SOÑÉ CONTIGO
Un amplio abanico de rayos de sol atravesó las persianas, la luz entró en la habitación y poco a poco Fran fue abriendo los ojos, hasta que el libro que sujetaba entre sus manos calló al suelo, dejando ver sus amplias tapas rojizas, rotuladas con un título en letras de oro, que decía: “Cien años de Soledad”.
El silencio de la habitación se interrumpió con sus pisadas en aquel parqué de madera oscura, vieja y agrietada, mientras Fran, se vestía y se preparaba para un día más en su rutinario trabajo. Su casa sobria, era su refugio, su lugar de encuentro con sus amigos, que eran sus libros y a la vez su propio mundo.
Fran nunca había salido de aquella ciudad, pero sin embargo, estaba convencido de que había viajado por toda la tierra e incluso había subido a la luna, siempre claro está, de la mano de Julio Verne, como también había sido naufrago de la de Daniel Defoe. El caso era que la imaginación era su única compañera en aquel mundo ingrato y despiadado, que había hecho de él la persona más tímida del mundo. Los libros, le permitían ser quien nunca había sido y hacer, todo lo que su grueso cuerpo le impedía. Niño gordo y tímido, ¿qué más ingredientes podía haber tenido su infancia?, si con estos se convirtió en la burla y mofa de sus compañeros de orfanato. Nunca había tenido una caricia, el abrazo de un amigo, un beso de buenas noches, ni nada que se lo hubiera parecido, sino más bien, bromas pesadas, abucheos, insultos e incluso una pedrada que marcó su poco agraciado rostro con una cicatriz en la frente.
Siempre sólo, aislado del mundo, los únicos motivos para salir a la calle, eran la obligación del trabajo y observar los colores y sensaciones del lugar donde vivía. El trabajo le permitía pensar, jamás nadie le hablaba, era una cadena de montaje, mecánica y alienable para muchos, pero no para él, quién sacaba provecho de tantas horas, dedicándose a pensar y a reflexionar sobre las historias de sus libros, sin inmutarse, ante los cuchicheos de sus compañeros que le criticaban continuamente, tachándole de bicho raro e insociable. Los colores y sensaciones los encontraba en cualquier parte, desde el rugoso de las calles empedradas, hasta la espuma de sal en los días de mar revuelto, que veía incansablemente desde los acantilados, hasta que el sol se perdía en el horizonte. También observaba a la gente, aunque a él jamás nadie le hacía ni caso, ya ni siquiera para lo malo. Miraba fijamente los pequeños detalles, que para tantos otros pasan desapercibidos, mientras experimentaba lo que nunca antes había podido sentir. Era seguidor de gestos, guiños y cualquier otro ademán insignificante que tanto significado tienen. Al verlos, anhelaba el sabor de una infancia que nunca tuvo y de unos padres que jamás supo de ellos.
Como día si y día no, Fran bajó a la lavandería y vio una vez más a aquella chica que se ocultaba tras un velo, tan solo dejando ver sus ojos castaños. No era de muchas palabras, pero Fran, era todavía de menos hablar y mucho menos conversar. Una sensación extraña, de miedo e inseguridad, le invadía cada vez que sus cuerdas vocales vibraban, tenía verdadero pánico a que la burla y el cuchicheo se apoderasen de la situación como tantas veces había pasado, por lo que solamente hablaba lo necesario. Y tantos años yendo a aquella lavandería, no había cruzado más de dos o tres palabras seguidas, sin conocer a nadie de los presentes mucho más que en el tema profesional. Pero aquella chica lo trataba con dulzura, en su voz, se denotaba comprensión, algo inimaginable por Fran, para quién los demás, estaban allí por una sola razón, mofarse de él. Su infancia había contribuido a tal pensamiento, impidiéndole que se relacionase con nadie, por miedo a volver a ser la diana de todas las bromas de mal gusto. El orfanato en el que tantos años había estado, había sido algo más que su escuela, mucho más que una cárcel y peor que un campo de concentración. Aquel edificio, gris con aspecto caritativo, había sido una verdadera sala de torturas, en la que Fran había sido víctima de las mas crueles vejaciones de sus compañeros. Recordaba tardes de lloros, preguntándose el sentido de su existencia a la sombra gris de un ciprés, o mañanas de castigo por algo que no había hecho, mientras sus compañeros se reían de él, enorgulleciéndose de la situación que habían creado. Más de una vez pensó en escapar, pero a dónde hubiera ido, ¿cómo sería el mundo exterior?, nunca creyó que fuera peor que aquello, pero jamás tuvo el valor suficiente para arriesgarse a comprobarlo. Así como tampoco la habilidad suficiente como para saltar aquel muro, ya que era un niño gordo y torpe. ¿A caso se pueden pedir más ingredientes, que ser alguien gordo y tímido, para ser blanco de todas las críticas?.
