¿Dónde estoy?
Ferrán, asustado, comenzó a mirar a izquierda y derecha, al frente y atrás, pero no lograba alcanzar a ver nada que no fuera aquella intensísima niebla que todo cubría. Mientras, los disparos se sucedían en la lejanía, disparos que se veían rodeados de otros sonidos: gritos humanos, gente que se comunicaba a alaridos. Ferrán, abrumado por lo que estaba aconteciendo, no encontró otra salida que retroceder por donde había venido e intentar encontrar el coche para sacar a Rebeca del infierno en el que se habían introducido. Ferrán caminaba lenta y torpemente, intentando no tropezarse con ninguna piedra, árbol o cualquier otro obstáculo, lo cual estaba siendo tremendamente complicado. Ferrán caminaba y caminaba, tenía la sensación de haber recorrido un trecho bastante mayor que el marchado tras el accidente, pero no había encontrado el coche, además, tampoco podía llamar a Rebeca por temor a ser descubierto por los autores de los disparos. Ferrán, ante esta situación decidió dar marcha atrás, luego caminar hacia la izquierda, a continuación a la derecha, de nuevo hacia delante, después hacia atrás. Ferrán daba vueltas y más vueltas y su desesperación aumentaba a medida que el tiempo transcurría y el no encontraba el coche. Finalmente, Ferrán se derrumbó:
- ¡REBECA! – gritó Ferrán con todas sus fuerzas olvidando por completo los disparos, mientras clavaba rodillas y puños en la dura tierra y su cara de desencajaba de dolor.
Tras el desahogo, Ferrán se quedó inmóvil en esa posición, escuchando como los disparos y gritos antes lejanos, se acercaban velozmente, sin hacer nada. De repente, alguien apareció entre la niebla, tropezándose con Ferrán y cayendo. Ferrán dirigió su mirada hacia la persona que había aparecido, pero apenas lograba vislumbrar su silueta.
- ¡Corre insensato! – dijo ese sujeto con voz de hombre joven cogiendo la mano de Ferrán y tirando de él. Ferrán, todavía confundido, dejó hacer al extraño y le siguió.
Ambos corrían como alma que lleva el diablo. A pesar de la niebla ese hombre iba con gran agilidad, como si se conociera palmo a palmo ese bosque, y Ferrán lo seguía a duras penas. Al rato, el ruido de los disparos y los perseguidores cesó, y ambos se detuvieron. Tanto Ferrán como ese hombre estaban exhaustos y jadeaban tratando de introducir en sus pulmones la máxima cantidad de aire posible.
La niebla comenzó a disiparse poco a poco, dejando ver al extraño. Era, en efecto, un hombre joven, aunque un poco mayor que yo. Llevaba puesto un extraño uniforme verde, lleno de tierra, y un pañuelo rojo en el cuello. Tenía la tez morena, los ojos castaños y el pelo moreno.
- ¿Quién eres? – me preguntó ese hombre.
- Ferrán, Ferrán Galba – le contesté sin pensar.
- ¿Ferrán Galba?, ¿eres catalán o valenciano? – continuó
- De Alicante – le respondí.
- Entonces, serás leal, ¿verdad?
- ¿Leal?, ¿a qué? – pregunté cada vez más desorientado.
El hombre me miró con mala cara y sacó una pistola de su bolsillo mientras se levantaba, y me apuntó con ella.
- ¡Me estás poniendo nervioso!, ¿eres leal o un traidor? – me gritó el hombre mientras empuñaba el arma.
- ¿A qué? – pregunté mientras comenzaba a llorar por la tensión acumulada.
- Esta bien, amigo. – Dijo el hombre resoplando. – Creo que el ruido de los morteros te ha dejado bastante mal – continuó.
- Pero, ¿qué morteros?, ¿qué está pasando?, ¿dónde estoy? – dije cada vez más superado por la situación.
- Vamos a ver, amigo, ¿tú de dónde has salido? – volvió a preguntarme mientras se ponía en cuclillas mirándome sin guardar el arma.
- Ya te lo he dicho, de Alicante. ¿Dónde estamos? – dije mientras mi confusión se iba convirtiendo en enfado.
- En Granada.
¿En Granada?, ¿cómo había yo llegado a Granada si hacía unos minutos estaba de camino a Alicante?. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, y ya ni tan siquiera me acordaba de Rebeca.
- Vamos, rápido, levanta. – dijo de repente el hombre. – Tenemos que ponernos a buen recaudo antes de que llegue el día y seamos blanco fácil.
Ambos comenzamos a correr, ahora ya sin niebla, pero con la oscuridad propia de la noche en el campo, una oscuridad sólo rota por la tenue luz de la luna que las ramas dejaban llegar al suelo.
Al cabo de unos 15 minutos llegamos a un pueblo, un pueblo muy pequeño, con las calles de tierra y sin alumbrado.
- Chico, ahora mantente callado. – me dijo casi susurrando.
Seguimos andando sigilosamente por las calles de ese pueblo. El hombre parecía estar buscando algo, pero sin encontrarlo. De improviso, un nuevo disparo, y ese hombre de desplomó ante mis ojos. Yo, asustado, comencé a correr por donde habíamos venido, o eso es lo que yo quise hacer, pero sin conseguirlo. Pronto me vi en un lugar que no recordaba, y escuché como alguien se acercaba a mí a mucha velocidad. Comencé a correr de nuevo. Mis jadeos eran cada vez más fuertes, me costaba cada vez más respirar y mis piernas comenzaban a flaquear. Entonces, una roca, tropecé con una roca y caí rodando hacia abajo. Lo último que sentí fue mi cabeza golpeando contra algo muy duro y mi cuerpo muy húmedo.