Un nuevo sentimiento
A la llamada de Rebeca me acerqué hasta el vestidor y corrí la cortina. Ante mí vi la espalda desnuda de Rebeca y ella, doblando la cabeza y sujetando con las manos el vestido me dijo que la ayudara a subir la cremallera. Alargué la mano y la cogí. Empecé a subirla lentamente, con cuidado de no tocar a Rebeca. Esta era una situación que, sin saber porqué, me estaba poniendo muy nervioso. A la altura del sujetador mis dedos rozaron levemente la paletilla de Rebeca y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Cerré los ojos, respiré profundo y acabé de subir la cremallera. Aquellos instantes me habían resultado eternos.
- ¿Está ya, Ferrán? – preguntó Rebeca haciendo regresar mi mente a mi cuerpo.
- Eh... sí... ya está – contesté vacilante.
Rebeca salió del vestidor y se miró al espejo. Dio un giro de 360º que elevó unos centímetros el vestido. Se miraba a la izquierda, se miraba a la derecha, se miraba al frente y también al torso. Yo la miraba a ella y, sin yo saberlo, ella me miraba a mí a través del espejo.
- Ferrán, a mí me gusta mucho. ¿Qué dices? – me preguntó.
- Sí, sí... A mi también me gusta mucho. Te queda muy bien.
- Creo que me lo voy a llevar. ¿Te importa que lo pague mañana que no tengo dinero aquí?.
- Tranquila, lo pagas mañana o cuando quieras.
- Gracias, Ferrán. Voy a quitármelo para envolverlo y me lo llevo. ¿Me ayudas a bajar la cremallera?
Bajé la cremallera, esta vez sin vacilaciones y, mientras ella volvía al vestidor, yo me senté a esperar. Miré por la puerta y vi que comenzaba a chispear, después miré el reloj, ya era casi la hora de cerrar. Rebeca salió del vestidor y envolvió el vestido.
- ¿Tienes paraguas? – le pregunté.
- ¿Cómo?, ¿por qué lo dices?, ¿está lloviendo? – dijo Rebeca mientras se acercaba a la puerta para comprobar que, efectivamente, estaba lloviendo - Vaya, pues no, no me he traído paraguas. Creo que hoy me voy a mojar.
- Espera, que te acompaño a tu casa. Yo sí que me he traído paraguas. Mientras comía vi al hombre del tiempo diciendo que iba a llover y me lo he traído. Por una vez ha acertado.
Rebeca y yo salimos de la tienda, cerré la puerta y nos alejamos no muy deprisa. No llovía mucho, así que no forcé el paso. Quería que este “paseo” con Rebeca durase lo más posible, y ella tampoco parecía que tuviese mucha prisa por llegar a su casa.
Tras unos minutos habíamos cruzado ya la avenida y estábamos parados en un semáforo, esperando a que se pusiera en verde. La casa de Rebeca estaba en la calle de enfrente. El semáforo se puso en verde y, cuando íbamos a pasar, de repente un coche rojo que venía de la avenida se saltó el semáforo y casi me atropella. Logré retroceder a tiempo, pero resbalé y caí al suelo, tirando a Rebeca conmigo. Una pareja mayor que había junto a nosotros nos ayudó a levantarnos mientras arremetían contra el conductor del coche. Rebeca no se había hecho nada, ya que había caído sobre mí, pero yo me había rasgado el brazo izquierdo y se me habían roto la camiseta y el paraguas. Rebeca comenzó a mirarme el brazo y me dijo que subiera con ella a su casa para desinfectarme la herida y ponerme mercromina. Cruzamos la calle corriendo. Ahora sí corríamos, que ya no teníamos paraguas, y llegamos al portal del edificio donde vivía Rebeca. Abrió la puerta y nos metimos dentro. Una vez allí comenzamos a reírnos y a mirarnos el uno al otro. Subimos las escaleras, hasta el segundo piso donde ella vivía. Mientras me preguntaba si me dolía. Yo le dije que no.
Por fin, llegamos al segundo piso y ella abrió la puerta de su casa.
- ¿No están tus padres? - le pregunté extrañado al no oír nada.
- No, vivo con mi abuela – me contestó antes de comenzar a llamarla.
- Hija, ¿te has mojado? – dijo una mujer que salía de una habitación que había tras nosotros.
- No, me ha acompañado Ferrán, el hijo de la dueña – dijo Rebeca dándome la vuelta para que su abuela me viera de frente – le he dicho que suba porque se ha caído cuando casi nos atropella un coche – continuó mientras le mostraba el rasguño de mi brazo.
La abuela de Rebeca me miró muy fijamente, como examinando a aquel extraño que su nieta había traído a casa. De pronto, su rostro palideció. Entonces nos apartó y se metió en otra habitación.
- ¿He hecho algo? – pregunté a Rebeca
- No, se habrá acordado de algo y habrá ido a su habitación a buscarlo. Ven al baño conmigo y te curo eso.
Entramos los dos en el baño y me pidió que me quitara la camiseta y que me sentara sobre la tapa del váter. Ella comenzó a curar la herida de mi brazo con un algodón empapado en alcohol mientras yo trataba de no quejarme para dar imagen de “machote”, aunque creo que no lo estaba consiguiendo. Después, me puso la mercromina en la herida y me dijo que esperase un poco a que se secase para ponerme la camiseta. – Ves como no ha sido para tanto – me dijo sonriendo.
Rebeca salió del baño. La escuché hablando con su abuela, aunque no alcancé a entender sobre que. Vi como la mercromina comenzaba a secarse y me puse ya la camiseta. Rebeca volvió al baño con un paraguas y me lo dio – Quédatelo, que el tuyo se ha roto por querer acompañarme – me dijo. Yo, por supuesto, lo tomé, pero antes de irme de su casa le dije que se lo devolvería al día siguiente en la tienda.
Una vez en la calle, tras la cruzar la calle, giré la cabeza hacia el piso de Rebeca, y vi a su abuela mirándome por la ventana.