interrumpió.

—Mi señor, su hermano siente repulsión por este tipo de excentricidades.

Trevor abrió la puerta, produciendo un estruendo chirriante.

—Lo sé.






3

Una pizca de madurez




Desde que nací, la gente no ha dejado de decirme que soy especial.

—¡La elegida! ¡La niña nacida de la sangre de los Eruditos! —dicen todos. Y, a decir verdad, ni siquiera sé con seguridad lo que eso significa. ¿Acaso soy diferente del resto de las personas? ¿Se supone que estoy destinada a hacer algo? Al fin y al cabo no soy más que una huérfana, ningún huérfano puede estar destinado a nada grande, eso es cosa de nobles. Aunque mi hermanastro Mat no hace más que decirme que no piense en mi familia, no es algo que pueda evitar. Según me contó el Cuervo Blanco, mi familia murió en el Segundo Conflicto, si yo tuve la suerte de nacer fue tan solo porque mi madre se marchó a Puerto Azur. Pero ni siquiera se me permite saber nada sobre los dos Grandes Conflictos. Lo que quiera que pasara en esas guerras realmente tuvo que causar una gran conmoción en la gente. ¿Pero qué clase de mundo es este en el que se le priva a las personas del conocimiento?

La puerta se abrió con velocidad, Caeli cerró de forma nerviosa el libro que había sobre la mesa.

—Te he dicho muchas veces que llames a la puerta antes de entrar en mi habitación —la niña estaba visiblemente enfadada. Mat, que había abierto completamente la puerta, se adentró más en la estancia.

—Y yo te he dicho muchas veces que mientras no me pagues alquiler entraré como y cuando quiera —soltó una carcajada—. Con que sigues escribiendo tu diario, ¿eh?, vamos, no lo escondas, que no te dé vergüenza. No es nada malo, siempre y cuando también estudies tus libros de magia, algún día llegarás a ser una gran hechicera.

Caeli solo tenía catorce años, y ya poseía unos conocimientos sobre hechicería mayores que los de muchos brujos adultos. A ojos de la Pirámide de los Hechiceros, compuesta por los magos más poderosos de los seis reinos, era un auténtico desperdicio que la niña estuviera en el Nido, aprendiendo hechicería por su cuenta sin un maestro competente. A pesar de la insistencia de Mat en que su hermana no perdiera su niñez, estaba claro que la Pirámide no permitiría ese desperdicio por mucho más tiempo.

Se escucharon unos ladridos agudos provenientes del piso de abajo.

—Vamos, no me fastidies. ¿Has vuelto a traer animales a casa? —preguntó Mat.

—Es un cachorrito, lo encontré abandonado en el bosque.

—No se puede quedar, Caeli, no podemos alimentarlo.

Como si hubiera estado escuchando la conversación, el perro entró en la habitación. Realmente era muy pequeño, apenas un cachorro, su pelaje era blanco y muy poblado. Mat se agachó y lo toqueteó, con aspecto analizante.

—Es un perro del norte —se frotó la barba—. Últimamente se ven bastantes por aquí. Alguien debe de haber traído una pareja y haberlos puesto a criar como locos —lo acarició—. Es una raza de perro guardián muy fiel e imponente. Se dice que darían la vida por su familia.

—¿Ves? —la niña correteaba, nerviosa— ¡Es un perro muy bueno! ¡Por favor, déjame quedármelo!

—Lo siento, pero no puede ser —adoptó una cara triste—. Además, acuérdate del gato que trajiste el mes pasado. Acabo francamente... mal.

—¡Te lo dije! ¡Fue sin querer!, se me... calló un poquito por el balcón.

—¿Se te calló un poquito por el balcón? —soltó una carcajada—. Lo siento mucho Caeli, de verdad, pero no podemos.

—Pero... —la niña no sabía que decir. Realmente no podían quedárselo. Pero ella solo era eso, una niña. Una niña que hacía cosas de niñas... como cuidar de un animal a escondidas.

—No hay más que hablar, Caeli.

Mat cogió el libro que su hermana había intentado esconder entre sus brazos.

