Nota: Este relato ha sido publicado en el libro "11" que por motivos económicos de la editorial no se producirá ni comercializará a gran escala, así que aquí os lo dejo para que lo leais y me deis vuestra opinión. La ciudad despierta con el mismo ánimo de polución, ruido y vida que indican de forma inequívoca que simplemente es otro día de trabajo. Posiblemente un martes o un jueves. El perfecto día en que nada pasa y que nunca recuerdas, o quizás sí. Pero es temprano. Aún es pronto para reflexiones metafísicas de andar por casa. Confundido, todavía mareado, con nauseas y a duras penas consciente, intento despegarme de la cama con poco empuje y menor éxito.
Me siento cansado, parece que me han dado una paliza. Invadido por la familiar sensación de descontrol y pánico que se siente al no recordar nada de lo ocurrido la noche anterior. A pesar de que la obstrucción de mis pulmones, el ardor palpitante en la garganta y el estómago en llamas me dan alguna que otra pista. Resaca. Bastante tabaco y demasiado güisqui, aunque a estas alturas no conozco a nadie capaz de determinar donde se encuentra la línea que separa el hábito del exceso.
Antes de despegar los ojos percibo una suave fragancia femenina, tan olvidada como inesperada. Es extraño, no recuerdo la última vez que me desperté con la sensación de no haber dormido solo. Abro los ojos y me quedo sin habla, casi sin respiración. Sorprendido y quieto, como congelado o atrapado en una foto al descuido. Se me ha parado el corazón y hasta las pestañas. Aunque por la cara de tonto que debo tener en este momento sé que nadie se habría preocupado por mí.
Cabellos dorados y lacios, alborotados por el azar y por cualquier otra cosa que, lamentablemente, no puedo recordar. Me maldigo y me odio aún más al recorrer con mi mirada esa espalda completamente desnuda cubierta a medias por las sábanas de mi cama. La observo como el fotógrafo que usa su cámara por última vez sabiendo que justo después va a quedarse ciego.
La respiración tranquila de la chica me devuelve a la realidad, ¿de dónde se supone que ha salido? No lo sé. ¿La conocí en el bar? Eso seguro. Pero lo más inquietante, ¿cómo una chica como aquella había acabado en mi cama y sin ropa? Eso sí que no tiene explicación alguna.
Hace años que no dormía con ninguna mujer. Hace aún más tiempo que estuve con la última a la que amé, las que vinieron después me quisieron, aunque me odiaron poco después. Desde entonces me juré no usar a nadie para sacar de mí lo que ya no utilizaba y me sorprendería si el alcohol me hubiese traicionado de esa manera. Ni siquiera gastaba mi dinero en echar algún rato con hembras, de las que se venden a la noche en los alrededores del puerto. Pero que demonios, esta mujer es demasiado hermosa para ser puta.
Las mil preguntas que rondan mi mente carecen de importancia, sólo mirarla me basta, aunque la resaca asesina que, hoy también ha querido venir de visita, me impide tocar el cielo del todo. Feliz, desconcertado y, por que no decirlo, con una creciente erección, me arrastro como puedo hasta la cocina. Me bebo del tirón casi toda la botella de agua y, seguidamente, voy al baño, siguiendo lo que tras muchas borracheras he convertido en todo un ritual matutino.
Ya en la ducha, hago el enésimo esfuerzo por recordar que me había deparado la noche anterior. Había ido al mismo bar de siempre, soy un hombre de costumbres fijas. Recordaba vagamente la rutinaria conversación insustancial con el camarero y había hablado con alguien más. Recordaba a la chica algo borrosa y ni la mitad de bella de lo que en realidad era. Sobre todo a la luz de la mañana. Cada segundo me odio más por no poder acordarme de casi nada de lo que hicimos al llegar a mi casa. Una botella de güisqui a medias, caricias, besos, abrazos…
El agua caliente en mi espalda me advierte que he tenido una noche movidita, el espejo me muestra unos arañazos contundentes en la espalda, de los que se hacen sin querer cuando te están haciendo de todo menos daño. Sonrío como un adolescente después de su primera vez, como sólo un hombre puede hacerlo cuando sabe que nadie le observa. Quien me lo iba a decir, a mi edad, sólo y echando estos polvos. Gratis.
