Venían a sentarse junto a mí, mientras Pulp desaparecía en el silencio de estudio o en el ruido de ciudad acelerada. A lo mejor entonces hubiera preferido volver diez minutos atrás y elegir de nuevo el asiento del autobús, desaparecer al fondo, donde iban a parar todas las pajas y los chicles y ensimismarme en cualquier canción que me hiciera parecer más ridícula e interesante.
Un codazo mal disimulado precedía una risita, parecía complicado entender cuán chistosa podía ser mi cara o lo que mis labios murmuraban; pero en el país de los paletos todo sucedía al revés, en invierno la gente llevaba sandalias y alpargatas que se calaban cuando llovía.
Las señoras entraban a escenificación, palitiesas de cara almidonada y cuello de gallina que a poco no tocaban el techo con la barbilla. Empezando por el protocolo y terminando por la dentadura tenían muchas cosas en común. Hablaban entre ellas como si se encontraran en un medio-silencioso corral, hacían crucigramas en el ABC y se sonreían con complicidad sin que sentada y observando pudiera yo pensar que existía un ápice de ésta. Paraban cerca las unas de las otras y se revisaban los anillos antes de bajar, con desconfianza.
Cuando el autobús llegaba al fin del trayecto apenas quedaban tres o cuatro tristes salpicados en sus butacas. Entonces lo que desde la ventanilla divisaba, tomaba forma; el caos, la competición, el cielo rojo y ácido a punto de estallar sobre nuestras cabezas y el aire indiferente revoloteando alrededor.