Nunca encontró un amigo que pudiese compensar aquel rechazo que la sociedad le había brindado, juntarse con aquel individuo era motivo suficiente para catalogar a alguien de pirado y ponerle en el mismo saco que al pobre Fran, por lo que a más de uno, aquella temida situación, le echó para atrás el empeño de ayudar a tan incomprendido gordito, por lo que Fran nunca tuvo un amigo con el que compartir sus penas.
La lavandera se apoyó en una mesa y apuntó algo en un papel, que acompañó a su ropa sucia. Siempre hacía lo mismo, lo que Fran no sabía era lo que dicho papel ponía. Imaginó que era su nombre, para así poder localizar su ropa, pero no podía ser, ya que aquella señorita, en tantos años, todavía no sabía su nombre, y lo más sorprendente de todo era que jamás se lo había preguntado. Luego, ¿qué habría apuntado allí?, quizás fuera lo de siempre: -”gordo del piso de arriba” o “tipo raro y feo de arriba”, quién sabe, algo así a lo que estaba ya acostumbrado, por lo que no le dio más vueltas al asunto.
A Fran le encantaban las mañanas claras, con olor a mar, en el que el sol cálido del verano se mezclaba con la suave brisa, que aun fresca por ser temprano, provenía de los acantilados. Pasear por aquellas calles empedradas, recorriendo el bulevar con el bullicio de tales sitos, era algo que le permitía soñar despierto e imaginar con mayor nitidez, aquellas historias de las que hablaban los libros.
Mientras caminaba al trabajo, observaba a la gente, que día a día recorría los mismos sitios, encarrilados entre las vías, como tren que siempre recorría las mismas estaciones. El tranvía recorría la calle de los comercios, alcanzando la costa más allá de aquel empedrado gris que se fundía con el mar en rasante cuesta bajo. Pero Fran andaba cuesta arriba, como siempre, piedra a piedra, recreándose en todo lo que veía, como queriendo rozar el sentimiento añorado. Así, casi podía sentir el beso que aquella mujer daba a su hijo antes de irse de casa a jugar con los amigos, o aquel otro, que la mujer de la casa amarilla daba al hombre de la chaqueta gris, junto con una bolsa color cartón con el almuerzo, antes de ir a trabajar. Aquel hombre siempre cruzaba la calle de lado a lado, se internaba en un parque y mirando descaradamente hacia atrás, tiraba la bolsa en la papelera, haciendo un gesto burlesco, que momentos antes había disimulado bastante bien.
En el parque, unos críos jugaban a las canicas, uno de ellos, parecía perderlas todas partida tras partida, por lo que era burla de los demás, que poco a poco se hacían con todas ellas y le dejaban prácticamente desplumado. Fran miró la mirada triste de aquel niño y pensó que su tristeza no residía en la pérdida de las canicas, ni tampoco en la burla de sus compañeros, sino más bien ante el pensamiento de que todas aquellas canicas se las había regalado su padre con todo el cariño del mundo, y ahora sin embargo las había perdido y por tanto también el recuerdo de su padre. Fran, se paró a pensar ante la posibilidad de que aquel padre hubiera desaparecido para siempre y que aquellas canicas fueran el único recuerdo que tuviese de él, de ahí la tristeza que denotaban sus ojos. Quizás fuera demasiado imaginativo en tal hipótesis, pero quiso pensarlo así, para recordar tal vez, que el único recuerdo de sus padres, desapareció en una de las muchas veces que en el orfanato le abrieron la taquilla.
En aquel tramo la cuesta se pronunciaba y desde luego Fran no tenía mucho aguante físico, el sudor recorría su frente cada mañana cada vez que pasaba aquella subida. A veces, tenía la impresión de que su corazón latía más rápido de lo normal y que estallaría en mil pedazos de un momento a otro, lo que le causaba un terrible pánico que le obligaba a pararse. Sin embargo el miedo a morirse era insignificante comparado con el miedo a la enfermedad y al sufrimiento que Fran tenía. Pero lo que realmente le asustaba era el presentimiento de que una enfermedad repentina le fuera consumiendo poco a poco, sumiéndole en la mayor de las soledades del interior de su casa, sin fuerzas para coger un libro y sin nadie que le ayudase en tales momentos. Aquel pensamiento que más de una vez había rondado por su cabeza parecía seguirle por todas partes, atormentándolo hasta el punto de sentir falsos dolores.
