Ella. De hecho, siempre han sido ellas. Luego las dejo yo y así ya estamos empatados.
Como nunca les he hecho mucho caso, a lo largo de mi vida se me han declarado cientos de mujeres de formas rarísimas para llamar mi atención (Esther, si me estás leyendo me gustaría dejar claro que aquello de bailar desnuda en la iglesa era imposible que funcionase). Estando en Brasil trabajando para una ONG, una de ellas se lanzó en paracaídas con una pancarta que decía algo como SKNR SL CMGO T VY A CER N OBRE, pero con tanto viento y tanta ondulación no conseguí leerlo entero desde abajo. Lamentablemente, se desvió de la ruta prevista y se perdió en algún lugar desconocido de la selva amazónica, por lo que nunca he vuelto a saber nada de ella y no se lo pude preguntar. Pero le habría dicho que sí.
Otra me escribió una carta de amor muy sincera y romántica en la que me confesaba que se pirraba por mis huesos, pero la abrió por error mi padre (nos llamamos igual), se enamoró de ella, dejó a mi madre, renunció a las dos mansiones, al jet privado y al Jaguar y ahora están viviendo en la Península de Nicoya, Costa Rica. De vez en cuando nos mandan una postal con loros.
Lo de la última fue algo más raro, porque en realidad no se me declaró. Era la tercera vez que nos veíamos, y yo la estaba esperando en la acera cerca de mi facultad. Apareció de repente (posiblemente me acechaba en la oscuridad de alguna cloaca, o tal vez debajo de un coche) y sin siquiera decirme "hola", "buenas tardes, Su Majestad" o "quiero un hijo tuyo, retocemos tras esos arbustos", se me abalanzó cual tigresa albina y me dio un morreo premeditado y alevoso. Por cierto, a la pobre le temblaba hasta el esternón, me recordaba a las espasmódicas enfermeras de Silent Hill. ¿Cómo decir que no a tan valiente y resbaladiza muestra de amor?
Por cierto, esta última es eoliana, así que si no está de acuerdo con mi relato queda invitada a dar su versión de los hechos. Da la cara, hipoglúcida.