—Y, sin embargo, nadie supo de qué se trataba. Todos mentían. —dice el tertuliano por televisión, tapándose la boca a causa de un ataque de tos. Se le ve angustiado, a la par que enfadado. Grita y señala al gobierno, a todas las corporaciones que están involucradas en el asunto de la nueva cepa. La cadena se apresura a desmentirlo y a cortar la conexión. Pe-ro a mí me da igual; camino hacia mi libertad, y juro por Dios que esta será la última vez que vea a nadie por ese televisor del comedor de la prisión.
El rechoncho de Antonio me acompaña con su juego de llaves, las gotas de sudor perlan su cara pálida, y me aparto un poco de él. Parece que vaya a potar en cualquier momento.
—Bueno, Antoñito, te traeré unos pastelitos y la minifalda que me pediste —le digo en tono de burla, como llevamos hablándonos todos estos años, pero no sonríe. Me hace gestos con la mano para que marche de allí. Parece que hoy no es su día.
Me he pasado más de una hora esperando fuera de prisión, pero ni mi mujer ni mis hijos están aquí. ¿Se han olvidado de mí? ¿Cómo es posible que no falten ni un solo día de visita y el día de mi puesta en libertad no estén apretujándome a abrazos y comiéndome a besos?
Camino por el arcén de la carretera, esperando encontrar el Volkswagen destartalado que tantas vacaciones de verano nos ha aguantado.
El pueblo en el que vivo está a diez kilómetros de esta maldita cárcel. Intento viajar a dedo, pero solo dos vehículos han pasado por esta carretera, en dirección contraria a la que voy, y a una velocidad que ni yo en mis tiempos de joven alocado me atrevería. Ni que estuviesen huyendo de algo…
Cuando por fin llego a un kilómetro del pueblo, veo una larga fila de vehículos parados, paso junto a ellos y los reviso por fuera uno por uno. Están vacíos, no hay nadie en su interior y colapsan la carrera, algunos desprenden humo debido a colisiones, y otros, tienen las puertas abiertas y sus interiores vacíos, que hacen que mi garganta se reseque en una extraña sensación de pánico creciente. Comienzo a pensar que algo extraño está pasando aquí, pienso en mi familia, y me aterrorizo pensando que algo malo les ha pasado, que por eso no han podido venir a bus-carme.
Agilizo la caminata hasta que se convierte en un trote constante, los vehículos siguen vacíos.
Nadie.
A la altura del letrero de entrada al pueblo veo un charco de sangre, y como siempre, mi curiosidad ha-ce que lo siga. Ni en los motines de prisión que viví se me había acelerado tanto el corazón.
—Joder, joder… —susurro, mirando el cadáver de ojos opacos, mortalmente pálido. Su boca expulsa un fluido viscoso y amarillento. Me llega una vaharada de su perfume putrefacto. Vomito. Su piel está repleta de manchas negruzcas que supuran más viscosidad amarillenta. La sangre que encontré por el ca-mino llega hasta él, o ella, está tan hinchado que no logro identificar su sexo. No parece herido, pues mi-ro el cadáver detenidamente y veo que aún fluye líquido rojo expulsado por la parte trasera de su pan-talón. Giro hacia un lado y a otro, observando que no haya nadie, buscando cámaras de seguridad.
Salgo corriendo, lo siento, de verdad, pero lo último que necesito es que me encuentren junto a un cadáver nada más salir de prisión. Son demasiados años encerrado.
Corro todo lo que puedo en dirección al pueblo, a cada zancada que doy, todo es más solitario, más tétrico y desesperante. De fondo: escucho gritos en aumento, golpes fuertes y disparos. Me quedo quieto, casi petrificado. Un policía acaba de girar la es-quina de en frente, se tapa la boca con un pañuelo y apunta con una pistola con la otra mano. ¿Ha sido él? ¿Él ha efectuado el disparo? Me tiembla el cuerpo, pero logro levantar las manos en un gesto auto-mático que me delata como culpable de algo que ni siquiera he perpetrado. Las piernas comienzan a fallarme y creo que me voy a derrumbar.
—No he hecho nada… —susurró y mi voz rota y temblorosa aumenta de tono—. ¡No he hecho…!
—¡No te acerques! —grita, apuntándome.
No puedo acabar la frase a causa de mi sorpresa; el policía pasa de largo. Aun llevando él el arma, parezco yo el peligroso.
—¿Qué ocurre? —me atrevo a preguntar.
—¡No dejes que te tosan! —grita mientras sigue esprintando sin mirar atrás. Pocos segundos después, lo pierdo de vista entre todos aquellos vehículos varados.
Respiro con fuerza, he intento conservar la poca calma que hay en mi cuerpo. Giro hacia la esquina de donde había salido el policía porque escucho ruidos de pisadas: una turba de desarrapados corre hacia mí. A la distancia, puedo distinguir en la piel de aquellos desgraciados repleta de unas pústulas asquerosas, bocas amarillentas y narices moqueando viscosidad de muerte.
—¡Ayuda! —suplican en un tono quejumbroso—. ¡No nos dejes morir! —sollozan. A la distancia que están se puede escuchar un ruido bronquial que emiten al respirar. Me suplican estirando sus brazos para alcanzarme, pero no puedo entender mucho más de lo que me gritan, no a la distancia que les he ganado.