Pero aquel día no se cansó en la subida. Paso a paso la cuesta cedió al llano y llegó a un cruce estrecho en el que se encontraba un espejo ovalado. Éste, gracias a su relieve, permitía ver a los coches que circulaban calle arriba, siendo un sistema ingenioso a la vez que deformaba la realidad reflejada en el mismo. Al verlo, Fran quedo horrorizado, su reflejo era el rostro deformado de aquel hombre que de vez en cuando le seguía. Cada vez que le veía, sentía un miedo indescriptible, como si le acechara por la espalda esperando el momento para atacar, mirándole con sus ojos enfermizos, en los que predominaba el color rojo de sus párpados descarnados y una faz repleta de varices rojas, que le daban un aspecto de lo más siniestro. Aquel hombre no le quitaba ojo, tuvo la tentación de pedir socorro, pero ¿a quién?, ¿quién iba a acudir en ayuda de aquel gordo a quién todos apodaban el loco y nadie quería?, creyó que se burlarían una vez más de él y desistió en su empeño. Por lo que aceleró el ritmo y casi con la lengua fuera llegó a la fuente que presidía la entrada del lugar donde trabajaba.
Una vez allí, recobró el aliento y quedándose ensimismado ante aquella fuente, observó su rostro sobre la suave curva en forma de cuchara, que describía el agua al caer de una balda a otra. La fuente, de mármol y de un color blanquecino, tenía un pequeño ángel en su parte superior, empuñando un cuchillo con el que de alguna forma cortaba la tierra, manando agua del interior. Esta agua que salía en chorro, caía de balda a balda, dejando atrás tatuados rostros, que miraban hacia el ángel desde cada una de las baldas. El rostro reflejado de Fran se encontraba sobre las aguas en un lugar intermedio entre aquellos saltos de agua, donde no había ninguna cara impresa. Allí se quedó largo tiempo observándose, intentando ver dentro de si mismo y compartiendo la soledad de aquel espejismo. Pero de pronto, notó la presencia de alguien. Tras de sí, una chica rubia parecía perdida, como intentado buscar una dirección. Fran cayó en la cuenta de que aquel día iban a llegar dos trabajadoras nuevas y que quizás aquella chica rubia sería una de ellas y estaría buscando la puerta de acceso.
Los ojos de la joven eran de un verde claro, con un envoltorio marrón que envolvía las pupilas y en gradación se hacía verde oscuro hasta llegar al claro. Su pelo, caía sobre sus hombros, liso y brillante, tanto como el sol aquella mañana. Su cuerpo era delgado y tan llamativo, que sería portada de oro en cualquiera de las revistas que se dedicaban a tales trabajos. Pero lo que a Fran le llamó la atención, era el su aspecto de preocupación, de nerviosismo quizás por no saber ni donde estaba. Así que, de una forma totalmente inesperada, se dirigió a ella. -¿Pero qué estoy haciendo?-, se preguntó mientras avanzaba. Pero siguió caminando dispuesto a ayudar aquella chica. Cada paso que daba, su corazón golpeaba con más fuerza, su respiración se aceleraba por momentos y parecía más confuso consigo mismo que decidido a tal hazaña. Iba a hacer lo que nunca antes había hecho, vencer por una vez aquella timidez que le paralizaba, que le convertía en un ser extraño para los demás, iba a romper los moldes de toda su conducta para dar un paso de gigante e intentar mantener una conversación.
Cuando Fran llegó a su altura, la chica lo miró de arriba a abajo, cosa que le intimidó aun más. Fran se quedó paralizado, inmóvil, sin saber que decir. Su rostro miraba el empedrado, sin tener el suficiente valor como para mirarla a la cara y entonces pensó que debía decir algo y rápido para acabar con aquella tortuosa situación. A la vez que pronunciaba unas tímidas palabras, sus piernas empezaron a flaquear, hasta tal punto que la chica se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Mientras, de sus labios dejó escapar una leve sonrisa burlesca, ante tal espectáculo. Fran dijo: -¿Eres una de las nuevas, vamos, de las que empiezan hoy a trabajar?. La chica, al ver que aquel individuo hablaba a las piedras, pensó que se trataba de algún pirado o un simplemente de un deficiente mental, ya que sus palabras temblorosas así lo indicaban, por lo que dándole una palmada en la espalda, le dijo: -Si, y es en aquella puerta por donde debemos entrar, ¿no?-. Fran asintió con la cabeza, sin atreverse a pronunciar ni una palabra más, a la vez que la rubia se marchaba entre toda aquella muchedumbre que entraba por la puerta principal y que a la vez no la quitaban ojo. Fran volvió su vista hacia la fuente, con unos ojos tristes como nunca antes los había tenido, a la vez que su rostro, ahora mucho más desfigurado, parecía pintado otra vez sobre aquella cuchara de agua. Pensó que jamás lograría tener a nadie que le comprendiese y con el que pudiese conversar largas horas sobre temas tan apasionantes como las historias de sus libros, compartir aquellos momentos tan emocionantes, como aquel en el que “Los cinco”, de Enid Blyton, desenmascaraban las situaciones más extrañas y misteriosas en sus múltiples aventuras, o simplemente con quién disfrutar de aquellas tardes de verano, junto a los acantilados que se abren al mar, contemplando los dos azules más bellos e inmensos de la Tierra. Pero mientras sus mente viajaba de lamento en lamento sucedió algo extraño en aquella cuchara de agua, un rostro, de una chica morena con pelo rizado, aparecía también reflejado muy cerca, tanto, que Fran podía percibir su aliento. El estado de tristeza dio paso a un estado de temor, ante la posibilidad de que se repitiese la misma situación. Pero cuando sacó el valor suficiente como para darse la vuelta, pudo observar que aquellos ojos oscuros le miraban fijamente, y era a él, porque no quedaba nadie más en aquel lugar. Su mirada dulce y encantadora, parecía traspasar todos los límites y fronteras que Fran había establecido para protegerse de los demás. Era como si aquella chica, fuera conocedora de su gran timidez y estuviese dispuesta a romper esa barrera. Como si por medio de aquellos ojos, hubiera roto la coraza que escondía sus pensamientos más ocultos, aquellas sensaciones recónditas que a nadie le habían interesado nunca y que por tanto allí estaba él, desnudo, al vez que petrificado ante semejante situación. Pero algo distinto que en otras ocasiones acababa de suceder, sus ojos le transmitían comprensión y por tanto tranquilidad y Fran se sintió mucho más a gusto y relajado que momentos antes.