—¿Sobre qué has estado escribiendo? ¿Pone algo sobre mí?

—¡Alto! —la niña se levantó como un rayo— ¡Es personal, no puedes leerlo!

—Oh, vaya. Entonces supongo que tampoco querrás saber nada sobre la carta que ha llegado hoy. Lo siento mucho —el chico se dirigió hacia la puerta—. Supongo que la quemaré. El Cuervo Blanco se sentiría muy mal si supiera que su querida hermanita no ha querido leer su carta.

Caeli llamaba hermano al Cuervo Blanco, al igual que Mat. De pequeña lo llamaba padre, pero él siempre le había pedido que no lo llamase así, a un padre se le debe respetar y hacer caso ciegamente. Él prefería ser su hermano, su igual. Tampoco le gustaba el término hermanastro, porque significaba que no eran hermanos reales, por eso también prohibió a Mat y Caeli que se llamaran así. Da igual lo que les dijera la gente, aunque no compartieran sangre eran hermanos y debían tratarse como tales.

—Has dicho que es de... ¡dámela!

—Ah, ah —Mat levantó la carta una distancia lo bastante alta como para que su hermana no pudiera alcanzarla—. Quiero oír las palabritas mágicas.

—¿Por...favor? —dijo la niña insegura.

—No.

La niña suspiró.

—Tienes toda la razón. Siempre la tienes, y el perro saldrá de aquí mañana mismo —dijo, sin creer las palabras que salían de su propia boca.

Así está mejor. Toma Caeli, lee, espero que la carta te haga tan feliz como a mí.

La niña deslizó sus bonitos ojos color esmeralda sobre la carta con extrema rapidez. Cada letra, escrita con una preciosa caligrafía, era para Caeli como un pastel recién salido del horno que la llenaba de gozo y felicidad.

—El va a... —soltó un espontáneo y sonoro grito de júbilo, después se tapó nerviosamente la boca, al darse cuenta de lo estúpida que había sonado—. ¿Cuándo?, ¿Cuando viene?

—Presumiblemente, a lo largo del día de hoy.

—¿Qué quieres decir con «presumiblemente»?

—Quiero decir que si no viene hoy, el rey va a tener serios problemas con el costoso banquete que está preparando.

—¡Ja! Sería todo un acontecimiento que después de todo el Cuervo Blanco no se presentase.

—Sin duda. Oye, ¿sabes algo de Erwyn?, llevo días sin saber nada de él.

La niña miró un momento por la ventana, pensativa.

—Probablemente esté en la atalaya, o... los dioses sepan donde.

La atalaya era el edificio más alto de todo el Nido y probablemente también el más seguro, más que el propio palacio. Era la sede de los Cuervos en la ciudad. Allí vivían los maestros y se entrenaba a los aprendices; realizaban las reuniones sobre los asuntos internos de la orden y se planificaban los encargos a los miembros. También era una de las principales razones de rivalidad entre los Cuervos y la guardia real, ya que estos últimos siempre se habían quejado de el intimismo de los Cuervos a la hora de planificar cualquier plan de defensa de la ciudad. Y algún día eso podría acabar costando la vida de más de una persona.

—Bien, pues en ese caso, iré a la Atalaya. Erwyn ha estado muy apagado últimamente, le sentarán bien las buenas noticias.

Mat comenzó a bajar las escaleras, pero la voz de su hermana le interrumpió.

—¡Espera! —Caeli bajaba aún más rápido que él—. Yo también voy.

—¿Qué?, ni hablar, tú tienes que estudiar, y además —señaló al cachorro blanco, que dormía haciéndose una bola de forma realmente adorable— tienes que sacar a ese animal de aquí.

La niña ya había estado estudiando antes, así que no creía que hubiera razón para seguir así todo el día. Y en cuanto al perro... bueno, ella ni siquiera tenía pensado echar al perro.

—Yo también quiero ver a Erwyn. Hace días que no lo veo, ¿y si le ha pasado algo?

Mat se frotó los ojos con la mano, resopló.

