Relatos (recopilatorio-no escribir)

LA PRIMERA VEZ que vi el fantasma de mi padre ni me inmuté. Demasiado vino durante la cena. Le deseé "buenas noches" y apagué la luz.
Desperté en un sobresalto, la cabeza me pesaba de tanto sueño raro. Abrí el grifo de la ducha y me mantuve bajo el chorro de agua caliente hasta que conseguí relajarme. Fue entonces cuando recordé la aparición de la noche anterior. Cerré el grifo, me puse el albronoz y corrí hasta el domitorio. Allí estaba él, delante de la butaca, quieto, con la mirada fija.
Grité, lloré, volví a gritar, y por último le pregunté "¿qué quieres de mí?" El fantasma de mi padre no contestó. Se limitó a poner la misma cara del día de su muerte, cuando me llamó a su lado, agonizante, podrido en dinero intocable, y me suplicó que me acercara. Yo lo hice, pero fue para arrancar su mascarilla de oxígeno, y, mientras se ahogaba, escupí: "jódete, viejo cabrón". Así murió, con la misma expresión de mieido y sorpresa que ahora tenía. Fue inútil. Le amenacé, le imploré, le recé todo lo que sabía, y él, nada, quieto, con aquella cara de recién muerto mientras me vestía.
No conseguí que se fuera. Es más, a partir de aquel momento se convirtió en mi sombra y yo en la sombra de lo que fui. En un par de meses perdí su fábrica, perdí sus fincas y sus coches, perdí mis mujeres, mis amigos, mis clubes y contactos sociales. Y cuando ya no me quedaba nada, nada más que el fantasma de mi padre, desapareció.
PEQUEÑAS OBSESIONES

No había nada que me gustase más que una chica con pecas y el pelo mojado sobre su cara. Por eso me enamoré de Marina; por eso y porque en la piscina, el último día de las vacaciones, me hizo el amor. Estaba tumbada a mi lado, medio tiritando, con su pelo chorreando y su bikini chiquito.
-Tengo frío, -dijo- ¿Te importa que me arrime a ti?
Juntó las dos toallas y dejó caer su mano cerca de mi bañador. Al rato se quedó dormida. Movía todo su cuerpo al respirar, y de paso el mío, que a cada jadeo me hacía estremecer. Así, mientras mis amigos hacían la digestión jugando al mus, yo tuve el orgasmo de mi vida: la toalla quedó empapada al ritmo que marcaba su cara, sus pecas y su pelo mojado. Nos hicimos novios. La amé hasta hartarme, hasta dolerme el color de sus pecas. Y del mismo modo en que la amé, la odié. No era más que una maldita niña, un boceto de Gilda sin tanta curva y sin tanto pelo, excitándome con sus miradas en las clases de latín o en los billares, chupando politos con sus amigas mientras a mí me acribillaban al pin-pon. Luego, a oscuras, cuando la acompañaba al portal, en el cine, no me dejaba ni rozarla. Yo no podía más, y un día que estábamos estudiando en mi casa y mi madre bajo un momento a la farmacia, me desabroché el pantalón y le supliqué que se mojara el pelo y me hiciera el amor como en la piscina, con su respiración y sus pecas arriba y abajo.
-Eres un cerdo, -dijo; y se levantó.
Allí acabó nuestro noviazgo y comenzó mi odio. Una rabia seca, negra, qué sé yo; una rabia que no me dejaba tragar, ni me dejaba dormir, se apoderó de mi cuerpo. Deseaba que su cabeza, con pecas y todo, fuera reducida por una tribu de jíbaros. Igual que le sucedía a la chica mala de mi cómic preferido.
De entre todas las venganzas posibles, ésa era la que más me satisfacía, y cada noche, a veces, varias veces en la misma noche, recreaba en mi imaginación su cráneo reducido hasta conseguir orgasmos parecidos al de la piscina. Aquel odio me duró hasta la facultad, donde perdí su rastro y donde conocí a otras Marinas, dulces y mimosas, sumisas hasta el aburrimiento. Con ellas experimenté nuevos placeres, los de ligueros negros y escotes tibios; pero el de la reducción craneal quedó flotando, medio desvanecido en el tiempo hasta hace unos días que, paseando por la zona vieja de la ciudad, encontré en el escaparate de una tienda exótica a mi pequeño tesoro.
EL GOURMET