-¿Trabajas aquí?, le preguntó con una voz muy suave. A lo que Fran quedó perplejo, ya que era la primera vez en mucho tiempo que le dirigían la palabra. -¡Eh!, si-, contestó Fran con voz de sorpresa. -¿Te importaría acompañarme a la sala 7?, la verdad es que estoy totalmente perdida-. Fran no comprendía como podía haberle preguntado a él y asintió con una afirmación. Hubiera sido más fácil preguntar en información, que estaba justamente en la puerta, pero tal vez no mereciese la pena preguntar a la urraca que atendía tal servicio, y de una forma u otra había confiado en la mirada noble de nuestro protagonista.
Observó que bajo su brazo se ocultaba un libro, que momentos antes había estado ojeando, puesto que acababa de poner una etiqueta roja para indicar donde se había quedado leyendo. Fran tuvo la curiosidad innata de saber cual era el titulo del libro y venciendo una vez más su timidez, le preguntó: -Te gusta leer, ¿no?-. Al preguntarlo se sorprendió a si mismo, como si sus palabras se hubieran anticipado a su cerebro y aquellos sonidos no los hubiera pronunciado él. Ella lo miró con una sonrisa y le dijo: -Si, por supuesto-, a la vez que hacía un gesto mirando al libro. -Es “1984”, de George Orwell, ¿lo has leído?-. Fran no pudo más que soltar una sonrisa de admiración ante tan buen gusto. La novela trataba de una hipotética dictadura que suprimía la libertad del individuo hasta límites insospechados, que cuando Fran lo leyó, le recordó a su propia vida, en la que nadie había tenido en cuenta ninguno de sus pensamientos. -¿Dónde está la libertad?-, se preguntó así mismo, sin darse cuenta de que había pensado en voz alta y aquella joven lo observaba detenidamente, había escuchado perfectamente aquella pregunta retórica. Fran fue presa una vez más de la timidez, pero aquella joven no pareció extrañarse ante tal pregunta, sino todo lo contrario. -Gran verdad, ni siquiera hoy en día, cuando pensamos que somos libres, nuestra libertad está mucho más limitada de lo que creemos. ¡Te has leído entonces el libro!-, -pues claro-, respondió Fran, sorprendido de que aquella chica morena tuviese la misma opinión que él.
Ambos caminaron hasta el área 7, mientras las historias más recónditas de libros olvidados comenzaron a florecer, así como las distancias entre ambos se hicieron cada vez más cortas, al tener tanto en común. Fran era el ser más feliz sobre la faz de la tierra, estaba seguro de que había encontrado a ese alguien tan añorado, con el que tanto había soñado y tan solo le entristecía la idea de no haberla conocido antes para haber podido compartir aquellos momentos, en que por el contra, solo había habido silencio y soledad. Una vez en aquel área, Juliet, que así se llamaba, le dio las gracias por haber sido tan amable con ella e incluso le propuso que al toque de la campana fueran a conocer la ciudad, ya que no conocía absolutamente nada de aquel rincón del mundo. Fran accedió sin pensarlo y devolviéndole la sonrisa se fue a cumplir con su rutina.
