Estaba soñando que me abandonaba, que se iba y jamás la volvería a ver. La veía feliz con el pelo lleno de flores riendo en medio de un campo, con un precioso vestido blanco bajo un sol radiante, tan radiante como ella. Cuando desperté ella no estaba a mi lado. Me vestí acelerado y salí corriendo a buscarla, pero no la encontré ni en su casa ni en la calle. Busqué en el parque, en la playa y en todas partes pero no había ni rastro de ella y ya se había hecho de noche. Como no quería volver sólo a casa, decidí ir a visitar a mi abuelo. Era un anciano alto, delgado, arrugado y de extraña mirada, sí siempre dije que en su mirada había algo que no era del todo normal, pero no tenía ni idea de lo que decía porque cuando me abrió la puerta sus ojos… no estaban y en su lugar había dos pozos de madera, pero yo… no le di importancia. Pensé que eran imaginaciones mías y dada la angustiosa situación que estaba viviendo no era del todo extraño que viera fantasmas donde no los hay.
Cuando entre en la casa ya no era igual que el lugar en el que crecí, corrí y jugué durante toda mi infancia. Ahora era oscura, fría, sus pasillos estrechos, sin pintura y el suelo era negro como el carbón. Las puertas eran de hojalata como las que suelen ponerse en los trasteros o los garajes y más parecía una cárcel que una casa. Daba miedo.
Mientras mi abuelo me guiaba a lo largo de un pasillo interminable hablábamos de cómo nos iba todo, yo por supuesto, no le había dicho nada de lo que aconteció esta mañana y le dije que pasaba por allí sólo para hacerle una visita aunque en realidad, esperaba encontrar a Elia.
De repente mi atención se centró en una puerta en la que había unos extraños agujeros que bien podían haber sido hechos con una escopeta y le pregunté al anciano que había tras ella, pues esa casa yo ya no la conocía. Cuando abrió la puerta para mostrármelo no podía creerme lo que estaba viendo y sentí estar soñando, creía estar haciéndolo, era todo demasiado… raro para ser verdad. Tras aquella misteriosa puerta se encontraba un hombre de unos cincuenta años, gordo y con barba, duchándose en una especie de bañera situada sobre un pedestal bajo el cual se situaban frutas, flores y jarras de vino, como si fuera un dios con sus ofrendas. Las paredes estaban manchadas con extraños dibujos rojos, como si de pinturas rupestres se tratara. Yo no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Cuando mi abuelo se dispuso a cerrar la puerta, el hombre saludo con la mano sonriendo y se puso a cantar ópera.
Yo no estaba alterado, ya que pensé estar soñando, realmente sentí estar haciéndolo esperaba despertar en cualquier momento. Yo creo que por ese motivo no salí corriendo de allí cuando tuve la oportunidad de hacerlo pues lo que vendría a continuación… ya era demasiado y suplicaría despertar.
Seguimos caminando y otra puerta me llamó la atención, había miles de moscas cubriéndola, le dije a mi abuelo si guardaba frutas o verduras podridas que atrajeran tal cantidad de insectos y aseguró que no, le dije si podía ver que había tras ella, pues yo ya no confiaba en el, no estaba seguro ni de que fuera mi abuelo. Cuando abrí aquella puerta, se me escapo un grito. Cabeza y busto de un hombre estaban colgados de una cuerda por el cuello. No tenía brazos, sólo conservaba los húmeros y algo de carne. Se trataba de un esqueleto con tropezones de carne bajo el cual había el mayor charco de sangre que podamos imaginar. Mi abuelo me aparto de un empujón, se metió dentro de aquel zulo y empezó a chupar el extremo del húmero de aquel cadáver…
Seguimos caminando y le pedí que abriera una tercera puerta, esa habitación era diferente. Estaba totalmente vacía y le pregunté cuál era el motivo a lo que respondió que la guardaba para mí.
Intenté salir corriendo, pero él me agarró por detrás y me tiró al suelo. Intenté escapar pero mis piernas no se movían. Él me miraba y yo rezaba por despertar de aquella pesadilla, pero sentía una angustia impropia de un simple sueño: sentía dolor, olía aquel ambiente de muerte y lloraba sin cesar. Mi abuelo se puso una chaqueta y yo al fin conseguí ponerme en pie. Eché a correr escaleras abajo pero aquel viejo me seguía gritando que no corriera, que me seguiría, me encontraría y acto seguido me mataría. Le pregunté que estaba pasando y por qué quería matarme a lo que respondió que me había visto con sus nuevos ojos… ¿nuevos ojos? Estaba demasiado confuso, quería dejar de correr y despertar sólo eso, pero no lo conseguía. Salí a la calle crucé la acera donde él consiguió alcanzarme y empezó a golpearme son saña. No me costó demasiado reducirle y con mis manos rodee su arrugado y frágil cuello. Mientras observaba como una mujer de mediana edad, pelo corto rizado, falda roja y un chaquetón muy largo verde se nos quedaba mirando. Sonreía. Cruzo la calle y hablaba con aquel hombre tan naturalmente como si yo ni siquiera estuviera. Acto seguido apreté más su cuello, no sé si se lo rompí o si lo estrangulé, lo único que sé es que los dos caímos como muertos al suelo y la mujer, quien llevaba una rosa negra entre sus manos, nos la echo encima diciendo, siempre serás mi mejor amigo.
Al fin, desperté de aquel horrible sueño.
Durante todo el día no dejé de pensar en aquella extraña circunstancia que se había dado en mi subconsciente durante toda la mañana pero no era capaz a determinar el motivo de su concepción. Yo era un hombre feliz, sin preocupaciones, tenía un trabajo cómodo en una pequeña oficina donde había un despacho sólo para mí y donde sólo me dedicaba a formar papeles. Todo era maravilloso puedo asegurarlo, absolutamente magnífico, mi novia me quería y pronto nos casaríamos…
Aquella mañana y como todos los días me dispuse a llevarle el periódico a mi abuelo con el cual desayunaba todos los días, ya que desde que quedo viudo estaba sumergido en un mar de tristeza cuyas olas lo arrastraban cada vez mas hacia su interior y donde pronto acabaría ahogándose.
Cuando por fin llegué a aquella casa y mi abuelo me abrió la puerta no puede evitar centrar mi atención en aquellos ojos… ¡de madera!... aún así entre en la casa y...