—Si lo que quieres es venir, entonces adelante. Los dioses saben que una discusión contigo tan solo me traería un incesante dolor de cabeza.

La pareja salió de la casa de madera, Mat seguía vestido con su querido uniforme de Cuervo, mientras que la niña se había abrigado con una túnica azul y blanca. Bajo ella llevaba varias prendas más, para no sucumbir al incesante frío otoñal.

Todo el barrio era ininterrumpidamente bullicioso. En la Ciudad Baja todo el mundo iba de aquí para allá, el jaleo inundaba las calles; mujeres que llevaban cestas llenas de comida a su casa, guardias reales que se aseguraban de que todo estuviera como tenía que estar, e incluso nobles de baja categoría, que por algún derroche excesivo se vieron obligados a abandonar sus lujosas casas de la Ciudad Alta para vivir junto a la plebe.

Mat y Caeli caminaban a zancadas sobre el suelo de adoquines grises, la niña paró un momento frente a un señor mayor subido a una caja de madera, que gritaba con una intensidad de voz que para nada parecía corresponder a un hombre de su edad. Muchos hombres y mujeres se detuvieron también junto al anciano conforme pasaba el tiempo y sus palabras fluían.

—¡Estáis equivocados! —gritaba—. ¡Todos estáis equivocados! ¡Habéis sido engañados para creer lo que los grandes reyes y nobles quieren que creáis!

Mat agarró a su hermana por el brazo.

—Vamos Caeli, no te pares aquí.

—Espera un momento —dijo la niña, concentrada en las palabras del anciano subido a la caja—. Quiero ver que es lo que tiene que decir.

El anciano continuó con sus gritos.

—¡Ningunos dioses nos gobiernan desde los cielos! ¡Nada más hay tras la muerte! Habéis sido engañados. Pero aún no es tarde para que penséis, y razonéis.

Un joven de nariz aguileña se movió entre la multitud, se carcajeaba mientras intentaba articular palabra.

—Lo que dices no tiene ningún sentido. Si los dioses no existen, ¿entonces quién mueve el sol y la luna? ¿Acaso insinúas que los astros son seres que actúan con voluntad propia? —soltó otra carcajada—. He conocido a putas capaces de decir cosas más razonables que tú, viejo.

Entre la multitud, una mujer con tripa de embarazada se unió a las quejas del joven.

—No solo eso, si los dioses no existen, ¿quién provoca las lluvias? ¿Quién hace que los campos den fruto? Anciano, con tus delirios solo conseguirás enfadar a los dioses, y ellos saben que este no es el mejor momento. Lárgate antes de que llame a los guardias. La pena por la herejía es...

—La muerte —dijo un hombre vestido con una armadura de acero ligero, revestida de cuero blanco. Llevaba bordado en el pecho el Gorrión del Nido, y una capa plateada le ondeaba a la espalda. Tres hombres más, vestidos con el mismo traje, salieron de un callejón. Todos llevaban yelmos tapándoles las caras.

—La guardia real —afirmó Mat—. Vámonos Caeli, ¡ya!

—No, ¡espera! —la niña se zafó del tirón de mangas de su hermano. Los guardias se acercaron velozmente hasta la caja donde estaba subido el hombre mayor.

—Es usted un hombre viejo —afirmó quien parecía el cabecilla del grupo—, así que debe de conocer mejor que nadie las leyes de este lugar.

—Conozco el Nido y a sus gentes mejor que nadie. También te conozco a ti, Oliver Nauman, maestro de armas, hijo de Simon Nauman y nieto de Charles Nauman —escupió al suelo, desde la altura de la caja parecía que con el viento la saliva planeaba sobre los adoquines—. Tu abuelo estaría muy avergonzado. Os aprovecháis de la ignorancia de la gente para engañarles y manipularles.

Oliver Nauman hizo oídos sordos a las afiladas palabras del anciano. Se quitó el yelmo, mostrando una cara adulta, ligeramente envejecida, con una barba negra y canosa.

—Como dicta la ley, le doy oportunidad de arrepentirse, y de aceptar en su corazón a los dioses.