Como he contado, el trabajo de Fran era sencillo y mecánico, no se necesitaba la cabeza para seguir aquella cadena de montaje, por lo que pasaba todas aquellas horas pensando y discurriendo sobre todos aquellos temas que como sabéis, ocupan la totalidad de sus pensamientos. Pero hoy no era un día normal, Juliet, había dado un giro de 180 grados a su vida, los libros quedaron a un lado y tan solo pudo pensar en sus ojos, su sonrisa y esa voz tan dulce que casi le había hipnotizado. Una sensación extraña hasta entonces, que le permitía de alguna forma, percibir el sabor de los colores, como si una fiesta de fuegos artificiales estuviera realizándose en su interior. Fran no podía impedir que la sonrisa que dibujaban sus labios, desapareciera, era como si los músculos no los dominase él y hubieran cobrado vida propia. Por lo que más de un compañero lo miró extrañado, a la vez que sorprendido por no ver el típico rostro tristón que como cada día, Fran brindaba a sus compañeros. Pero una vez más nadie le dijo nada, a nadie le importaba la aburrida vida de aquel obeso y raro personaje, que no se relacionaba con nadie.
Pero ante el mundo de colorido que invadía su mente, Fran bajo repentinamente de aquella nube y un pensamiento lo atormentó de nuevo. Aquella chica, al hablar con los compañeros, notaría al instante que Fran no era una persona normal. Posiblemente la idea de un hombre noble y bonachón, aficionado a los libros y dedicado a la observación, quedaría relegada ante la idea de un ser extraño y autista, insociable y ermitaño de su propia casa. Los compañeros distorsionarían la imagen que aquella joven había sacado de él y pronto ante tal presión, puesto que a vista de los demás juntarse con la bola de sebo era de ser alguien de su misma especie, pasaría a ignorarle como tantos otros. Vaya, eso si que era despertar de un sueño, parecía irremediable que tal situación se presentase antes o temprano y no tenía sentido hacerse falsas esperanzas dejándose llevar por los sentimientos. Pensaba que estaba totalmente condenado a vivir siempre en la soledad más absoluta, que ese era el tipo de vida que le había tocado vivir y así debía de ser. Solo, como desde hacía tantos años, con sus libros, con sus sueños, pero aislado del mundo, en su propia isla, algo así como un Robinson Crusoe de ciudad.
Era increíble pensar como la sociedad influía sobre los individuos, hasta el punto de sustituir a su antojo las opiniones más personales. Y es que el “qué dirán si hago esto“, o el “si lo dice la mayoría algo de razón tendrá“, ocupaba el día a día en las reflexiones de la gente. De tal forma, que a mayor número de gente de la misma opinión, mayor razón tenían en sus aseveraciones, siendo esto, en opinión de Fran un craso error. La verdad de una mayoría no tenía porque ser la correcta por el simple hecho de ser mayor el número. Para él, los totalitarismos, eran ideologías totalmente repudiables, de las que ni siquiera quería oír hablar, bajo las que se habían hecho verdaderas barbaridades y millones de personas habían muerto. La gente parecía no recordar, que en un pasado no muy lejano más de 50 millones de personas había muerto tras una sangrienta guerra, que había estallado gracias a un dictador elegido democráticamente por la mayoría de un pueblo. Lo que quería decir, que la mayoría, una vez más se había equivocado. Quizás Fran fuera al unísono, un rebelde, un inadaptado a su vez, que luchaba contra las fuerzas de las sociedad evitando su sometimiento.
Entre tanto pensamiento, le sorprendió de golpe, el sonido de la campana y el pánico le sacudió de nuevo. ¿Qué pasaría ahora con su cita?, ¿le habrían hablado sus compañeros de él?, ¿querría entonces quedar con semejante bicho raro?. Todo parecía indicar que aquella cita, estaba condenada al fracaso, que ella pondría cualquier excusa, evitando así la compañía de tal espécimen. Pero allí estaba ella, esperándolo junto a puerta, con la mirada fija en las pastas del libro, observando una especie de basurero vallado y aislado entre un barrio residencial, e intentando descifrar el sentido de tal mensaje. Era un espectáculo único para un observador, mirar como aquellos ojos recorrían milímetro a milímetro cada uno de los trazados del dibujo, casi sin pestañear, a la vez que con su mano izquierda, despejaba aquellas espirales morenas que no le permitían ver, con tanta delicadeza, que parecía estar manejando el más fino hilo de seda, que descansaba ahora entre sus hombros. Fran volvió a sentir esa orquesta de fuegos artificiales, con todo tipo de colores y cosquilleos que hicieron mezclar el miedo con esa nueva sensación que acababa de descubrir.
