Le hablaba esta mañana a mi jefe, colega y amigo Manolo Rubio, sobre mis inicios en la lectura. Contaré primero cómo era mi casa.
Vivíamos en el campo, en El Cortijo Nuevo, allá por Archidona. En casa no había - ni se la esperaba – luz eléctrica. Agua sí, porque manaba directamente por un caño y venía de un manantial centenario y ya precario, propiedad de la familia. Mi madre lavaba en una alberca donde caía el agua del caño tras llenar tres pilas en las que se refrescaban las bestias. Por la mañana, con independencia de la estación, nos expropiábamos las legañas en el agua del dicho caño.
Una noche de verano, tan inolvidable como terrible, mi hermana Maribel, la pequeña de la casa junto con su melliza Mari Pili, se cayó a la alberca. Debía tener año y poco. Mi tía Gregoria, que en el cielo esté, dio la voz de alarma a mi madre.
- Gracia, hay una muñeca nadando en la alberca.
Como una loca, mi madre se tiró al agua y acertó a sacar a Maribel, la desvalida e infeliz muñequita, aparentemente sin vida. Lo que pasó después tuvo ecos de coro de tragedia griega. Unos metros más abajo, junto a un nogal, segaban mi padre, mi tío Justo, que en gloria esté, y un tercer varón, quizá Pepe Pozo, también ya desaparecido. En un instante los llantos subieron y bajaron en procesión. Un río de lágrimas y quejumbrosos lamentos llenó el atardecer estival de El Cortijo Nuevo. Mi primo Juan Ramón y yo, sentimentalistas y apocados, huimos del lugar de la tragedia y nos fuimos a la era, donde lloramos sin consuelo. Juan Ramón es hoy un admirable filósofo, y yo soy quien soy, pero en la aciaga anochecida de la alberca sólo mi madre estuvo en su sitio. No derramó una lágrima, no perdió un segundo en lamentos o muecas acongojadas. Cogió a mi hermana Maribel en sus manos, y la sometió a todo tipo de movimientos hasta que la niña abrió los ojos y comenzó a expulsar agua. ¡Estaba viva! ¿Por qué no acudieron en seguida a un médico? Otros tiempos, otros medios. Vivíamos a diez kilómetros de Archidona, el pueblo más cercano. No teníamos teléfono ni coche. En mula el viaje se hubiera prolongado durante casi dos horas. No quedó otra que afrontar las circunstancias. ¡Así eran las cosas en los días felices y tristes de mi infancia!
Mis primeras lecturas, y de esto hablaba esta mañana con Rubio, las hice a la luz de un candil. Luego, pasados los años, debía tener unos once, nos hicimos con un artefacto incomparablemente más sofisticado, una bombona de camping gas, de color azul, que mediante un dispositivo a modo de lámpara alumbraba con una intensidad que nos parecía milagrosa.
Mi afición a la lectura arrancó pronto, en la edad oscura del candil, pero como en casa no había libros, más allá de una rancia y enana enciclopedia, me enganchaba a los relatos y poemas de los manuales de texto. Pronto me convertí en un virtuoso de la lectura en voz alta. Las visitas, a instigación de mis padres, me pedían que actuara para ellos, y aunque me negaba y me enfadaba con la boca pequeña, rabiaba por entrar en faena lectora.
Durante la inacabable infancia apenas leí un par de novelas. Una de ellas se llamaba Senderos de gloria, y me la regaló mi vecina Rufinita. Los tales senderos eran un apasionante relato de los últimos días de Cristo, hasta el Calvario. Pero lo que leía con fruitiva pasión era el As Color. De hecho, el primer librito, en formato de revista, que devoré era una biografía del futbolista del Atlético de Madrid Adelardo, escrita por el redactor de As Julián de Reoyo.
El primer libro en serio no lo tuve hasta los quince años, cuando cursaba 2º de BUP. Fue El Buscón de Quevedo, y figuraba como una de las lecturas obligatorias de Literatura Española. De modo que mi trayectoria lectora fue de salto mortal en el vacío. Pasar del As Color a Quevedo puede resultar suicida, aunque en mi caso funcionó. En ese punto, los quince años, se despertó mi auténtica vocación lectora. Para mi desgracia me perdí las islas del tesoro, las aventuras de los cinco o Robinson Crusoe, clásicos de la niñez que en ocasiones he recuperado, aunque fuese a destiempo.
El Buscón me lo compró mi madre en la librería de Haro, en Archidona, y me lo entregó con gran sigilo y complicidad.
- Toma, y que no se entere tu padre, que me ha costado ¡quince duros!
No es que mi papá fuera un roñoso, es que por aquel entonces éramos seis bocas a llenar, cuatro de ellas en edad escolar, y estábamos tiesos. Después nos hemos reído mucho con esta anécdota, aunque a mi padre no le hace ninguna gracia haber quedado como el malo de la historieta, como el oso gruñón, frente a la bondadosa mamá.
Le contaba yo esta mañana todo esto a Manolo Rubio, porque me acababan de regalar dos libros: Camposanto de Baltasar Magro, entregado por el propio autor, y Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite, que me lo ha dado mi buen amigo Benito Fernández, quien se firma con la jota delante, en un acto de vanidad que encaja a la perfección en la coquetería que envuelve su presencia pública. J. Benito Fernández, Domínguez por más añadir, es autor de un estupendo libro biográfico en el que radiografía las vidas y las almas de Leopoldo María Panero. Pero el volumen es más que eso, es también un retrato afortunado de la vida literaria, de las nubes, las sombras y la divina exquisitez de un grupo de creadores de cultura que llevan cuarenta años en primera línea. Tras él éxito de la biografía panerista, publicada por Tusquets, ahora J.B.F. anda buscándole las vueltas a un muerto temprano e ilustre, Eduardo Haro Ibars, hijo del respetado y controvertido Tecglen.
Benito, a quien seguramente no le importaría llamarse Benito Bonito, es, como apuntaba antes, un exquisito con percha, un enamorado del lino, la lana y el algodón, siempre que lleven buena firma y estén confeccionados con gusto por un artista titulado Adolfo Domínguez, Roberto Verino o Giorgio Armani. Por lo demás, si para adquirir una prenda original es menester trasladarse a Zaragoza, allá que acude Benito Bonito, en pos de su tesoro indumentario. Y quien dice Zaragoza dice Granada o León. Se le puede criticar o no, allá las envidias o las opiniones sobre la moda, pero el hecho es que en en la empresa nadie combina las americanas y las corbatas con la sabiduría que lo hace Benito, el admirable J.B.F.