Tras unas semanas, os dejo este relato basado en la enigmática cultura maya... Espero que lo disfrutéis...
Prófugo
Tal algarabía conseguía ponerle aún más nervioso de lo que ya estaba; su familia y allegados festejaban la buena nueva, acercándose a él para tocarlo y besarlo, sin cesar de lanzar proclamas y confiándole mil y un mensajes dirigidos a las distintas deidades.
– Mi preciado amigo, no te olvides de pedir a Yum Kaax que bendiga mis cultivos y poder seguir alimentando a mi familia así.
– ¡Mi misma sangre! – le gritaba su hermana –. Mandaré una ofrenda floral junto a ti para que Ixchel permita que germine la vida nuevamente en mi interior.
– Tremendo honor aquel con el que has sido agraciado… – el evidente orgullo con el que su progenitor pronunciaba esas palabras mientras apoyaba las manos sobre sus hombros, contrastaba totalmente con la amarga sensación de desamparo que le acuciaba, con aquella creciente desesperación.
Todo había sucedido tan rápidamente que aún trataba de asimilarlo, de poner en orden sus pensamientos y poder ver todo aquello en perspectiva. Durante los dos últimos ciclos solares completos, la ciudad entera, junto con los habitantes de los poblados cercanos, se había echado a la calle para celebrar el inicio de la época de cosecha. Cada año eran más y mayores los espectáculos dedicados a la veneración de los dioses, agradeciéndoles su benevolencia al procurar el tan necesario alimento.
Evocadoras melodías inundaban las arenosas avenidas y los edificios sagrados, frenéticos bailes, alabanzas tan multitudinarias que eran capaces de encoger el corazón y, por supuesto, los juegos de fuerza y habilidad en los que se medían los hombres más aguerridos y poderosos. Y de entre todos ellos, era el juego de pelota el favorito de las masas, aquél que hacía que los distintos contendientes fueran el verdadero centro de atención, mientras trataban de mantener en el aire la pesada bola, con la única ayuda de sus antebrazos y muslos.
– ¡Tres contra tres! – indicaba el anciano en los momentos previos al desafío que decidía quien se enfrentaría a los vencedores del último año –. ¡Honrad a los dioses! ¡Jueguen!
Como era habitual, ninguno de los participantes acertó a meter la pelota por el aro de piedra practicado en la pared, a más de seis metros de altura, pero tampoco lo necesitó su equipo para superar a la tripleta contraria, bastante más lenta e inexperta, lo que les llevó a ser descalificados ante su incapacidad de mantener «viva» aquella pesada amalgama esférica de resina y caucho. La nota negativa fue la lesión sufrida por uno de sus compañeros al posicionar mal el muslo en un golpeo, lo que provocó que la dura superficie de la bola le fracturara el fémur, obligándolo a retirarse entre alaridos de dolor.
Sin duda se recuperaría en un tiempo después de que le entablillaran la pierna, aunque muy probablemente con una cojera que le acompañaría el resto de su vida. Era uno de los riesgos que se corría al participar en los juegos… pero ni por asomo el peor de ellos.
Los vencidos en los distintos juegos solían ser sacrificados en la ceremonia que clausuraba las celebraciones, una «gran distinción» en aquel viaje entre la mortalidad y los trece cielos reservados tan solo a unos cuantos elegidos.
Por muy tentador que pudiera resultar para otros, no es que él estuviera muy interesado en alcanzar un reposo tan distinguido para su alma, prefería sin duda la posición de privilegio que le otorgaría, al menos durante un año, resultar ganador en el enfrentamiento final del juego de pelota. En realidad esa había sido la única motivación para medir su pericia en la arena; era aún demasiado joven como para derramar su sangre en honor a los dioses, le quedaba tanto por disfrutar…
– ¡El pueblo os mira! ¡La eternidad os espera! – casi gritaba emocionado el maestro de ceremonias mientras una multitud enfervorecida aguardaba el comienzo del duelo –. ¡Jueguen!
