Capítulo I - De mi vida solitaria.
Cuanto silencio me embarga en estos momentos de soledad, cuando la lluvia golpea el cristal de mi ventana y el viento arrulla a los árboles de la calle, calle triste y anodina en la que las almas rezagadas apuran con pasos acelerados los últimos metros para entrar en el calor del hogar.
Las risas infantiles me llegan acunadas por el viento, cálidas, sonoras, despreocupadas del futuro, sin cargas, ávidas de amor y de sencillez, despertando en mí fantasmas de un pasado ya superado, con el que, quizás, alguna vez me reencuentre.
Levanto la cortina de mi ventana y observo, entre las finas gotas de lluvia, las escenas familiares que se me muestran.
Una feliz pareja viendo la televisión en el sofá, unos niños jugando en el salón, escenas que yo ya sé que no he de vivir, que deberé de experimentar viéndolas sentir a los demás.
¿Cómo he llegado a esta situación?, me pregunto cada día, ¿cómo es que estoy tan sólo?, ¿tan mal lo he hecho?.
Son preguntas que quedan en el aire, sin respuestas, mientras en mi ventana, la lluvia aumenta su intensidad como queriendo borrar esas imágenes de felicidad que llevan paz a mi corazón.
El ruido del agua que cae, va apagando las risas infantiles que me llegan, y, decidido, entro nuevamente en mi realidad, la realidad de la soledad.
Que carga representa para mi corazón los recuerdos acumulados durante todos estos años, los recuerdos de muerte, abandono y soledad, que me acompañan cada vez que cierro los ojos, y que nunca más podré dejar en un rincón.
Sólo un pensamiento positivo me acompaña algunas veces, su recuerdo.
El recuerdo de aquella mujer que, quién lo sabe, pudiera haber sido en remedo a la soledad que me acompaña, y a la que perdí sin haber gozado suficiente de su compañía.
Recuerdo su pelo, sus ojos, su sonrisa, su olor, y con ello aparto mis negros pensamientos, pero, al rato, su imagen se desvanece como un copo de nieve en la palma de mi mano, y las lágrimas inundan, de nuevo, mis ojos.
Soledad, amada compañera de viaje, eterno recuerdo de la juventud perdida, permanente compañera de viaje, que, como todo en este mundo, me abandonará el día en el que muera.
Soledad, cruel castigo por mis actos o, quizás, por la falta de los mismos, manipuladora de sentimientos, destructora de la felicidad.
Soledad, yo te maldigo por seguirme y atormentarme.