—¿Que acepte en mi corazón a los dioses? —escupió— ahí tienes lo que valen para mi vuestra mierda de dioses imaginarios. Podréis engañar a estos cientos de borregos, pero a mí no.

Oliver Nauman suspiró, cerró los ojos e hizo un gesto con la mano a los guardias que le acompañaban. Bajaron al anciano hacia el suelo y lo pusieron de rodillas, con la cabeza apoyada sobre su caja. El capitán de la guardia desenvainó su espada, un enorme mandoble, casi tan grande y pesado como él mismo.

—Que los dioses sean benevolentes contigo —bajó su arma súbitamente, sin vacilar. El cuello del anciano se separó de su torso con un estruendo siniestro, desgarrador. Mat tapó los ojos de su hermana, aunque no lo bastante rápido.

—¡Oh dios! Le ha... —la niña estaba llorando; asustada, nerviosa y asqueada. Un hombre de entre la multitud vomitó sobre los adoquines encharcados.

—Que esto sirva de ejemplo a todos los presentes —Oliver Naumann gritó, alzando en sus manos la cabeza del anciano—. ¡No permitiremos que la ira de los dioses caiga sobre el Nido por culpa de un demente! Ahora regresad a vuestras casas.

Toda la muchedumbre pareció convencida de la acción de la guardia real. Aquel hombre estaba loco, era un demente que no sabía lo que decía. De haber seguido con vida tan solo hubiera provocado que la ira de los dioses cayera sobre la ciudad. Casi parecían estar contentos del oscuro destino del anciano.

—Vámonos ya Caeli —el Cuervo tiró de la manga de su hermana—. Ya hemos visto más que suficiente.

La niña aún se encontraba conmocionada por la situación. Era la primera vez que un ser humano moría ante ella. Por desgracia, tan solo sería el primero de muchos.

—¿Por qué?... —la voz de la joven se cortó—. ¿Por qué han tenido que matarlo?

Mat se detuvo un momento.

—Porque es peligroso que la gente piense por sí misma. Para el rey y el consejo, la iglesia es el mayor negocio de la historia —aceleró el paso, su hermana intentó seguirlo torpemente.

—Pero no entiendo, ¿acaso no se supone que el rey es bueno?

—Nadie es totalmente bueno en esta vida, Caeli, y mucho menos un rey.

Llegaron a su destino. La Atalaya se alzaba ante ellos como una enorme e imponente torre negra. Desde fuera podía escucharse el choque de metal contra metal proveniente del patio de entrenamiento. En la parte superior habían cuatro estatuas de cuervos negros que rodeaban la torre. Y, en la parte más alta, una bandera con un cuervo negro bordado. Representaba la independencia de los Cuervos. «Nosotros no representamos a nada ni a nadie, no defendemos a ningún rey ni a ningún conde. Nuestra única razón de vivir es el Nido y su gente». Ese era el lema de los Cuervos. En una situación normal, ni en el mejor de los casos se hubiera permitido algo semejante a una guardia independiente a la ciudad. Sin embargo, los Cuervos podrían acabar siendo un hecho que inclinara la balanza a favor del Nido si se desatara una guerra. Y además, el fundador de los Cuervos era el hermano del rey, lo cual, aunque él jamás lo admitiría, le otorgaba ciertos privilegios.

Una vez que entraron dentro, Mat habló con el gran maestre Terrowyn en la planta baja. Desde la ventana se podía ver el campo de entrenamiento, Caeli estaba en un banco, viendo pelear al joven Tristan y al maestro Brand Redway. Las espadas con las que combatían estaban melladas, para evitar accidentes; pero su peso y su contundencia eran tales que un buen golpe podía provocar moratones del tamaño de un brazo.

—Es tal como se lo digo, gran maestre —Mat se movía nerviosamente por la sala, zapateando en el suelo— lo mataron allí mismo, delante de todos. A todo el mundo le pareció bien pero... se trataba tan solo de un anciano sin nadie en el mundo. La gente no callará cuando sea gente de su familia la que muera.