Según se acercaba, el miedo al rechazo se hacía más patente, esperaba algo así como: -mira, es que me ha surgido un imprevisto y...-, pero para su sorpresa, ella lo miró tal y como lo había hecho antes, con la misma sonrisa y aquella mirada tan viva, a la vez que decía: -¡Hola Fran!, dime, ¿dónde me vas a llevar?-. Fran, una vez más perplejo, no supo que contestar, ni siquiera había planeado el recorrido de aquella tarde pensando que nunca se produciría. Pero en un momento de espontaneidad dijo: -¿Te gustaría ver los acantilados?, es dónde suelo ir todas las tardes hasta que cae el sol-. Juliet, parecía seducida ante tal idea. Era como si nunca antes le hubieran propuesto una cosa igual, como si en otras ocasiones le hubieran llevado a un bar o a un monumento típico, y en esta ocasión, la proposición se desmarcase de todo lo visto hasta entonces. -Parece una buena idea, me encantaría ver el mar a la vez que leo un libro-, contestó ella entusiasmada. Fran, parecía sorprendido de que aquella idea le pareciese buena, no conocía a nadie que fuera a diario a aquellos acantilados, siempre solitarios y subestimados por los habitantes de la región, quizás por verlos tan a menudo no eran capaces de vislumbrar el encanto de tal asolada región.
Un velero cruzaba el horizonte, dejando una estela de espuma tras de sí, al tiempo que las olas rompían contra las rocas y las pequeñas piedras redondeadas acompañaban a las olas en su retirada, con un sonido que se repetía por periodos, como marcando el ritmo de una canción. Las praderas verdes, sobre las que ambos descansaban, se veía bruscamente interrumpidas por el corte del acantilado, sobre el que colgaban sus pies, salpicados por pequeñas gotas que las olas lanzaban en su choque incesante. Allí, y bajo aquel ambiente tan acogedor, comenzaron a hablar sobre todos aquellos sueños reprimidos que nunca antes habían contado y compartido con nadie. Sus miradas se cruzaron en más de una ocasión y ambos parecían quedarse sin aliento cuando esto sucedía, hasta que uno de ellos rompía el silencio con historias de atardeceres, de sueños, de colores y sabores que no se dejaban ver con la vista, el gusto o el olfato, sino con otro instrumento, que iba mucho más allá de los simples sentidos. Se dieron cuenta de que eran un par de bichos raros en la sociedad de hoy en día, eran capaces de captar el más puro sentimiento del objeto más insignificante. Eran víctimas de sus propios sueños y habitantes de su propio mundo, el mismo que ahora compartían.
La tarde avanzaba lentamente, al tiempo que las aventuras y desventuras de los clásicos, se sucedían una tras otra. El cielo paso del azul a un color atardecer, que se hizo más notable según pasaban las horas. Una nubes dibujaban pequeños rótulos en el horizonte, que parecían pintados con el más fino pincel de una acuarela colorada, todo permanecía en silencio, como el cuadro inmóvil que cuelga de un museo. Congelando el romper de las olas, los oscuros y claros del mar y aquel ocaso, que a vista de Fran, era el mejor de su vida.
Mientras permanecían sentados, se hizo un silencio y ambos miraron el lugar donde el cielo se fundía con el mar. Sus miradas, perdidas en la lejanía, se volvieron a la vez, al tiempo que las manos del uno y del otro se juntaban en una sola. En ese instante, Fran le acaricio la mano, mientras sus ojos se perdían en el abismo de los ojos de Juliet, de la misma forma que se habían quedado ensimismados ante la inmensidad del mar en el crepúsculo. En aquellos momentos Fran se sentía tan a gusto con Juliet, que la timidez y el miedo habían desaparecido totalmente, su mundo solitario estaba lleno de vida y de color, y guiado por un extraño estímulo, la besó. Ella cerró los ojos y apretó aun más fuerte la mano de Fran, al tiempo que este deslizo la otra sobre el rizado, pero suave pelo de Juliet. Así permanecieron hasta que el sol comenzó a parpadear, como agonizando ante los últimos momentos de vida, antes de que llegara la noche.