Me afeito como hace tiempo que no lo hago, con interés. Mi pelo castaño aún húmedo y corto, muy corto, marca de la casa, de toda una vida en el ejército. Un cigarrillo en los labios, humeante, recién sacado del paquete de Lucky que casi siempre dejo encima del lavabo. Delante del espejo parezco un hombre nuevo. Me gusta verme así, el sexo sienta bien.
Salgo envuelto en una toalla, la miro, sentada en la cama, nada más despertarse, desperezándose, desnuda, mientras los rayos del sol acarician con sumo respeto el contorno de su cuerpo, definitivamente hace un día perfecto.
Viéndose sorprendida por mi mirada indiscreta, se tapa rápido con la sábana, en un gesto más producto del instinto que de la vergüenza. Y me sonríe. Aquí se detiene mi mundo por segunda vez, un día para coleccionar cada momento, sin duda.
Observo mi piso, demasiado grande para un hombre solo, a pesar del desorden me gusta. La luz roja del contestador parpadea, alguien se ha acordado de mí, luego miro el mensaje, ahora mismo sólo me apetece café. Un buen café y mirarla. Acaba de salir de la ducha, se quedará conmigo un día, viene de lejos, de algún sitio del norte, pero está en casa de una prima suya o algo así, le dejo algo de ropa, por que aparte de la que anoche le quité no ha traído nada más. Es lógico, seguro que no esperaba terminar la noche del modo en que lo hizo.
Tiene los ojos grises más bonitos que he visto en mi vida, color ceniza. Al hablar con ella descubro que aparte de guapa es increíblemente simpática y lista, creería que me ha tocado la lotería. Si fuese a quedarse para siempre. La típica chica a la que no te cansas de conocer, la típica con la que compartirías, sin dudarlo, el resto de tu vida.
Compartimos el café y las anécdotas, charlamos sin prisa. Puede que, esta vez sí, la vida me sonría. Pero lamentablemente me equivoco. Me sorprendo a mi mismo diciéndole que sería maravilloso poder estar siempre juntos. Ella ha hecho que vuelva a creer en el amor, le digo, y voy a hacer cualquier cosa por retenerla a mi lado.
Parece aturdida, creo que no esperaba esta sobredosis de sinceridad por mi parte, no lo entiendo, su gesto agradable se torna extraño por momentos. Noto que empieza a sentirse incómoda. De repente me mira de un modo poco simpático, le cuesta trabajo seguir hablando conmigo y súbitamente, se levanta del sofá como si una corriente eléctrica hubiese atravesado su cuerpo de arriba abajo.
Me da las gracias por todo, definitivamente no está dispuesta a quedarse más tiempo, debe seguir su camino, me dice, la están esperando en algún sitio y se le hace tarde.
Así sin más, otra mujer más reabriendo las heridas del desengaño. Siento como poco a poco paso de una felicidad plena y casi eufórica a un estado apático, catatónico cuando ella coge sus cosas. Estoy empezando a hundirme, solo.
Se despide de mí sin muchas ceremonias, sin un mísero beso. El vestido arrugado puesto a toda prisa, un par de botones rotos por la pasión malgastada la noche anterior, tanto amor para nada. El pequeño bolso colgado al hombro y los zapatos en las manos, de un color tan oscuro como lo que me pasa por la cabeza.
Esta mujer desata sentimientos mucho tiempo atrás ocultados en mi ser más profundo, recuerdos de aquella noche cuando era joven y quise a la primera mujer de mi vida. Antes de que se cayese desafortunadamente por el balcón de un vigésimo piso, justo después de la fuerte discusión que tuvimos. Bebió demasiado alcohol y se precipitó al vacío. Nadie sospechó nunca nada.
Heridas provocadas por otras tantas mujeres, que prometieron más de lo que dieron y dijeron más de lo que hicieron. Eso era antes, pensaba, pero he descubierto que las furcias son atemporales, como las cuatro estaciones. Cambian las costumbres, los coches, la vida… Gracias al cielo hay cosas que no cambian, como el buen güisqui, el jazz y el tabaco. También las golfas, esta vez para mi desgracia, se mantienen siempre fieles a lo que son.
Sin darme cuenta sigo apoyado en el marco de la puerta, ya se ha ido. Enciendo un pitillo y me pongo a divagar, a recordar todo el daño que me han hecho, a recordar a tantas mujeres que separaron su camino del mío. Tantas desgracias, finales infelices, explosiones de gas, atropellos, suicidios… Me he quedado en stand by por tercera vez. Mala costumbre la mía.