Lo peor que le pudo ocurrir aquel día no es que fuera su cumpleaños, ni que se encontrara solo, ni que en el último momento hubiera decidido comer en un restaurante chino; tampoco las risas de un grupo de recepcionistas apáticas mezclándose entre olores agridulces, o el acoso de camareros excesivamente amables. Lo peor fue el mensaje que encontró dentro de esa especie de galleta frita con que le obsequiaron tras el tercer licor de lagarto.

En este instante comienza lo venidero.
De sabios es saborearlo


Precisamente el día de su treinta cumpleaños, en plena crisis de identidad y sin pareja. Todos sus amigos están casados, hijos. Y él a la espera del porvenir, cuándo, cómo, quién. Sin duda aquello era una señal. Pidió la cuenta, dobló con pulcritud cartesiana su oráculo particular, y sin más, se lo tragó. Las aristas del futuro rasparon en su garganta y hubo de apurar el licor que le quedaba. Dejó propina.

Desde la cabina telefoneó a su jefe para explicarle que estaba enfermo. Mintió, necesitaba tomarse la tarde libre. Saborearla. El autobús rezumaba deshoras, tranquilo por la Castellana, con la luz de la tarde pegada al cristal. Desprendía calor tibio. De pronto, alguien tocó su brazo: era una mujer bonita, sonreía.
-Perdona, ¿es tuya? –dijo mostrando una moneda.
-No, imposible, las acabo de gastar todas llamando al imbécil de mi jefe.
-Mejor aún, toma, dicen que regalar dinero trae buena suerte a quien lo recibe.
-Gracias –él sacó la lengua, depositó el euro y lo tragó.
-¡Vaya, eres mago!
-No, sólo saboreo la suerte, ¿tú sabías que en éste instante comienza lo venidero?
-Eres tan simpático –dijo ella.
Bajaron en la misma parada, tomaron café. Ella dijo que iba al Reina Sofía a pasar la tarde y él se ofreció a acompañarla. Acabaron en una pensión de Atocha haciendo el amor y bebiendo vino. Ella dijo “basta, por favor” hacia las siete y cuarto. Tenía que marcharse a casa y prepararle la cena a su marido. Depositó sus pertenencias sobre la mesilla y fue a darse una ducha. Mientras lo hacía, él se tragó los pendientes, un colgante con forma de media luna y dio un mordisco al encaje de las bragas. Después le escribió una romántica nota de despedida pero también se la tragó.


En el portal, bajando las escaleras, notó el primer pinchazo en el estómago. Poco antes de entrar en el metro el segundo. El tercero y el cuarto fueron bastante seguidos, entre Tribunal y Sol. El de las escaleras mecánicas fue el quinto, también el que le estranguló la boca del estómago hasta hacerle rodar entre los demás viajeros.

En urgencias fueron amables. Tras tres radiografías de espera le subieron a la planta. El médico apareció media hora más tarde, dando órdenes a todos y preguntándose en voz alta cómo habría ido a parar dentro de un estómago según qué objetos.
-No más raro que grave –dijo la enfermera.
-¿Y a usted quién le ha pedido su opinión? Póngale una lavativa, rápido, después me le preparan para quirófano.
La enfermera se disculpó y se fue. El médico le tomó el pulso y se fue. Él se arrancó la cánula del suero y también se marchó.
Tomó un taxi, era de noche. De camino le pidió al conductor que parara en cualquier farmacia de guardia, compraría jarabe para el dolor y cápsulas astringentes. No, ahora no. Ahora que estaba aprendiendo a saborear el porvenir, el instante venidero, no podía tirarlo todo por el retrete.
CUENTOS DE POR AQUÍ
(expericuento)



Una no elige el lugar dónde va a nacer. Yo lo hice en el interior de un autobús, en uno de esos dobles que recorren la Castellana. En plena noche (o al menos eso creí hasta que salimos del hangar y una luz atronadora me hizo retroceder y retroceder, refugiarme en el acordeón del vientre de aquel ómnibus). No se estaba mal, pero hacia las cuatro de la tarde la temperatura del plástico, más los vaivenes del vehículo, me obligaron a salir de allí y estirar las alas.