Las reglas dejaban claro que no se sustituiría a ningún lesionado, de modo que serían solo dos los aspirantes que tratarían de hacer hincar la rodilla al trío que bebió las mieles del éxito un año atrás.
Ambos hombres se exprimieron al máximo tratando de aguantar los continuados ataques de sus oponentes, y durante un par de horas lo consiguieron, sin poder evitar que la pelota cayera ocasionalmente al suelo, aunque no de manera tan continuada como para que se procediera a su descalificación.
A partir de ese momento el asunto se endureció bastante. Sus cuerpos comenzaron a acusar el cansancio provocado por tan alta temperatura y un enorme desgaste físico que no parecía hacer mella alguna en sus adversarios debido, en parte, a la superioridad numérica que claramente les beneficiaba.
Empezaban a acumularse de manera peligrosa los avisos por rebote en la arena cuando, de repente, el más fiero de sus rivales conectó un tremendo golpe valiéndose de su antebrazo que aceleró la bola diabólicamente, impactando la misma en la cara de su amigo y noqueándolo de manera repentina.
Consciente de que tendría que valerse por sí mismo a partir de ese momento, y sintiendo que no le restaba demasiada energía, recogió la pelota del suelo y la puso en juego con su muslo en un desesperado intentó de dar la vuelta a la situación. Un creciente ardor en la zona del impacto lo oprimía mientras observaba como la bola iba cogiendo más y más altura, un silencio casi reverencial inundó el lugar a pesar de los miles de personas que observaban como se aproximaba al aro de piedra, como lo imposible parecía tomar visos de realidad.
– ¡La fortuna hizo su elección! – clamaba el viejo tras comprobar como aquel oscuro orbe entraba limpiamente por el ojo de piedra.
– ¡Un nuevo elegido! – el pueblo parecía desatado.
Fue ese el único momento agradable que, a su modo de ver, le tocó vivir tras ser coronado campeón. Como era habitual, cubrieron su rostro, pecho y brazos con polvo de oro y anunciaron que quedaría instalado en unas de las pequeñas casas, con paredes de adobe y techo de paja, que se levantaban cerca de los templos.
Y hacia allí lo llevaban en volandas cuando un aviso llegó desde la cima de la pirámide dedicada al sol. Allí, cubierto por la piel de un jaguar, el sumo sacerdote trataba de captar la atención de la muchedumbre, ordenando a dos guardias que golpearan con fuerza los enormes tambores de reclamo.
– Hoy es un día especial – comenzó aún cuando los murmullos no habían cesado –. Nuestros creadores, nuestros protectores, nos bendicen con el comienzo de una nueva cosecha, y debemos ser agradecidos por tan bello presente.
– ¡Loados sean los dioses! ¡Nunca nos abandonéis!
– Es por eso que, a veces, debemos entregar antes de recibir – las espontáneas muestras de gratitud sí que se silenciaron ahora, expectantes todos debido a las misteriosas palabras de aquel enjuto y siniestro hombre –. Los gemelos reclaman sangre poderosa para que nuestros cultivos sean aún más generosos que en años anteriores, beber la preciada esencia vital de un gran guerrero.
– ¡Démosles pues lo que anhelan! – reclamaba una mujer con lágrimas de alegría serpenteando por sus mejillas.
– Así, mañana en la clausura de los festejos, nuestro increíble campeón tendrá la suerte de ser sacrificado en honor a los hermanos, de compartir su vitalidad con Hunahpú e Ixbalanqué.
Todos rugieron de alegría, le felicitaron, incluso muchos envidiaron tal distinción que le había sido otorgada… aunque él no pensaba de la misma manera, gustoso hubiera cedido tan dudosa gloria, pero sabía que ningún mortal podía contradecir la elección de una deidad. A pesar de saber que el sacerdote era un mero mensajero de la voluntad divina, no pudo evitar sentir un visceral odio hacia su persona después de escuchar el multitudinario discurso.