Terrowyn estaba sentado en una silla de madera, se frotaba su prominente barba negra pensativamente.

—Este asunto de la religión cada vez va a más. Y no solo eso, la comida que sirven al pueblo cada vez está en peor estado, últimamente está hasta podrida. Y dentro de un mes vuelven a aumentar los impuestos, mientras que el rey cada vez derrocha más dinero. Te aseguro que la gente solo es estúpida por un tiempo muy limitado, Mat.

—¿Entonces crees que podría ocurrir? ¿Una guerra civil?

—Si esto sigue así es muy posible —se levantó de la silla.

Durante unos instantes nadie esbozó palabra alguna, en la sala tan solo se escuchaba el sonido del acero contra el acero. Caeli seguía en el mismo sitio, viendo al aprendiz entrenar con el maestro. El joven Tristan estaba visiblemente exhausto, chorreando sudor por sus ropajes de cuero. Brand Redway, sin embargo se encontraba tan bien como antes de comenzar a luchar.

—Gran maestre —finalmente Mat rompió el silencio—. Si al final ocurriera lo peor, dígame, ¿a quiénes deberíamos de apoyar los Cuervos?

—Es evidente. Los Cuervos debemos apoyar a la gente del Nido. A ellos son a los únicos a quienes servimos. Si el rey es feliz con sus excesos y sus fiestas, es libre de hacer todas las que quiera, pero no si ello pone en peligro al pueblo.

Mat asintió.

—Informaré pues al Cuervo Blanco cuando llegue a la ciudad. Seguro que él hará algo. Él es... él es un héroe.

El gran maestre soltó una amplia carcajada. Mat no comprendía a que venía eso, no había nada chistoso en sus palabras.

—¿De qué se ríe, maestro? —preguntó el joven.

—De lo irónico que me resulta todo esto.

Afuera, en el patio, los dos combatientes ya habían terminado el entrenamiento. Tristan estaba exhausto, empapado en sudor y rojo como un tomate. Brand Redway ya había comenzado a jadear, pero parecía que aún podría haber seguido peleando durante horas.

—Bien hecho Tristan —dijo el maestro—. Pero aún tienes mucho que mejorar, tanto con la espada como con la magia. Ya va siendo hora de que puedas crear agua del aire sin necesidad de que lluvia.

—Maestro —el aprendiz se irguió— sus consejos son como el mayor de los regalos para mí. Seguiré entrenando duro.

Los dos se miraron, y, haciendo un ademán con la cabeza, se despidieron.
Tristan tenía apenas la edad de Caeli, pero su habilidad con la espada no tenía igual entre el resto de aprendices. Su esfuerzo y dedicación en el entrenamiento había acabado supliendo con creces su falta de talento con la magia.

—Bueno —el joven se sentó en el banco, junto a Caeli. Una enredadera crecía alrededor de la pared de piedra— ¿has estado observándonos?

—Sí —respondió la niña—. Mat está adentro, charlando con el gran maestre, así que me senté a veros un rato. He observado tus técnicas durante todo el combate. Eres increíble, Tristan.

—Qué va. El maestro Brand Redway me ha dado una soberana paliza.

—Él es un Cuervo completamente entrenado. Además de un maestro. Es imposible que pudieras haberle ganado.

—Nada es imposible, y hasta que no consiga vencerlo no pararé de entrenar —el chico se levató—. Sabes Caeli... mi sueño es llegar a ser algún día gran maestre de los Cuervos —los ojos le brillaban como el fuego de una antorcha—. Si ni siquiera puedo vencer a un maestro maestro, jamás llegaré a cumplir mi sueño, ¿lo comprendes?

—¿Sabes?... creo que sí —se levantó—. Mat ya ha salido, tengo que irme. Mucha suerte, Tristan. Espero que algún día se cumplan todos tus sueños.
¡Coño, has subido otro capítulo! Yo que quería comentarte al terminar el 2º.
Me gustó mucho el prólogo. Estoy viendo mucho parecido con Juego de tronos (yo veo la serie, no tengo ni zorra de cómo son los libros), ¿te has inspirado en ello?
Tienes algunos errores gramaticales y de puntuación, unos más graves que otros. Repasa mucho siempre.
No sé cuán realista quieres hacer el comportamiento de los personajes, pero la insistencia de un viejo de 70 años para saber si le gusta una chica a Mat, hablando como un chico de su edad, chirría un poco.

