Esperé al anochecer, pero no ocurrió nada.
Durante la mañana siguiente jugué a ser el estratega que se esfuma del mundo real para aproximarse a tu memoria inmediata, a tus reflejos más directos y verdaderos. Sabía que estarías allí, donde los libros absorben el polvo que ni tú ni yo respiramos, donde siempre me veo saqueando un diccionario de sinónimos para alimentar esa fuente inagotable de pensamientos lo más simple posibles que me hacen sentir vivo.
En ese diccionario no puedo encontrar tu nombre. Pero entre las páginas hallo las nuevas sensaciones que me traen
el olor de tu ropa,
el brillo de tus zapatos,
tus blusas estampadas,
tus pantalones ceñidos,
esos ojos rigurosos
que flotan en mi áurea,
tus dedos, perfectos,
como las novelas de Paul Auster,
tu carpeta, repleta de fotos
de todo lo que pudo ser y no ha sido,
tu móvil, tus llaves,
esos objetos personales
que deseo hacer míos
sólo durante un instante,
el que tarde en darme cuenta
de que nunca leerás esto,
-aunque sigo siendo fuerte-
y aunque nunca hemos hablado
sé lo que dirías si me acercara
a tu mejilla,
y sé lo que harías
si te cogiera de la mano,
llevándote al pasillo,
para no volver hasta el cierre de
ese lugar que día tras día transitamos,
juntos,
pero mudos,
aunque quizás esto
no es lo más importante,
quién sabe,
(quién sabe).
Tu cuerpo en la fuente de la sabiduría. Tu cuerpo en mi mente.