Sus allegados permanecieron horas degustando múltiples manjares que no paraban de llegar para el vencedor, y alegrando el espíritu con el dulce licor de maíz. Manejó la situación con paciencia, siendo un educado anfitrión al atender los ruegos y preguntas de unos y otros, y agradeciendo «su enorme suerte» por ser elegido para morar cerca de los dioses en la otra vida.
Tan solo cuando la noche estaba bastante avanzada, y todos los presentes en su nueva choza disfrutaban de un sueño ebrio y profundo, se dispuso a salir silenciosamente, tan solo acompañado por su lanza de punta de obsidiana. Lo tenía muy claro: su hora aún no había llegado, prefería seguir descubriendo lo terrenal antes de acceder a un estadio superior, no se encontraba preparado para abandonar su cuerpo físico, por lo que debería abandonar su pueblo y buscar una nueva vida lejos de allí, donde nadie pudiera encontrarlo.
Se movía con celeridad, aunque también con sumo cuidado para no hacer ruido alguno que pudiera alertar a alguien de su huida, hasta que, finalmente, consiguió dejar atrás los últimos núcleos de casas y se vio tan solo rodeado por la impenetrable selva. No era lo más seguro cruzarla en mitad de la oscuridad, pero se trataba de la única opción para tratar de evitar aquel negro destino que parecía estar escrito para él.
Aceleró entonces su carrera, deslizándose grácilmente entre la frondosa vegetación, rodeado por ruidos que no le eran en absoluto extraños, había crecido escuchándolos, identificándolos. Sabía que, para estar del todo seguro, era recomendable que atravesara la escarpada cadena montañosa que se encontraba a un par de días a pie, en dirección a la puesta de sol, y era exactamente hacia allí donde se dirigía.
Entonces empezó a oírlo, a sentirlo, justo detrás de él, un leve sonido que iba ganando potencia, de tal manera que parecía extenderse, provocado por quién sabe qué. Estaba seguro de que no se podía tratar de ningún animal, y apostaría su misma vida a que tampoco eran hombres que, de algún modo, se hubieran percatado de su fuga.
Fuese como fuese, aquello se le acercaba a cada segundo que pasaba, parecía como si algo se estuviera tragando la selva a unos cuantos metros tras sus pasos, su corazón trabajaba a un ritmo endiablado, tanto por la carrera como por el miedo que empezaba a adueñarse de sus pensamientos. Se deshizo de su arma, arrojándola al suelo, convencido de que le sería de poca ayuda contra «aquella cosa» que le seguía.
Su estupor fue a más cuando, por encima de su cabeza, el cielo empezó a iluminarse a pesar de que faltaban aún horas para el amanecer. Las estrellas empezaron a desaparecer al tornarse todo de un rojo vivo e intenso, que casi dañaba la vista, el color de la sangre que los dioses reclamaban como suya y que pretendía negarles, su sangre. Solo una lúgubre luna azabache interrumpía el carmesí resplandor en las alturas.
Jadeante y desorientado, estuvo a escasos centímetros de caer en un enorme cenote al salir repentinamente de la espesura y llegar a un claro que no debería haber estado allí. Aún se encontraba en territorios lo suficientemente cercanos a su pueblo como para que los conociera tan bien como las líneas de su propia mano, sin embargo nunca había estado en aquel lugar, ni siquiera había oído hablar del mismo a pesar de ser los cenotes sitios de tanta importancia en las creencias propias de su cultura.
Pudo comprobar como, descendiendo en forma de espiral por la pared del gigantesco hueco, se observaban unas empinadas escaleras, practicadas en la roca, que conducían no a una gran masa de agua, sino a una impenetrable oscuridad, tan profunda que parecía observar a aquel que osara mirarla desde la superficie.
