Cargaba con su anticuado maletín, como cada mañana. El traqueteo del vagón de metro mecía suavemente los pedazos del último sueño recordado en la boca pastosa y se encontró mirando su propio reflejo adormilado en los cristales inundados por la oscuridad del túnel. Aún no había cumplido los 40, pero realmente aparentaba ser mucho más joven, casi uno de aquellos universitarios que paseaban sus carpetas por las estaciones de metro a horas mucho más tardías que él. Su aspecto desaguisado, el habitual, quizá colaboraba a crear aquella sensación de juventud. El metro había abierto hacía poco y aún había espacio suficiente para todos. Apretó su maletín contra el pecho, bostezando por enésima vez.
Pronto llegó a su estación.Sabía en cuál de las puertas debía colocarse para estar frente a las escaleras mecánicas, por lo que cuando se abrieron las puertas, fue el primero en pisar el andén. Era necesario, si quería encontrar un hueco aquella mañana.
Se detuvo en medio del corredor, en una esquina desde donde podía contemplar a la gente bajando ausente las escaleras mecánicas por un lado y a las bocanadas de viajeros que se precipitaban a subirlas por el otro. Apoyó su maletín en el suelo y extrajo su instrumento de él: un violín que conservaba desde su dieciocho cumpleaños. Amontó las partituras en el inestable atril de metal y dejó el maletín abierto a sus pies. Se dispuso a tocar.
El pasamanos de las escaleras mecánicas iba a trompicones. No coincidía con la velocidad de los peldaños y le obligaba a deslizar la mano constantemente hacia adelante. Se descubrió a sí misma mirando las corrientes de personas que subían por las escaleras contrarias, que la miraban también, pero en realidad sus ojos los atravesaban y se concentraba en un punto a miles de kilometros del pasamanos de la escalera. Una melodía la hizo despertar de su sopor. Se estrellaba contra las paredes de azulejos una melodía reconocible... Una caricia de melodía. Un violín que se estremecía en las nucas, en los estómagos de los viajeros. Que en sus silencios, se apagaba el eco interminable de sus últimas notas... Descubrió, cuando un claro se abrió entre la masa de personas, a un joven que tocaba aquella melodía, con los ojos cerrados. Y le pareció que cada nota que tocaba, era como una varita mágica que agitaba todas las mentes en blanco...
Comenzó a tocar y, desde su rincón, abrió un segundo los ojos. Siempre había preferido tocar con los ojos cerrados para no contemplar la indiferencia de los que oían, pero no escuchaban. Su oficio era duro, pero se convencía a sí mismo de que le encantaba tocar. Y, fuera como fuere, lo seguiría haciendo siempre. Entonces abrió los ojos. Y se encontró aquellos otros que lo miraban, detenidos en el tiempo. Les dedicó una sonrisa, sin dejar de tocar.
Así, ella esperaba siempre a escuchar aquellas notas esparcidas por los pasillos. Cada mañana, se detenía un momento a escuchar a aquel joven talentoso violinista y proseguía su camino, ya no como una mente en blanco, sino con una brillante sonrisa.
_______________________________________________
¡Hola de nuevo! Llevaba muchísimo sin escribir y esto es lo único que ha salido... Espero que, al menos, os guste un poquito.
Se os echaba de menos
Un saludo