Ella.
Uno nunca sabe qué decir en estas circunstancias, uno nunca espera que su vida sea un cúmulo de sabores sosos y amargos, ¿Dónde estaba el azúcar que le prometieron? Quizás nunca hubo azúcar, quizás todo lo que le prometieron sólo fue viento que sonaba genial en el genial instrumento que era la garganta de quien le cantaba esa nana. A alguien le pareció gracioso crear un cínico proyecto de persona abocada al fracaso continuo. Quizás después de todo, debía intentar buscar ese sabor dulce en el fracaso. Una vez más, una vez más lo había conseguido, su vida era un montón de basura, una caja de herramientas llena de pedazos de hierro… no servían para nada, sólo le pesaban… y se oxidaban con él.
Cada día era lo mismo, sonaba el despertador, comenzaba el circo. Se disfrazaba el payaso y salía, con su pequeño coche abollado, su pequeño ataúd con ruedas donde cada mañana se marchitaba un poco más. A lo mejor hoy tenía suerte y un kamikaze en sentido contrario ponía fin a todo. A fin de cuentas, nunca en toda su vida había conseguido nada que mereciera la pena ser cuidado, ni siquiera él mismo, ni siquiera ella, donde fuera que estuviese…
Durante el camino por la carretera veía a otros como él, pequeñas almas adormecidas dentro de un rebaño que un pastor llamado dinero una vez creó. Ponía la radio pero no la escuchaba, simplemente necesitaba que alguien dijera algo y si pudiera ser, algo que le hiciera olvidar.
Olvidar en realidad era sencillo, por un tiempo. Luego venían de nuevo y había que volver a esquivarlos, los recuerdos eran el ayer, la imaginación el mañana y el presente… el presente era una radio encendida con alguna estúpida canción que unos gordos enchaquetados habían decidido que sería lo próximo que compraríamos. Y el circo seguía y el payaso se sabía el guion de memoria, llegaría a su sitio, sonreiría y parecería feliz, conforme… todo estaría bien. Actuaría durante ocho horas, fingiendo que le interesaba un ápice aquello que estaba haciendo… Cuando en realidad todo lo que hacía lo hacía por olvidar, porque los recuerdos eran el ayer, la imaginación el mañana y el presente… el presente eran un montón de payasos como él que también se aprendieron el guion, que también le sonreían y le preguntaban por su vida cuando en realidad lo único que todos esos payasos querían era olvidar. Olvidar en realidad era sencillo, por un tiempo.
Luego se miraba al espejo en el cuarto de baño de nuevo, con esa mueca al borde del llanto, pero no lloraba, no podía hacerlo. Su vida era perfecta según sus padres, según sus amigos, según todas esas personas que habían contribuido de distintas maneras a que él estuviese ahí en ese momento, a pesar de que nunca le preguntaron si aquel sitio donde le llevaban le interesaba en absoluto. Y era entonces, mientras se miraba al espejo, cuando su imaginación se libraba de sus cadenas y volaba, y le proponía ideas locas como irse de allí, como intentar hacer algo con su vida que de verdad le gustase. Ideas demasiado dulces, por un momento disfrutaba de lo que le mostraba ese pájaro efímero de alas doradas, lo dejaba volar un tiempo, luego se acercaba, lo acariciaba con esa ternura que se aferra a la melancolía y lo volvía a meter en la jaula, al fondo de su cabeza. En ese rincón oscuro y lúgubre donde apenas pasaba nada, sólo, de vez en cuando, se escuchaba el eco de un nombre de mujer… de ella… y luego nada.
En realidad él no aspiraba a nada más que a seguir respirando, sus fosas nasales disfrutaban con el aire al pasar a sus pulmones, su estómago cada día le pedía un poco más de comida a pesar de que sus músculos cada día se esforzaban un poquito menos. Pero es lo que había, eso era su vida, un vertedero de emociones donde la única que se reciclaba era la pena hasta convertirla en algo parecido a la alegría, no era lo mismo, era artificial, pero era lo más cerca que nunca estaría de la felicidad real así que eso le valía, eso debía valerle.
Desde que la vida le mostró que la realidad era que él nunca podría estar con ella, el resto de cosas que conformaban su universo comenzaron a carecer de sentido, cualquier cosa, por maravillosa que fuese a ojos del resto de mortales, para él era una simple anécdota. Porque él solo había querido una cosa en su vida, estar con ella. Pero la vida castiga al caprichoso y sus lecciones son tan dolorosas que a veces se pierde el sentido aleccionador en pos de un exceso de daño absurdo, porque la vida es una dura maestra y él estaba condenado a ser un alumno repetidor, así que a lo mejor se lo merecía después de todo.
