Pokémon Go ha sido una de las cosas más bonitas que han pasado en los videojuegos sociales. El año de la fiebre PGO me acerqué al parque de Castelar, en mi ciudad natal, Badajoz, y vi por primera vez congregada a más de un centenar de niños, adolescentes, jóvenes y adultos pasear en grupo o pareja con el móvil en sus manos mientras descansaban en el bar, el césped, frente a los patos. Se respiraba vida, alegría y paz. Fue algo que me dejó completamente anonadado y que recuerdo aún con cariño. Porque eso no lo ha conseguido ningún otro juego, tampoco festivales ni conciertos, donde predomina el jaleo y la juerga.
Ojalá la fiebre no se apague, y que la opción de amigos sea para bien.