Una noche de 1949, dos personas recorrían unos bosques de Alsacia, camino de Suiza. Eran dos contrabandistas que se disponían a recoger ciertos alimentos y materias primas de primera necesidad para intentar después vender la mercancia en algunas de las zonas más apartadas de Francia, allí donde los rigores de la reciente guerra seguían lacerando las comarcas y las ayudas no llegaban tan rápido como a las grandes ciudades.
Para permanecer ocultos a la ley, bordeaban y evitaban cualquier indicio de civilización que se interpusiera entre ellos y el destino pactado; por eso, no dudaban en marcar su camino por las más abruptas y sombrías espesuras forestales, siempre que la agilidad de sus caballos así lo permitiese.
Aquel 16 de noviembre, la madrugada era tan espesa que se vieron forzados a hacer un alto en el trayecto. Hasta aquel momento, un hilo de luna les había permitido continuar la marcha con más o menos normalidad; pero en aquel momento se hizo tal negrura que ni siquiera sus corceles, más acostumbrados a morder la noche con sus ojos que los mismos lobos, podían continuar. Así, se dispusieron a esconderse al borde de un pequeño claro mientras aprovechaban para que las bestias descansaran y ellos pudieran comer algo antes de seguir. Habían acostumbrado a sus animales y a sí mismos a hacerlo todo en el mayor silencio posible, por temor a atraer a las patrullas de guardabosques que vigilaban esa parte de las montañas. Pronto se habían acurrucado bajo sus mantas, mordisqueando unos trozos de pan duro, limitándose a escuchar... y a esperar.
Sus oídos eran capaces de distinguir la vibración del más pequeño átomo a su alrededor cuando estaban en completo mutismo. Habían bautizado cada estrella con nombre de mujer, porque decían que, como en la tierra, si no las conoces bien pueden llegar a perderte. Leían en la sutilidad del viento si estaban solos o si alguien los seguía; si lo que había reverberado en un charco de hojas partidas por el otoño era una pisada de hombre o de animal; si lo que se arrastraba por el suelo era venenoso o comestible, serpiente o lagarto.
El único eco que oían era el de su propio aliento rebotando contra los pulmones. La nubes que encapotaban el cielo no parecían querer plegar las formas a sus deseos, y los minutos pasaban poco a poco. La noche se cerró aún más, así que decidieron dormir un rato hasta que alguna gota de alba se colara por entre los árboles y pudieran llegar a los lindes de la frontera antes de que llegase el día. Pero todavía quedaban horas para eso, y uno de los caballos se estaba poniendo nervioso: había distinguido algo que se movía a lo lejos; algo que se arrastraba hacia ellos de un modo lastimero pero constante.
Normalmente siempre quedaba uno de los dos en guardia por si la cosa se complicaba; pero los montes estaban tan callados y tranquilos que dormitaron sin hacer demasiado caso a las veladas advertencias de sus bestias, que conforme pasaba el rato se volvían más y más inestables. Así transcurrió otra media hora.
De repente, agazapada bajo un manto de arbustos enlutados, apareció una pequeña figura blanca que comenzó a dejarse ver a unos metros de distancia.Escucharon algo parecido a un llanto, y los animales se fueron encabritando ahora de tal modo que no tardaron en romper los fuertes ramajes que los sujetaban para desaparecer en el abismo. Uno de los hombres se incorporó bruscamente y se puso en guardia con la celeridad de un condenado que se encuentra abiertas las puertas de una cárcel, empuñando un afilado y robusto cuchillo de caza cuyos dientes podían segar vidas de un plumazo; pero el otro, el que se encontraba más cerca de la extraña figura, y que era algo mayor y por lo tanto más torpe, aún no había conseguido erguirse del todo mientras buscaba su pistola. Éste recordó una leyenda que se contaba sobre ciertos llantos que de repente se oían en la madrugada por la zona; y tembién a los que le advirtieron de las consecuencias si no huía. Había partes de aquellas montañas donde se hablaba de apariciones pero ninguna de ellas la pintaban tan funesta como "aquello".
Traidores fueron sus pensamientos al devolverle aquellas memorias, pero mas traicionera e inoportuna fue la luna, que en aquel justo momento hizo acto de presencia, aclarando de forma inclemente las pupilas de los dos hombres. Era una visión totalmente dantesca, surrealista: una muchacha de unos 8 o 9 años que se deslizaba por el suelo, vestida de blanco y que lloraba desconsoladamente, con voz agrietada. Se movía utilizando sólo sus antebrazos, y tanto éstos como el resto de su cuerpo estaban cubiertos de llagas y moratones, aunque apenas sangraba nada. Era casi tan pálida como el vestido que llevaba, el cual, aún cubierto de tierra y lodo, luceraba como lo haría una estrella bajo las bóvedas del infierno. Su pelo negro, alborotado y de aspecto mohoso se enraizaba en su rostro hasta casi hincarse bajo la piel, cubriendo parcialmente unas facciones que a buen seguro seguían un modelo de ultratumba.
El negociante clandestino más jóven, el que ya se encontraba en pie, no conocía la leyenda; y lo primero que pensó es que se trataba de una chiquilla que habría sufrido cualquier accidente y que pedía ayuda, gravemente herida. La escena desafinó un poco sus nervios, es cierto, aunque no le hizo perder la compostura, así que se acercó a ella, sin dilación, para ver qué le ocurría. Ni siquiera prestó atención al grito de su viejo amigo cuando éste vió de quién se trataba; pero antes de que pudiera llegar a la figura, fué detenido y empujado por aquel, quien se alzó sobre sus piernas inmediatamente como sobre un nido de huracanes. Y no tuvo que hacer mucha fuerza sobre él para poder apartarle de allí: fué suficiente cuando comprobó que la niña NO TENÍA PIERNAS, QUE ESTABAN AMPUTADAS DE RODILLAS PARA ABAJO...
Acababan de toparse con "la bailarina de Sáint-Héléne".
SIGUE EN PARTE II:
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