Me está gustando.
DeFT escribió:¡Coño, has subido otro capítulo! Yo que quería comentarte al terminar el 2º.
Me gustó mucho el prólogo. Estoy viendo mucho parecido con Juego de tronos (yo veo la serie, no tengo ni zorra de cómo son los libros), ¿te has inspirado en ello?
Tienes algunos errores gramaticales y de puntuación, unos más graves que otros. Repasa mucho siempre.
No sé cuán realista quieres hacer el comportamiento de los personajes, pero la insistencia de un viejo de 70 años para saber si le gusta una chica a Mat, hablando como un chico de su edad, chirría un poco.

Me está gustando.

Lo tendré en cuenta, gracias!

Me he inspirado en muchas sagas de fantasía, pero yo creo que en muchos aspectos me he inspirado más en Geralt de Rivia (saga del brujo) que en Juego de tronos.
Maister_sup escribió:
DeFT escribió:¡Coño, has subido otro capítulo! Yo que quería comentarte al terminar el 2º.
Me gustó mucho el prólogo. Estoy viendo mucho parecido con Juego de tronos (yo veo la serie, no tengo ni zorra de cómo son los libros), ¿te has inspirado en ello?
Tienes algunos errores gramaticales y de puntuación, unos más graves que otros. Repasa mucho siempre.
No sé cuán realista quieres hacer el comportamiento de los personajes, pero la insistencia de un viejo de 70 años para saber si le gusta una chica a Mat, hablando como un chico de su edad, chirría un poco.

Me está gustando.

Lo tendré en cuenta, gracias!

Me he inspirado en muchas sagas de fantasía, pero yo creo que en muchos aspectos me he inspirado más en Geralt de Rivia (saga del brujo) que en Juego de tronos.


Bueno, es que en este caso sólo he jugado a The Witcher 1 y 2 (:
Pero lo de los cuervos, lo de las islas (del hierro), no sé, muchos detalles me recuerdan a la 1a y 2a temporada de la serie.
DeFT escribió:
Maister_sup escribió:
DeFT escribió:¡Coño, has subido otro capítulo! Yo que quería comentarte al terminar el 2º.
Me gustó mucho el prólogo. Estoy viendo mucho parecido con Juego de tronos (yo veo la serie, no tengo ni zorra de cómo son los libros), ¿te has inspirado en ello?
Tienes algunos errores gramaticales y de puntuación, unos más graves que otros. Repasa mucho siempre.
No sé cuán realista quieres hacer el comportamiento de los personajes, pero la insistencia de un viejo de 70 años para saber si le gusta una chica a Mat, hablando como un chico de su edad, chirría un poco.

Me está gustando.

Lo tendré en cuenta, gracias!

Me he inspirado en muchas sagas de fantasía, pero yo creo que en muchos aspectos me he inspirado más en Geralt de Rivia (saga del brujo) que en Juego de tronos.


Bueno, es que en este caso sólo he jugado a The Witcher 1 y 2 (:
Pero lo de los cuervos, lo de las islas (del hierro), no sé, muchos detalles me recuerdan a la 1a y 2a temporada de la serie.

Ni idea de eso, de hecho yo aún voy por el primero libro de juego de tronos xD osea que ni idea sobre eso. Pero sí, mucho rey, mucho príncipe (y más que van a haber, esperate a que ponga los siguientes capítulos xD) por lo que sí, es bastante normal ver similitudes. Pero en realidad es lo superficial. Realmente los personajes poco se parecen a los de Juego de tronos y la trama (ya verás) se parece menos aún.

Ahora estoy escribiendo también una serie de relatos cortos (he posteado uno), para no quemarme mucho con la novela.
4 respuestas