< el sol las había secado, ahora eran cuero bruñido. >>

-¡Mira, qué asco, una polilla marrón!
-¡Uy, es enorme! Échala, échala, corre abre la ventana.

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El viento era cálido, traía demasiada luz y necesitaba guarecerme. Los viajeros del autobús entraban en el metro, quizá no era tan mala idea. El brillo de mil fusibles me arrastró hasta el interior de un vagón que en cada parada absorbía más y más viajeros. Resultó curioso fisgonear desde arriba, descubrir calvas u horquillas bien sujetas, los bostezos de los sentados y los gruñidos de los erguidos, los sudores de las manos y la risa de un turista belga. Pero me moría por un poco de aire fresco.

< perdiéndose en antesalas de acuarelas baldosines.>>
-¡Ay, coño, que me ha pisado.
-Perdón, perdón, lo siento, es que me asustó ese bicho tan feo.

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Atardecía, el tráfico era más denso. Denso y lento. Lento y ruidoso, demasiado ruidoso. Decidí llegarme hasta el Retiro. También lo encontré estridente, demasiado para ser un parque. Aún así me acerqué al invernadero esquivando melodías y patos. No encontré plantas en su interior, sino la exposición de un artista cubano; con retales de naufragios levantaba esculturas. Todas me olieron a mar, a agua salada separadora de arenas y gentes. Sobre una de ellas me posé.

< oye las olas de vidrio, las mareas de oraciones.>>

-¿No es eso una polilla?
-Éstos artistas…

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En un café de la calle Huertas cené algo. Nada importante, un borde de un lienzo bastante malucho. Todos, entre cerveza y cigarro, gesticulan gritos o voceaban sonrisas. Eran horas de extremados contrastes entre vestidos simétricos. Por fin el silencio; los que rondan las calles regresan a sus hogares y los que sueñan con sábanas regresan a sus cartones. Un barrendero riega Alcalá, otro charla con la Cibeles.

< cada una de ellas tiene, dos, tres, cuatro, seis polillas>>

-¿Y a ti qué, doña Estatua? ¿Qué es lo que más te gusta de Madrid?
-El vuelo de los insectos en primavera.


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Una no sabe dónde va a morir. Yo me acurruqué en la mano de la diosa.

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Lluvia

<naves de guerra ardiendo en las cercanías de Orión…
he visto haces C.... resplandecer en la oscuridad,
cerca de Tannhauser.

Y todos esos momentos se perderán
…en el tiempo…
como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir>>


Noviembre, domingo por la tarde, ella ha vuelto a alquilar Blade Runner. La verá sola, hundida en el sofá, un sofá blando, de esquinas redondeadas que compró en una tienda de El Rastro. La tienda olía a mohoso. Blade Runner, de oler, olería igual a aquella tienda de mimbres en la que encontró la ganga del sofá azul. Sobre la mesa hay varios ceniceros y una taza de té; el vapor se ha condensado alrededor del plato y la luz del televisor lo difumina todo como si fuera rocío. Dentro de la pantalla el protagonista espera bajo la lluvia.
Suenan sirenas y el tráfico va lento, suena un claxon, suena la tarde en los cristales. En la pantalla no, durante unos instantes ha dejado de llover, ahora el protagonista está teniendo su sueño blanco con el unicornio. Él, el bueno, el policía, cree que su sueño le pertenece.
-Adoro ésta secuencia, -dice Ana en voz alta. Después apura el contenido de la taza.

