De repente, un día estás buceando. No sabes cómo has llegado hasta allí, pero tan sólo ves que el agua te rodea; sólo ves rocas oscuras plagadas de verdes algas, que se mecen al pasar a su lado, que te acarician como finos y tiernos brazos. Buceas, y crees que no puedes respirar debajo del agua, pero compruebas, al abrir la boca, que el agua pasa a través de tus pulmones. Y muy lejos de ahogarte, sientes que te llenas por dentro. Si miras hacia arriba, porque aquí no existe cielo, ves que un haz de luz te inunda las pupilas acostumbradas a la oscuridad. Si miras hacia tus pies, compruebas que el suelo firme que acostumbrabas a pisar, ha desaparecido. Ya estás un poco más cerca de volar. Si cierras los ojos por un instante fugaz, pero casi eterno... Puedes sentir que te disuelves. Entonces miras tus manos, y compruebas, asustado, que comienzan a desaparecer, a borrarse entre tinieblas. Te descompones, pero estás tranquilo. Te descompones lentamente, comenzando por tus manos, y caes en espirales en el agua ¿O estás ascendiendo? Aquí no existe el arriba ni el abajo. Te sientes como el tumultuoso viento por las rendijas que las persianas, como huyendo por la más estrecha de las salidas. Vas sembrando cenizas en el agua, tu cuerpo se reduce a una pequeña estela gris que se mece con las corrientes marinas, como una cometa.
Es entonces cuando despiertas, y compruebas que es el aire de siempre el que invade tus pulmones, asaltados por una extraña excitación. La habitación se mantiene con su quietud habitual, y las motas de polvo atraviesan los haces de luz, hasta aterrizar en tu cara. Las cortinas están descorridas, y la ventana abierta de par en par, para dejar pasar el viento fresco de otoño. Y compruebas que ese aire no transporta los misteriosos sonidos del mar, sino una melodía... Una melodía que se estremece y cae, cae en espirales, descomponiéndose, como finos copos de nieve. Algo te hace levantarte bruscamente para descubrir de dónde sale ese sonido. Caminas lenta, casi torpemente, como un niño a punto de cazar una mariposa. Según te acercas a la ventana, lo oyes con más claridad: un piano. Un piano teje las notas con maestría, con una melodía que danza sobre unas pinceladas graves. Una melodía que enamora, un sonido dulce y tierno... El sonido que crece, se estremece, agoniza y muere, finalmente, en los oídos; a pesar de seguir, casi inaudible, poblando el aire. Es el sonido de una nota que se sostiene penosamente con dedos enclenques, hasta desgarrarse sin que lo notes. Es una melodía que invita a cerrar los ojos y dejarse llevar, como las olas, hasta donde ella quiera. Serías su preso para siempre.
Temes asomarte por completo a la ventana y que cese la música, al sentir vergüenza de ser observado, su intérprete. Imaginas que será una mujer, con el pelo oscuro, recogido en un deshecho moño que, cerrando los ojos, sigue a la melodía en una carrera. Imaginas que vestirá una blusa roja, algo anticuada y grande quizá. Imaginas sus manos... sus manos finas, suaves, terminadas en perfectas uñas nacaradas...
Temeroso, asomas la cabeza levemente por la ventana abierta. Miras al patio desconchado y no encuentras más que camisas tendidas y un par de pantalones. Casi desesperado, revisas las ventanas de la fachada de enfrente y cuando estás a punto de darte por vencido, lo encuentras. De una ventana igualmente abierta de par en par que la tuya, observas una cabeza rubia de mechones rizados que se mece suavemente al compás de la música. Te asomas más, pero no alcanzas a apreciar quién es la intérprete de tan fascinante melodía. Llegas a asomar medio cuerpo escandalosamente por la ventana hasta que la cabeza se gira bruscamente, sintiendo tu presencia. La música cesa. Unos espantados ojos azules te observan atónitos. Tú, sin embargo, sientes cómo tus mejillas de ruborizan tras haber sido descubierto en tu búsqueda. Delante de ti se alza la cabeza rubia y, confuso, te das cuenta de que no era más que un niño explorando la música para piano. No era más que un joven e inexperto aprendiz. ¡Bendita inocencia! Aquel chiquillo no tendría más de diez años, y ya era capaz de hacer vibrar los sentimientos de un necio como tú.
Entre los dos se produce un instante de comunicación silenciosa. Son dos miradas entrecruzadas en la sorpresa y el entendimiento; en la compresión de un piano anónimo que torna el aire en espirales de melodía. El niño prosigue con su ocupación y se da la vuelta violentamente, restando importancia al acontecimiento. Tu, sin embargo, sigues paralizado, con la ventana a la altura de la cintura. No, no eres capaz de comprender qué te ha llevado a tan ansiosa y ridícula búsqueda de una pianista imaginaria.
La música seguía sonando ajena entre los dos edificios, estrellándose brillante contra las paredes. A partir de ese instante, tú te sentarás cerca, muy cerca de la ventana, ansiando volver a sentirte bucear con tan divina música. Habitante de un frío patio, como caverna de Platón, descansarás tendido con los ojos cerrados y los oídos abiertos. Esperarás a que la suave e invisible mano de la melodía te lleve a otros lugares, desconocidos para ti. Pasarás las noches en vela, admirando al niño condenado a ser adulto. Y sentirás que una pequeña parte de ti se marchita al terminar el sonido dulce, estremecedor, de una tecla negra o blanca, de unas manos que escriben los sentimientos sin tinta ni papel... sino con aire y con tiempo.