Fran observó el rostro de Juliet y notó algo que antes no había percibido, ya que no se había atrevido a mirarla tan fijamente como hasta ahora. Desde la altura del oído, hasta casi la nariz, tenía una senda cicatriz que estropeaba su bello rostro. A Fran desde luego no le importó lo más mínimo y al darse cuenta de que Juliet había percibido su mirada, le dio un beso en la mejilla al tiempo que acariciaba la otra con sus manos. Con esto quería que Juliet entendiera, que la quería tan y como era, con sus pensamientos, con sus sonrisas y con las miradas perdidas y pensativas que tanto le seducían. Ella pareció comprender al instante lo que Fran le había transmitido, pero parecía preocupada, su mirada ya no era la misma. Fran no comprendía aquella actitud repentina y pensó que había hecho algo que a ella no le había gustado, ¿pero qué?. De pronto ella interrumpió sus pensamientos, y dijo, con voz triste, como entregada a la evidencia: -Fran, esto se acabará cuando el sol se esconda totalmente, todo este mundo nuestro morirá y jamás volverás a saber de mí-. Fran pensó que se había equivocado al escuchar, que no podía ser verdad aquello que decía, -¿por qué desaparecer para siempre?, ¿por qué cuando se oculte el sol?-, le pregunto extrañado mientras sus ojos comenzaban a humedecerse. No daba crédito a lo que acababa de escuchar, pero mucho menos a lo que escucharía en aquel instante. -Yo no existo, solo soy fruto de tu imaginación, Fran-. Ahora si que el rostro de nuestro protagonista cambió radicalmente, ¿a qué se refería?. Por un momento recordó una película en la que el mundo conocido era en realidad falso y lo controlaban las máquinas, creando vidas falsas de falsos espejismos, ¿era aquello uno de esos espejismos?. No, desde luego que no, jamás una máquina hubiera creado aquél atardecer, aquella situación tan extraordinaria, no era posible imaginar que todos aquellos colores fueran falsos y fruto de una imaginación inyectada. Él era capaz de percibir con algo más que con los meros órganos de los sentidos y por eso mismo estaba convencido de que justamente en eso, nadie podía engañarle. Pero a lo mejor se refería a que en realidad veía lo que quería ver, es decir que Fran era un paranoico que imaginaba personajes al igual que en la película “Una mente maravillosa”, en la que el protagonista, Nash, imaginaba los personajes que el quería, sin poder distinguirlos de los reales. -¡Dios mío!-, exclamó Fran, -eso si que puede ser cierto-. Tantos años de soledad y tantas ausencias, podrían haber causado un trastorno similar al de aquel científico. Pero ante su asombro, sus teorías se desvanecieron, cuando Juliet lo miró fijamente diciendo: -Mira al cielo-, al mirar, Fran quedó perplejo, sobre sus cabezas una grieta de luz surcaba el cielo de punta a punta, como si este te fuera a romper en dos pedazos. La luz que manaba de la grieta, era intensa, como la de el sol al entrar por las persianas. -Fran, estas a punto de despertar, solo soy un sueño, nada más, todo desaparecerá cuando abras los ojos-. Fran no sabía ni que decir ante lo que Juliet le estaba diciendo. Desde luego aquella grieta no era normal y todo parecía cobrar sentido.
En los sueños uno se imagina las situaciones que le preocupan, no sabe resolver o simplemente los miedos que nos siguen incansables. Así como el del hombre del rostro venoso y ojeras encarnadas, sería el símbolo de la enfermedad que lo acechaba a escondidas, o como todo aquello que nunca tuvo y lo ve reflejado en los demás. Parecía irremediablemente un sueño del que no le apetecía despertar. -¿Pero como puede ser un sueño tan real?-, se preguntó Fran a si mismo, al tiempo que observaba que el mundo se deshacía en un baño de colores entremezclados y el rostro de Juliet se distorsionaba como estuviese tras un cristal opaco.
Viendo que todo se desmoronaba y que aquella grieta se llevaba todos sus deseos, se lazó en un acto de desesperación sobre Juliet, agarrándola con fuerza, como intentando que aquella misteriosa luz no se la llevará, al tiempo que gritaba: -¡Juliet, Juliet,..., no,...!-.
Según caía de aquella silla, donde se había quedado dormido, un libro se deslizó sobre su pecho, al tiempo que su manos se agarraban al vacío. El libro en sus rótulos bañados de oro, decía: “Romeo y Julieta”, y cayó al suelo, a la vez que su lector. Allí, bocabajo, Fran se dio cuenta de lo que había sucedido, de que aquello, como bien había dicho Juliet, había sido un sueño y que desgraciadamente volvía a su vida de soledad inusitada y cotidiana.
Fran se aferró al suelo de parqué, y agarró con fuerza las grietas que se dibujaban entre los ásperos tablones de madera. Apretó con tanta fuerza que sus dedos se marcaron de un color encarnado oscuro. La rabia por lo sucedido y sobre todo ante la imposibilidad de poder hacer nada por volver allí, le hundió en la más mísera de las soledades. Tanto, que sus ojos, ya humedecidos, rompieron a llorar de golpe, como si de una presa se hubiesen reventado los muros por los cuatro costados. Comenzó a patalear y a golpear el parqué con fuerza, hasta que quedó exhausto y sin fuerzas, ni siquiera para levantarse. Fue entonces, cuando pensó que quizás si volvía a dormirse, volvería a verla, allí estaría ella, con su mirada, esperándolo junto al mar, en ese mundo maravilloso que ambos habían creado. Y lo intentó una y otra vez, pero no conseguía dormirse, estaba tan abatido y guardaba tanta rabia en su interior, que fue imposible y tuvo que desistir de tal idea. Pensó entonces que tal vez ocurriría como en tantas otras historias, y que al salir de casa, su sueño, volvería a repetirse paso a paso en su camino hacia el trabajo. Por lo que se dispuso a vestirse y bajar a la lavandería, donde encontraría a la chica del velo.