Sin tiempo para pensarlo demasiado, comenzó a bajar por los estrechos escalones, acuciado por aquello que seguía acercándose a su posición, devorando todo lo que iba encontrando a su paso. Apoyaba sus manos en la dura superficie, granjeándose así cierta seguridad en el descenso por tan tortuoso camino, peldaño a peldaño, hasta que la oscuridad acabó por engullirlo, logrando escapar de su terrible perseguidor.
Siguió descendiendo a tientas durante un rato más, hasta que finalmente topó con suelo firme, aunque aún sin lograr ver nada, tan solo negrura, unida a un absoluto silencio que no ayudaba a tranquilizarlo. Caminó y caminó, muchas horas, quizá días, rodeado de aquella oscuridad era imposible no perder la noción del tiempo y, de no cambiar la cosa, terminaría a buen seguro por perder también el juicio.
Por si fuera poco, empezó a sentir sobre su piel y rostro un indescriptible frío, diferente a cualquier otro experimentado, ni siquiera se parecía al paralizante helor que podía sentir uno en las nevadas montañas. Pero aquello le hizo pensar en algo, justo allí tiritando, en mitad de la oscuridad, sintiendo como sus pies chapoteaban en lo que parecía ser agua estancada, comprendiendo que aquel extraño lugar no era parte de su mundo, descubriendo que aquellas malditas escaleras de piedra lo habían conducido directamente al inframundo de los mayas, al tenebroso «Xibalbá».
En respuesta a su intento de engañar a los dioses, éstos habían acabado jugándosela a él, mas no tenía la intención de rendirse. Ya había escuchado cientos de veces la historia de como los dos gemelos lograron superar las pruebas de los señores del Xibalbá, y era su intención emular a tan famosos héroes, saliéndo victorioso de aquel infierno.
– Poco importan aquí mis ojos – se dijo a sí mismo –. Aunque existen otras formas distintas de poder ver.
Cerró sus ojos, intentando evadirse de la situación, buscando dentro de su ser una respuesta, una salida, la solución a aquel laberinto. No tardaron en mostrarse de manera nítida en su mente la inundada intersección de cuatro caminos en la que se encontraba ahora, cada uno de los caminos tenía un color: uno era blanco, otro amarillo, el tercero rojo y, por último, el negro, cada uno de ellos acompañado por un fino hilo de agua que discurría justo a su lado.
Recordaba con casi total seguridad que era la senda azabache la que debería llevarle a la siguiente prueba, por lo que guió sus pasos hacia la misma comprobando que, además, el agua que avanzaba por el pequeño río de su lateral se tornaba roja, como si fuera sangre, la obtenida gracias al sacrificio de tantos y tantos hombres, mujeres y niños. Sin duda estaba en el buen camino.
Poco a poco, la oscuridad se fue volviendo menos intensa, de tal manera que incluso creyó percibir movimiento más adelante, haciendo que tomará más precauciones al proseguir en esa dirección. No tardó en distinguir una verdadera multitud de jaguares, algunos de ellos rugían, otros lo miraban fijamente, algunos saciaban su sed con la sangre del funesto arroyo que le guiaba. Tirando de su fuerza de voluntad, avanzó con decisión, atravesando por mitad de los fieros felinos, y sin mostrar el más mínimo atisbo de temor, sabiendo que, en tal caso, sería allí donde acabara su aventura.
Afortunadamente consiguió salir ileso de aquel incómodo encuentro pero, sin tiempo de vanagloriarse por su aplomo, se vio de repente obligado a tapar sus oídos al percibir los desagradables graznidos de cientos de asquerosas ratas voladoras, tan pestilentes y rabiosas. Todo parecía estar repleto de aquellos murciélagos y, aunque también trato de mantener la calma en esta ocasión, desgraciadamente no lo logró, echando a correr para dejar atrás a tan repugnantes criaturas, mientras aleteaban a su alrededor, arañándole y mordiendo su pecho y cuello sin piedad.
