Allí estaba. Toda vestida de blanco.
Como siempre, tan hermosa, tan radiante que hasta el sol tendría envidia de ella.
La observé caminar hacia el altar del brazo de su padre al ritmo de la música. De fondo se oía la marcha nupcial (poco original, todo hay que decirlo).
Cuando pasó a mi lado, nuestras miradas se cruzaron y pude sentir aquél habitual y placentero dolor clavándose en mis entrañas. Pero ella no se detuvo. Siguió andando hasta que llegó al lado de mi viejo amigo Pablo, el novio.
No podía entender cómo habíamos llegado tan lejos. Se suponía que no íbamos a retrasarlo hasta este punto. Cada vez que yo le preguntaba si ya se lo había contado, me contestaba que aún no se le había presentado el momento adecuado; hasta que, hará menos de un mes, dejó de contestar a mis llamadas, y a mis e-mails, y a mis mensajes.
No supe nada de ella hasta que la invitación llegó a mi casa.
Sentí como si todo hubiera sido un sueño y hubiera sonado el despertador.
Me limité a aceptar que todo había acabado y seguí con mi vida; sin embargo, dentro de mí, una gran parte de mi alma aún tenía la esperanza de que en cualquier momento ella me llamaría, o, aún mejor, aparecería en la puerta de mi casa con una de sus maravillosas sonrisas.
Pero nada ocurrió, e incluso en ese momento, en ese mismo instante, viéndola de la mano del que había sido mi amigo, me quedaba alguna esperanza.
El repentino silencio me sacó de mis pensamientos. El cura había dejado de hablar y la estaba mirando como esperando una reacción por su parte, una respuesta.
-Sí, quiero.
En ese momento se oyó un disparo. Ella gritó.