Pero la realidad era que ella nunca se fijó en él. Se echó novio y aunque él no dio todo por perdido entonces, ese día tuvo noticias por una amiga común. Ella iba a casarse al día siguiente… Esa noche se asomó a la terraza de su piso, mirando a la luna esperando un milagro, ella no estaba enamorada de ese otro chico, no podía ser, por un momento deseó que fuera terriblemente infeliz con él y que recapacitara, no podía casarse… Y la luna por un instante pareció disfrutar con su pena, alimentándose de la triste historia de ese sapo que quedaría en la charca para siempre porque su princesa había besado al batracio equivocado. O quizás simplemente, el resto de sapos de la charca pensaban que todos ellos eran en realidad el perfecto príncipe y que la princesa se había confundido… ¡que estúpida!… sin embargo, todos esos sapos seguían en la charca esperándola igualmente… noche tras noche…
Por eso cuando le preguntaban por sus posibles romances, por su vida sentimental, él no sabía muy bien qué decir en esas circunstancias. Porque ella no estaba, y en realidad nunca estuvo, al menos no con él. Él solo la observaba pasar, reír, vivir, disfrutar con aquel otro chico, ella nunca le miró. Ni tan siquiera supo jamás de su existencia, pero hasta que no supo que se casaba no se dio cuenta de que era todo tan simple como que jamás iba a tener la mínima posibilidad de conseguir ese cariño que ese otro hombre obtenía sin ningún esfuerzo, ese cariño que tenía su nombre, pero que jamás recibiría.
Y fue con ese último pensamiento con el que se despertó la mañana siguiente. Fue con ese último pensamiento con el que se cansó de todo, se cansó de las duras lecciones de la vida, se cansó del sabor amargo de la pena reciclada, se cansó de ser un payaso, de seguir un guion, se cansó de ser un sapo en una charca olvidada hacía años. Se subió a su pequeño coche abollado, cogió a ese pájaro efímero de alas doradas y lo sacó de la jaula para dejarlo volar. Entonces comprendió que ese pájaro que él pensaba que le anestesiaba con imágenes irreales y situaciones que jamás se cumplirían, que le llenaba el mundo con ideas tan frágiles como pompas de jabón, no era más que su propio deseo de romper con todo. Esta vez no iba a volver a encerrarlo, ¡esta vez iba coger esos sueños y los iba a hacer realidad!
El pequeño coche abollado ya no parecía un ataúd con ruedas, parecía el modesto comienzo que tienen normalmente los cuentos con finales felices. Hoy el payaso iba a ir de nuevo al circo, pero para decir que no volvería nunca más, que no contaran más con él para esa función. Su labio se quebró con esa idea de una forma a la que no estaba acostumbrado, se miró en el retrovisor y vio el tímido avance de una sonrisa que comenzaba a marcar su cara. Esta vez no puso la radio, no le haría falta nunca más que nadie le dijera qué debía escuchar, qué debía comprar, con qué debía estar feliz. Nunca más.
Su pájaro efímero de alas doradas volaba a su alrededor enseñándole múltiples opciones, a cada cual más loca, para cambiar el rumbo de las cosas.
Quizás fue que tenía el coche lleno de ilusorias pompas de jabón, quizás fue que no puso la radio y no escuchó la noticia, quizás fue la vida que no quiso dejarle salir de clase sin terminar el examen, o quizás simplemente, la suerte se apartó de su lado y él no pudo esquivar a tiempo a ese kamikaze que conducía en sentido contrario.
Tras un ruido tan fuerte como fugaz, un amasijo de hierros le comprimió las piernas y la cintura, escuchó crujir sus huesos, sintió como un trozo de metal le desgarraba el estómago, parecía un balón de goma viejo al que un niño cruel había atravesado con un hierro. Apenas había sangre para la dureza del golpe, pero él ya no sentía nada… o casi nada. Miró alrededor y vio como su pájaro efímero de alas doradas se marchaba y lo dejaba solo, vio como un montón de coches paraban, la gente lo miraba. Sintió que un líquido caliente le caía en la mano izquierda y miró hacia el frente. El kamikaze se había empotrado de cabeza en su pequeño coche y con su sangre mojaba su mano izquierda. Sus últimos momentos fueron para darse cuenta de que quien viajaba en el otro coche y que también se estaba muriendo era ella… Tenía el maquillaje esparcido por toda la cara y se podían distinguir los surcos que habían dejado cada una de las abundantes y recientes lágrimas que habían precedido a aquel momento. Él apenas podía moverse pero consiguió acercar la mano derecha a su rostro. Había soñado toda la vida poder tocarla, poder estar tan cerca de ella, pero aquel momento no le pareció nada maravilloso, le parecía tan trágico que el hecho de que él fuera a morir era lo que menos le importaba. Vestida completamente de blanco, parecía una princesa…
Al fin y al cabo era su princesa, pero ella ya nunca lo sabría.