[Relato] Un gato de buen apetito

Además de novelas, hace ya un tiempo que, de vez en cuando, me da por escribir relatos. Aquí uno más:

Un gato de buen apetito

El hombre camina despacio, con pasos lentos y arqueados. Observa el horizonte con cierta indiferencia, como si la belleza del mundo le diera igual. Nada de cuanto le rodea parece turbarle. Frente a él se extiende un amplio parque de verde hierba primaveral. El aire huele a humedad, a naturaleza, a vida.

A esa hora previa al ocaso, los cielos han comenzado a inflamarse, cambiando el azul cristal por un tono rojizo. A los oídos de nuestro protagonista llega el canto de los pájaros mezclado con el cuchicheo de parejas de enamorados y el rumor de conversaciones surgidas de los labios de madres vigilantes. Sus hijos, en su mayor parte renacuajos sin dientes ni pelo, disfrutan del discurrir del tiempo, ajenos todavía a él. Su mayor preocupación es esquivar las miradas vigilantes de sus progenitoras para, en cualquier descuido, llevarse a la boca arena y gusanos como si éstos fueran el más suculento manjar.

Sentado en un banco alejado del tumulto, el hombre analiza la escena con frialdad. Su aspecto recuerda al de un viejo poeta, si acaso existe un traje acorde a semejante definición. En realidad, si uno se detiene con interés en sus rasgos, bien podría identificarlo como el Rey de los Poetas. Tiene los ojos cansados, vidriosos, acunados por ojeras malvas. Ojos de quien ha llorado muchas veces en la realidad y en la ficción. Ojeras de quien ha pasado miles de noches en vela, recitando elegías por amores reales e inventados. También sus labios parecen desgastados por años y besos. Se apoya en un bastón construido en una rama cualquiera de un distinguido árbol —todos, a su modo, lo son—. Acorde al conjunto, como una nota sigue a otra en un pentagrama, el tipo viste un ajado conjunto gris de pantalón y americana.

—Hola, buenas tardes.

Una voz chillona, sonora. El individuo busca a su dueño, pero allí no hay nadie.

—¿Perdón? —pregunta al aire, confuso.

—Buenas tardes, he dicho.

Nuestro protagonista, al volver la cabeza de nuevo, encuentra en el reborde del banco, manteniendo el equilibro cual funámbulo profesional, a un gato negro de espeso y cuidado pelaje. Tiene unos ojos tan verdes como la hierba. Quizá más brillantes, seguro más siniestros.

—¿Has dicho algo…? —pregunta sin convencimiento.

¿Un gato parlante? ¿Me estaré volviendo loco?, se pregunta. Hasta ahora no ha notado ningún síntoma, pero la vejez se guarda ciertas sorpresas.

—He saludado, y con esta van ya tres veces. Rogaría, si no es mucho pedir, un poco de educación por su parte.

—¿Me hablas a mí? Tú, un gato… ¿puedes hablar?

El animal entrecierra los ojos, se lame los bigotes.

—¿No es evidente? Y sí, por supuesto que le hablo a usted, ¿acaso ve a alguien más por aquí?

El no reconocido Rey de los Poetas sujeta fuerte el bastón, suspira, barre con la mirada los alrededores en busca de algún gracioso y, cuando corrobora su soledad, responde:

—¿Cómo es que puedes hablar?

El gato hace un gesto que recuerda a un encogimiento de hombros.

—Aprendí. Todo en este mundo puede aprenderse, sólo se necesita esfuerzo y tesón.

—En eso tienes razón, señor gato.

—Oh, por favor, no me llame usted así, tengo nombre, ¿sabe? Me llamo Rosencrantz. Nunca he entendido muy bien la pasión humana de catalogarse con distintos nombres, pero qué le vamos a hacer, a fin de cuentas yo soy un gato.

Nuestro protagonista da su nombre al animal.

—Bueno… —continúa, aunque no sabe bien cómo hacerlo—, ¿y qué te trae por aquí?

Sólo hay un instante de duda.

—Vengo todas las tardes. En este parque encuentro comida. Nunca falta. Digamos que es mi restaurante
particular.

El tipo asiente, entregado a la locura representada en aquel diálogo entre hombre y bestia.

—¿Qué sueles comer? Tal vez pueda ayudarte.

El gato enseña los colmillos, abre mucho la boca, se relame. Luego da unos pasos, colocándose detrás de nuestro protagonista.

—Oh, de todo un poco —introduce—. Pájaros, peces… —Hace una pausa, sigue—: niños, hombres…

Una mirada de confusión, de sorpresa. A nuestro protagonista le parece advertir una mueca similar a una sonrisa en el rostro del gato, aunque casi no tiene tiempo de verla, pues de pronto se encuentra en un lugar oscuro y húmedo: el estómago del animal.

En lo alto, el crepúsculo campa ya a su anchas, rojizo y violento como el fuego. A él no le importan lo más mínimo los gatos antropófagos ni la desaparición para siempre del no coronado Rey de los Poetas.

El ocaso es, aunque no le guste reconocerlo, un ferviente admirador de Hamlet.
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