Siente sus manos mojadas, ellas también brillan por los destellos del televisor, medio azules, medio en sombras. El protagonista corre bajo la lluvia y dispara a una mujer que rompe mil escaparates, duele con sólo verlo. Acaba tendida en la acera, sobre un charco, y las gotas de sangre recorrerán el chubasquero transparente. Va prácticamente desnuda. Como los sentimientos de los androides.
-Parece que en el futuro las cosas no son buenas –dice mientras enciende el último cigarrillo- lo único que tienen es la lluvia...

Que no cesa, siempre lloviendo en Blade Runner, dentro de la casa de los muñecos también, y mientras el policía sube las escaleras del edificio abandonado en el exterior está lloviendo. Lluvia sobre las pantallas gigantes de las avenidas, mujeres asiáticas bajo la lluvia, enjoy, imposible que no lo empape todo, que no acompañe en la soledad.
Ana se levanta, de pié en medio del salón desabrocha su pijama y abre el ventanal. Deja que la lluvia toque su cuerpo mientras en el televisor, Nexus 6, la máquina asesina con la cara llena de lágrimas y lluvia, acaricia una paloma.
Y ahora qué?

A Caroline
a Monterroso y a Samuel Taylor,
y a todas las montañas que parecen elefantes.


El día en que un insecto con el que soñaba se coló en la realidad de su despertar, comenzaron los problemas: no podía contener el impulso de contarlo, de que otros participaran de aquel hecho extraordinario. A todos lo contaba pero nadie le creyó.
“Puede que soñara con él desde hacía rato” les narraba con vehemencia “volaba desde la oscuridad profunda del sueño hacia la luz, zumbando con su pequeño motor de cuatro pares de alas; sobre las ellas, dos largas antenas como peinadas hacia atrás. La hermosura de aquel insecto azul ¿ya dije que era azul? fue lo que me hizo abrir los ojos. Allí estaba, ascendiendo despacio, en diagonal sobre la cortina de la habitación. Después, desapareció… sé que nunca más volveré a ser el mismo”.
-Se me queman las tostadas –dijo su esposa.
-Tómese el día libre –su jefe.
-¿También sufre calambres? –el oftalmólogo apuntándole con una linterna. Pesaroso, decidió visitar a un sacerdote, a varios psicólogos, y una santera cubana que tiene un comercio de velas y rezos en el centro de la ciudad. Nada. Ésa misma tarde tía Ágata le recomendó un especialista en sueños. Aseguraba haberle sido de gran ayuda cuando su tercer marido pretendía cazar dinosuarios con red de mariposa. El hombre que soñaba insectos azules acudió a la consulta, necesitaba saber.

Después de escuchar atentamente, el especialista encendió un cigarrillo y sentenció:
“Nos ocurre a muchos; pero no se apure, el suyo no parece un caso grave. Sin ir más lejos… le confesaré que ésta misma mañana, al despertar, encontré en el cuarto un anciano moribundo al que un niño pequeño le lavaba los pies con lejía. Suerte que se esfumaron antes de que mi mujer me sirviera el desayuno, odia tener que participar de mis pesadillas. Le aconsejo abundante líquido y cenas livianas. Sueñe sin miedo, hombre, de momento, los suyos son hermosos”.
Dicho esto, extendió una receta.
El hombre que soñaba con insectos se levantó, hizo añicos el papel, y, sin despedirse del especialista en sueños, salió de la clínica dando un portazo.
El maniquí.


Sin duda, Luc Cara de Globo era un hombre feliz. A su lado, Cristi, su actual compañera, una compañera silenciosa, con talle de yeso y melena de pelo de castor, tejía bufandas. Él tomaba té. También la observaba y le ayudaba a sostener con sus manos la bovina de angora. Cristi no era rápida, sus brazos de escayola, tan rígidos, eran un impedimento. Aún así, ese poco que avanzaba, digamos que una vuelta cada dos o tres semanas, a Luc Cara de Globo le parecía un primor. Entre lazada y lazada pasaba la tarde. A veces les acompañaba a tomar el té un viejo amigo de la familia, medico hasta que se jubiló, casado con una joven mujer, coleccionista de sellos y poeta casual. Luc Cara de Globo le llamaba don Pedro. Don Pedro no llamaba a Luc, Luc Cara de Globo; le llamaba sólo Luc. O hijo. A don Pedro le gusta el té con tres rodajas de limón y una gotita de menta. Luc, por simpatía, lo toma igual. Cristi no tomaba el té, como era un maniquí casi nada de lo que toma le satisface. Se limita a sujetar las agujas, de pié, sin atender a la conversación de los hombres, con su sonrisa accesible y su poquito de rubor en las mejillas. Cristi siempre lleva el mismo vestido, y don Pedro siempre lleva las mismas pastas de anís.