Decidido salgo a buscarla, el día se ha estropeado. Finas gotas de lluvia cambian sin prisa la estampa de la ciudad, el sol forma parte de un pasado lejano, parece que han transcurrido siglos desde esta mañana, pero no me importa si consigo encontrarla. No debí haber dejado que se fuese. Aún hay algo que debo decirle.
No debería irse sin saber el daño que me ha hecho. Soy un buen tipo, nunca hice daño a nadie, simplemente hice lo que debía hacer en el momento oportuno, aunque reconozco que también me equivoqué. Pero soy humano y merezco que se me respete. Mis sentimientos también son importantes.
Mi intuición no me falla y finalmente la encuentro. Tal como se fue, esperando al metro en la estación, sólo hay cuatro personas más, seguro que no espera encontrarme allí. Será mejor si le doy una sorpresa.
Me acerco por detrás, a lo lejos las luces del primer vagón nos iluminan, ya viene. Cojo unas flores que hay en un macetero, seguro que le gustarán cuando se las dé. El metro se acerca cada vez más.
Llego a la espalda de mi bella y cruel chica, apoyo sutilmente y con delicadeza mis manos sobre sus hombros, aspiro su aroma y le susurro al oído que es una pena que no haya querido quedarse conmigo un poco más. Que le he traído flores. Algo confusa comienza a darse la vuelta, pero el metro ya está muy cerca y no puedo entretenerme más.
La empujo hacía las vías mientras me mira con una mueca mezcla de terror y de no entender lo que sucede, sus ojos grises, esa mirada guardaré para el recuerdo, espero calmar así el daño que me ha hecho. El sonido raro y contundente de su cuerpo al chocar con el metro es curioso, me atrevería a decir que oigo partirse muchos de sus huesos. Ya no necesitaré las flores, ni ella tampoco. Es una pena que esta línea de metro no tuviese parada en esta estación.
Vuelvo caminando tranquilo por la calle, nadie reparó en mí, un hombre mayor me miró con cara desencajada por el terror, le dije que era el diablo, es posible que le haya dado un infarto, pero no me apetecía quedarme a comprobarlo.
Ha dejado de llover, tiro el paraguas en el primer contenedor que encuentro, la calle huele a arcilla y libertad, me siento saciado, la sed de justicia ha desaparecido, sé que sólo temporalmente, pero quizás a partir de ahora pueda ser menos mártir. Hay que ver las cosas que vive uno en el rutinario día a día.
Lejos de innovar me dirijo al mismo bar de siempre, que está en una calle no muy transitada, casi siempre llena de neblina y de manchas de humedad, a pesar de lo cutres que parecen los escalones que me conducen a su interior, una agradable sensación familiar me invade cada noche, llevo años sin fallar ni un sólo día a este ritual.
Chet Baker me da la bienvenida desde el altavoz de la vieja máquina de discos que suena con la calidad que ya no tienen los aparatos modernos, pide desconsoladamente a su funny Valentine que se quede. Curioso mensaje el del amigo Chet. Cuantas cosas irían bien si las mujeres nos hiciesen caso.
La iluminación del bar también me gusta, muy años 50, en aquellos tiempos si que se vivía bien, con la elegancia que los tiempos modernos borraron del mapa. Quizás venga bien otra guerra mundial para hacer que todo vuelva a la normalidad, a lo que debe de ser.
Saludo a mi amigo el camarero, lo mismo de siempre le digo, güisqui a palo seco, un hielo testimonial, un vaso ancho y toda la noche por delante. Mismo escenario, misma vida. Fumo con la mirada perdida en el fondo de la barra, como alejado de este planeta de odio, suciedad y muerte. Cuarta vez que me pierdo en la nada.
El camarero me trae de regreso. Me pregunta que tal ha ido el día hoy. Le digo la verdad, que la rubia impresionante que conocí allí mismo la noche anterior se vino a mi casa y me la tiré más veces de las necesarias. Eso antes de que desapareciese de mi vida, y no me costó ni un duro. La muy puta se fue sin despedirse le digo, menuda zorra.
El camarero me mira raro. Dice que soy un tipo extraño y agradable, un buen cliente, pero que no entiende la broma. Me habla sobre la cogorza que pillé anoche, sobre el taxi que tuvo que pedirme para que me llevase a casa y que aún no le he pagado. De la ayuda que necesitó para sacarme del bar y de lo más importante.
De los años que hace que no entra una mujer allí.
FIN.
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