– ¡Atrás, bichos inmundos! – gritaba mientras intentaba abrirse paso a golpes con algunos de aquellas criaturas.
A pesar de terminar levemente magullado y marcado por sus pequeños colmillos y garras, logró superar también aquella prueba, subiendo significativamente su moral, y esperando que la salida de aquel lugar, digno de la peor de las pesadillas, estuviera cerca ya.
Notaba como su energía y esperanza decaían por momentos, especialmente cuando, frente a sus ojos, miles y miles de afiladas hojas de espadas, cuchillos y dagas, puntas de lanzas y flechas e incluso pequeños dardos, plagaban el suelo por donde debía progresar, superando así tan complicado y retorcido obstáculo. Trato de apoyar la desnuda planta de sus pies con suavidad, buscando los minúsculos huecos que pudieran servirle para evitar los dolorosos cortes, pero tuvo que resignarse y soportar el tremendo suplicio que suponía notar como los puntiagudos salientes se le clavaban parcialmente o abrían con facilidad su piel, incluso llegó a perder dos dedos al tropezar y pisar el filo de un hacha.
Más por inercia que por propia voluntad continuó su camino, sintiendo que se acercaba a su meta, aunque sin saber si tendría la suficiente fuerza para alcanzarla. Un calor abrasador hizo que le costará una barbaridad seguir moviendo sus piernas, notando su cuerpo pesado; ese olor tan característico de la carne al empezar a asarse inundó sus fosas nasales, su propia carne. Su pelo ardía y se chamuscaba su piel, pero era incapaz de correr, suficiente tenía con mantenerse aún en movimiento, desplazándose sobre un infierno de brasas y llamas.
La agonía que estaba viviendo era, en todos los sentidos, inhumana. Pocos hubieran soportado tales atrocidades, dejándose morir a las primeras de cambio, pero, al dejar atrás el fuego y levantar su vista, intuyó que todo el esfuerzo, toda la pena, había servido para algo.
Sentado en una especie de trono ceremonial, situado en el centro de una especie de pequeño lago de sangre en el que desembocaba el pequeño río que había seguido durante todo su recorrido, tuvo la ocasión de observar al apestoso rey del Xibalbá. Su colosal cabeza de búho lo observaba con detenimiento y, tras unos segundos que se le hicieron eternos, levantó uno de sus esqueléticos brazos, señalando a un lugar, en mitad de la oscuridad, en el que se abrió una puerta que dejaba pasar tan pura y cegadora luminosidad: la salida del inframundo.
– Gra… Gra… Gracias… Loado seas Ah Puch – acertó a decir dificultosamente mientras el terrorífico dios emitía una sobrecogedora risa.
Muy lentamente se dirigió al umbral que separaba ambos mundos, casi destruido tanto física como mentalmente, pero orgulloso de haber sido capaz de superar el reto de los oscuros señores de tan infernal lugar, de merecer el reconocimiento del mismísimo rey del Xibalbá, de poder regresar victorioso a su mundo… Todo eso pensó mientras atravesaba el brillante portal.
—
Un clamor impresionante fue lo primero que escuchó al otro lado y, poco después, cuando sus ojos lograron acostumbrarse de nuevo a la luz, pudo observar a la gran multitud reunida alrededor de la pirámide del sol. Allí, en su cima, los mandatarios, militares y sirvientes de su pueblo y, junto a una especie de altar, el sumo sacerdote con los brazos levantados hacia él, pidiendo que se acercara.
No opuso ninguna resistencia cuando, tras posar su cabeza sobre la fría superficie de piedra, cortó limpiamente su cuello con el enorme cuchillo ritual. Aún con la cabeza ya separada del cuerpo, pudo tener una última visión de como la gente celebraba la ofrenda de sangre a favor de sus «bondadosos dioses».
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