Siempre que escribo me gusta postear por aquí, he intentado poner este corto, en mí hilo de relatos, pero esta archivado
Aquí lo dejo para el que quiera leerlo, un saludo.
Sopa de miso caliente.
Pasear por el parque le resultaba siempre muy relajante. Su mente se evadía de lo cotidiano, de la rutina. A veces incluso se abstraía hasta el punto de no saber donde se encontraba, y cuando un bocinazo o un frenazo inesperado le devolvían a la realidad era como salir de un profundo sueño.
Su mente en estos momentos de evasión saltaba entre recuerdos del pasado o deseos del futuro. Los viajes por el pasado solían ser tristes y solitarios, recuerdos de amores perdidos o de oportunidades frustradas. Las raras incursiones en el futuro eran golpes de brisa de mar, adoraba el mar, propósitos casi siempre no cumplidos pero esperanzadores al fin y al cabo.
Esa mañana, sumido en sus divagaciones su paseo le llevó al mercado del barrio. La mayoría de sus paseos solían acabar en lugares que le resultaban agradables, y el mercado era de sus favoritos. Sin pensarlo entró y fue dirigiéndose uno a uno a sus puestos de costumbre. Compró verduras, algo de carne y bastante fruta.
Tras realizar las compras habituales, continuó con el paseo por el antiguo barrio volviendo pronto a sumirse en su mundo de recuerdos. La mañana era fresca a pesar de estar pasando por un verano especialmente caluroso, todo apuntaba a que tendrían otro día de mucho calor, pero por ahora la temperatura era agradable. Ralentizó el paso para alargar un poco el camino que le quedaba hasta casa. Se cruzó con un par de vecinos a los que ni siquiera vio, y que le dedicaron sendas miradas de reproche. No era muy popular en su comunidad, más bien al contrario, sobre él circulaban todo tipo de rumores, cotilleos y críticas. En su bloque la mayoría de vecinos eran ancianos o matrimonios con muchos hijos. Un hombre de treinta y cinco años, soltero y con fama de juerguista taciturno y mal humorado no encajaba.
Cuando llegó al portal, intentó sacar las llaves del bolsillo sin soltar las bolsas, y la mayor parte de las verduras acabaron rodando por el suelo del porche. Una vez recogidas todas las damnificadas hortalizas, abrió la puerta con cara de perro y subió al trote las escaleras. El apartamento estaba en penumbras como casi siempre, alguna vez, cuando no le quedaba más remedio, abría todas las ventanas de par en par para ventilar la casa, cosa que no ocurría muy a menudo. La televisión estaba encendida, con un canal de cine clásico que era casi lo único que veía. Cary Grant y Katharine Hepburn corrían por un jardín persiguiendo a un leopardo al que llamaban baby cantando una absurda canción. Pasó a la cocina ordenó la compra de forma meticulosa, la cocina era la única parte de la casa que estaba perfectamente ordenada y limpia. En el dormitorio se desnudo tirando la ropa encima de la cama y entró al baño. Le encantaba ducharse era algo que hacía de forma compulsiva y mucho más en verano. Casi siempre perdía la cuenta de las veces que había pasado por la ducha a lo largo del día.
En la casa podía oírse un zumbido constante de ventiladores, al menos tres ordenadores permanecían encendidos constantemente. Se acercó al portátil que había dejado en la mesa baja del salón, en la pantalla apareció el procesador de textos con trescientas veintitrés páginas escritas. Trescientas veintitrés páginas que consideraba basura, a pesar de llevar varios años como escritor, a pesar de amar la literatura, a pesar de haber ganado mucha pasta con su primera novela, su trabajo le asqueaba. El aprecio de la crítica, de los medios de comunicación, de sus fans, le provocaba arcadas. Cogió del suelo al lado de la mesa una botella de Johnnie Walker y la vació en un vaso sucio sobre la mesa. El trago le revolvió el estomago y le puso el vello de punta, el alcohol caliente a las diez de la mañana solía tener ese efecto. No era un alcohólico, al menos él no se consideraba como tal, pero si era un bebedor bastante habitual. No solía emborracharse pero si alcanzar un estado de embriaguez que denominaba el parnaso del escritor. Sus novelas eran consideradas un soplo de aire fresco, de modernidad, intimistas y muy “cool”, una basura para postmodernos y culturetas en su opinión. Se había convertido en un gurú de la literatura y en el fondo era culpa suya, por ser un escritor pretencioso y ególatra. Ahora odiaba todo eso, pero le daba de comer y le pagaba todos sus absurdos caprichos. Muchas veces pensaba en que algún día mandaría todo al carajo, pero sabía que le gustaba demasiado la buena vida como para tirar por la borda su éxito y su dinero.
Escribió un par de horas haciendo tiempo hasta la hora en que empezaba a preparar la comida, era uno de los mejores momentos del día, disfrutaba mucho con la cocina, pero luego a penas comía. Adoraba sobre manera la cocina japonesa. La admiración por el estilo de vida y la cultura del país nipón le atraían desde niño, y en cuanto empezó a desarrollar un interés por la cocina una cosa llamó a la otra. Así descubrió la sopa de miso, un plato sencillo, de fácil preparación y bastante de moda en occidente. La preparaba casi a diario y la tomaba con cualquier cosa. Estaba muy enganchado a la sopa de miso, para él era uno de esos pequeños tesoros que se encuentran en la vida y que guardaba con recelo. Su receta era algo sumamente secreto que nunca había compartido con nadie. A pesar de que elaborar una sopa de miso no tiene mucho misterio, era tan estricto con las proporciones y con los ingredientes que había llegado a desarrollar una auténtica formula secreta. Rara vez tenía invitados, pero si su editor o su madre alguna vez pasaban por casa tenían asegurado un tazón de sopa quisieran o no. Cuantas veces había soñado con ser el dueño de un pequeño restaurante en algún barrio a las afueras de Tokio y que la gente hiciera cola para probar su sopa de miso secreta. Algún día cuando fuera un viejo escritor cascarrabias considerado una eminencia como literato, con tanto dinero que ni supiera cuanto tenía, abriría ese restaurante, sería algo muy divertido.
Acababa de terminar la sopa y sonó el teléfono, lo encontró debajo del sofá de la “sala de lectura”, una habitación llena de libros que olía a cerrado y a polvo. Cuando colgó después de hablar con su editor pensó que quizás abriría ese restaurante antes de lo que creía, le habían propuesto para recibir el Premio Nobel de literatura. Mientras volvía a calentar la sopa se descubrió pensando en como sería interpretar el papel de Paul Newman, como escritor aficionado a la bebida, mujeriego y caradura en la capital de Suecia. La sopa ya estaba caliente, como al él le gustaba, no había nada peor en la vida que una sopa de miso fría.