En lo alto de la colina donde el silencio era sólo roto por el agudo silbido del viento que azotaba incansable los terrenos de densa hierba verde. Allí donde el rojizo sol del atardecer desplegaba toda su intensidad sobre tu mirada distante y fría, esperando a que fuese calentada por las incesantes combustiones del astro.
Podían pasar horas y más horas hasta que decidias descender con gracia y elegancia de aquella colina que albergaba tu paz y, tal vez, tu amor. La terrible sensación que hacia agitar tu cuerpo como si se tratase de un escalofrío no era otra que la que tener que seguir con una vida normal sin la paz que te otorgaba la colina. Alejarte de ella era como eliminar tu capacidad de pensamiento, un pensamiento lleno de sentimientos y sensaciones, lo único que considerabas como vida real. El resto lo considerabas como una basta extensión de hielo que aprisionaba a todas las personas, aquellas que vivían en la mentira e hipocresía. Y preferias no hablar, mostrarte distante y carecer de sentimientos para que estos no fueran contaminados por ese glacial veneno que todo corroía.
Pero tu equivocación fue pensar que eras la única que percibía el mundo tal cual era. Habias perdido la ilusión de encontrar a una persona llena de vida, que alargara su mano para rescatarte y que con la otra te ofreciese su corazón.