Todo sucedía como esperaba, la chica anotó algo en la bolsa de ropa y lo miro con sus ojos, derrochando tanta dulzura y comprensión como en su sueño. Se despidió de ella y se apresuró a subir la calle empedrada, pero hoy el día no era soleado, sino más bien tormentoso y los niños no jugaban en el parque a la pelota. El hombre de la chaqueta gris, no abandonaba a la mujer de la casa amarilla, ya que hoy era sábado y no trabajaba. Nada coincidía con el sueño, pero Fran, aun sin tener que ir a trabajar siguió subiendo aquella cuesta con la esperanza de ver algo que le recordase a Juliet. Todavía tenía la esperanza de que pudiera verla en otro contexto, pero sus sueños se desmoronaron al llegar a la fuente y ver que por ésta no discurría el agua, estaba apagada y sin vida.
Era inevitable, como tantas otras veces, Fran asumió que su vida no deparaba otra cosa que el pasar de los años en una burbuja solitaria que flotaba en el aire. Así que se dirigió hacia los acantilados, para recordar así como su pelo se movía con la brisa del mar, al tiempo que sus manos su juntaban en una sola, en aquel momento tan especial en el que se dieron su primer y último beso. Y allí, una vez más solo, contempló durante largas horas aquel espectáculo único, en el que había vivido la más bonita historia que nunca jamás existió.
Pero en el momento en el que el sol comenzaba a caer y los tonos rojizos se hacían presentes, una chica se sentó al lado de Fran, éste se sobresaltó, pensando que como fruto de un milagro, era Juliet, pero no, era la chica de la lavandería, con su velo blanco y limpio, que se movía ondulándose al ritmo de la brisa del mar. Fran no sabía que decir, era increíble que aquella chica a quien nunca había visto el rostro, estuviera ahí junto a él, el bicho raro al que nadie quería acercarse. Ella lo miró fijamente y le dijo: -llevas todo el día aquí, te he estado observando. Es verdad, uno no se cansa de ver el mar desde este rincón, parece como si cada día fuese distinto. Sabes, a mi me gusta ver sentir su inmensidad a la vez que leo un libro-. Tras estas palabras, Fran quedo mudo y paralizado, como si no entendiese lo que acababa de decir aquella joven, pero en cambio lo había entendido muy bien y estaba gratamente sorprendido ante lo que escuchaba. -Yo, suelo venir aquí todas las tardes-, dijo Fran, -ya, ya lo sé y desde hace mucho tiempo, pero en cambio hoy has venido desde primera hora de la mañana-. -Si es cierto-, respondió Fran con cara de sorpresa. Fran no entendía porque la chica del velo, había esperado hasta hoy para hablar con él, si llevaba tantos años llevándole la ropa y jamás habían cruzado más de dos o tres palabras seguidas. Pero sabía perfectamente que con sus ojos morenos percibía perfectamente lo que el sentía y quizás sabía el por qué de muchas cosas íntimas que Fran trataba de ocultar.
Como Fran había escuchado de sus labios que le gustaban los libros, decidió preguntarle qué le gustaba leer y así comenzaron una larga conversación, tal y como había sucedido con Juliet en su sueño. Y entre tantos viajes y tantos sueños Fran mencionó algo sobre el velo, aunque de forma tímida. Ella pareció avergonzada, pero finalmente respondió: -Si, lo llevo porque de pequeña tuve un accidente y una cicatriz recorre mi cara desde el oído, hasta casi la nariz. Mi padre me obligó a llevar este velo, quizás porque se avergonzaba de mi rostro, pero ya estoy harta de tener que aguantar este dichoso pañuelo blanco-, y entonces, de un tirón, arrancó el velo con violencia, al tiempo que su cabellera rizada se deslizaba por sus hombros, como disfrutando de su libertad. Fran, casi cae al suelo desmayado, al reconocer aquel rostro tan familiar y sus ojos volvieron a humedecerse, esta vez de emoción, ante lo que tenía delante. -¿Juliet?-, -¿cómo sabes mi nombre?, respondió ella sorprendida. -Tu me lo dijiste, anoche en sueños-. A lo que Juliet, sonrió, creyendo que se trataba de una broma, pero aun así le comentario le pareció bastante romántico, por lo que decidió coger a Fran de la mano y apretarle fuertemente mientras el sol caía definitivamente y dejaba paso a la noche. Entonces, Juliet sacó un papel de su bolsillo, era ese mismo que ponía sobre su ropa, que tantas veces Fran se había preguntado por lo que decía. Ella lo puso sobre su mano y cuando él levantó sus dedos, apareció su nombre, Fran. -¿Cómo sabias mi nombre?, preguntó el ahora sorprendido, -Me lo dijiste tú, en sueños.-