Ahora don Pedro les visita demasiado a menudo, su joven esposa recibe clases de claqué y clases de violín, y el viejo doctor dice aburrirse él sólo en la casa. Luc Cara de Globo le veía aparecer por el bulevar, sin prisa, con el bastón en una mano y una caja de pastas de la otra. Entonces corría a la cocina, llenaba la tetera, y la dejaba calentando sobre la plancha de carbón. Después colocaba los volantes del vestido de Cristi y le atusaba la peluca. Para cuando don Pedro llegaba al descansillo del segundo, la tetera ya estaba silbando. Luc Cara de Globo suele recibir a don Pedro vestido igual que don Pedro, los mismos pantalones de franela gris e idéntico chaleco de paño negro. Al doctor siempre le agradó aquella consonancia. De uno de los bolsillos del chaleco les cuelga la cadena de un reloj, el otro contiene una pipa mordisqueada a la manera de don Pedro. Jamás usan corbata, sólo las bufandas que les teje Cristi.


Una tarde, el viejo doctor llegó antes de lo habitual. Había olvidado su pipa en casa y apenas sí hablaba. De tanto mirar a Cristi, el té se le quedó frío. Al fin dijo: “Mi joven esposa se va a recorrer Europa. Parece que estará fuera mucho tiempo, lo está empaquetando todo”. Y se comió una pasta de anís.
Luc Cara de Globo se levantó, y, sin saber por qué, se situó delante de Cristi.
-Si hubiera traído su pipa ahora podríamos fumar un rato -dijo- estas noticias le ponen a uno.....
-Nervioso, -dijo el viejo doctor- estas noticias le ponen a uno nervioso.
Luc Cara de Globo se rascó la cabeza, se sentó, y luego dijo:
-Yo cuando estoy nervioso miro a Cristi.
-No me extraña, -dijo el doctor- tiene un talle admirable.
-Como el de su señora de usted, don Pedro.
-Sí, más o menos deben de usar la misma talla.... la 38, ¿no es cierto?
-La 38, don Pedro.
-Estaba pensando.... -y el doctor hizo un amago de buscar su pipa en el bolsillo-.... en el parecido que guarda con mi joven esposa.
-¡Me alegra que lo note! Yo pensé lo mismo cuando encontré a Cristi en aquel escaparate de…
-Pero no, no puede ser, -interrumpió el doctor- ni siendo maniquí se estaría quieta. Ella está demasiado viva.
-…la Gran Vía. No piense en nada fuera del orden natural, ya sabe, quiero decir que sólo es el maniquí de una mujer tejiendo en mí salón, un adorno, y la coincidencia de...
El doctor se acercó a Cristi y la observó largo rato, detenidamente, mientras Luc le hablaba.
-En nada, -dijo al fin el doctor-, definitivamente no se parecen en nada, debo de estar haciéndome viejo.
Después se puso la chaqueta, cogió su bastón y se anudó la bufanda al cuello.
-Puede que Cristi nunca llegue a bailar claqué, Luc, pero las bufandas que teje son auténticas estufas. Hasta mañana -dijo.

Luc Cara de Globo ve alejarse al doctor por el bulevar, recoge la bandeja con las tazas y las deposita en el fregadero. Pone a cocer unas verduras para la cena y regresa al salón, junto a Cristi. Acaricia su mejilla y le susurra “de entre todas te prefiero a ti”. Después se sienta junto a ella, con la bovina de angora entre las manos.
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