Un escaparate.
Un grueso cristal rayado por firmas anónimas
donde modelos inertes, maniquíes inmóviles
muestran al mundo la felicidad del número 36.
Un grueso cristal recién limpiado
por esa mujer de desecho moño
que cuida los callos de sus manos
para parecerse a esos cuerpos de madera.
Un grueso cristal que refleja mis ojos cansados,
la fina línea de mi boca tumbada,
mi cuerpo tan diferente a la madera.
Mi cuerpo menos consistente, más humano.
Un grueso cristal que permite
la estancia de mis huellas en su seno;
líneas curvas, curvas de nivel
de los cerros del tacto.
Un grueso cristal donde descansa
la maltratada espalda del mendigo,
acogido por cartones, por periódicos
y la caridad de algún transeúnte.
El grueso cristal de los sueños,
de las narices aplastadas de los niños
en una cómica mueca
ansiando alcanzar el objeto de deseo.
Un escaparate; el grueso cristal que divide
dos mundos paralelos.