Uróboros.
Helena.
Vida y muerte cíclica, eso es el uróboro, principio y fin, oscuridad y luz. Resurrección. Llegado a este punto, estaba perdido, su alma podrida, hacía tiempo que había huido, no la necesitaba, era una traidora.
La serpiente estaba a punto de alcanzar su cola, al morderla se cerraría el circulo todo se reduciría a cenizas, el mundo tal y como lo conocía se reduciría a cenizas, su propia existencia se reduciría a cenizas. El fuego de la serpiente quema y destruye, pero también da vida, igual que el rayo que provoca el incendio en el bosque lo arrasa y lo regenera.
Maldito como estaba, abandonado, repudiado, consumido y arrojado por su Rey al foso del olvido, qué le quedaba. Nadie podría acusarle de no oponerse a la serpiente, de dejarse llevar para que el fuego calcinará su carne y todo empezara de nuevo. No podía imaginar que ocurriría si la serpiente no alcanzara su objetivo, si no se cerrara el circulo.
La devastación le engullía, no era capaz de ver nada que estuviera más alejado de la punta de sus dedos. Por qué no veía o por qué no había nada que ver. El pecado no podía verse, pero lo sentía como una tenia que mordiera inexorable la carne. Sus miembros putrefactos habían perdido la piel y la carne de debajo era traslucida. Aun así cuando Cuervo vino a verle ni siquiera arrancó un pedazo, se posó en su hombro durante un largo tiempo, graznó en su oído, lo más fuerte que pudo y no volvió.
Salvo por Cuervo no había tenido más visitas, ni Minos, ni Catón habían tenido la cortesía de venir a mofarse de su loca mente. Había intentado varias veces soltar sus manos, pero estaban fundidas en la roca de tal forma que no se podía distinguir que era piedra y que era carne. Fuego de día, hielo de noche. El Héroe, así le llamaban, ya no existía, de él no quedaba nada, o eso pensaba, hasta que se percató que si volvía sus ojos y miraba dentro de su cabeza era capaz de ver una chispa. Era algo insignificante, y al principio pensó que sólo era un resto de consciencia. Tomó como costumbre observar esa chispa de vez en cuando, eso le hacía sentir algo nuevo, y le recordaba lo que era ver la luz.
La chispa empezó a palpitar, quizás siempre hubiera palpitado, pero hasta ahora no lo había advertido. Parecía que con cada pálpito la chispa crecía. Era algo insignificante, inapreciable pero crecía. Ya no miraba al exterior donde nada había, no podía apartar la vista de esa chispa, que ahora parecía tener forma, a pesar de su diminuto tamaño se podía apreciar una silueta cada vez más definida.
Sus nervios como diminutos obreros empezaron a construir sensaciones, algo parecido al dolor, y algo parecido al cansancio. No daba crédito, aquello no podía estar pasando, debía permanecer para siempre en un cuerpo sin alma suspendido, flotando, alejado de cualquier tipo de sensación. Había aprendido a aceptar su estado hasta el límite de la imaginación, esa chispa, esa maldita chispa estaba alterando su suplicio, y su único deseo era caer, hundirse, no quería seguir mirando esa silueta, pero no podía volver a girar sus ojos, no podía apartarlos, en el fondo la curiosidad siempre gana la batalla, nadie puede vencer a la curiosidad humana, y aunque ya no, alguna vez fue humano.
La silueta empezaba a resultar familiar, pero era imposible que viniera a verle, ahora no, no podía verle así, y no quería verla. Si la veía, desearía de nuevo, despertaría, volvería a la consciencia, tendría que luchar otra vez, y se había jurado una y otra vez que dejaría a la serpiente que hiciera lo que tenía que hacer, lo que siempre había hecho.
La chispa, palpitaba, palpitaba y crecía, y se definía, él sentía, sus nervios ya no paraban, como un avispero, le provocaban todo tipo de sentimientos, calor, frío, dolor, fatiga, cosquilleos, nauseas, vértigo. Y entonces la luz de la chispa creció en intensidad, no era blanca, era dorada. Al fin ella le habló y fue como si todo se detuviera, como estar sumergido en hielo, como estar hirviendo en el Flegetonte, el río del Séptimo Circulo.
- Héctor, ¿puedes oírme? -.
Fin del primer acto, continuará...
Uróboros II.
El despertar de Hector.
¿Helena? no es suficiente con arder en el infierno. ¿Es necesario que tu lo veas?
Era verdad que no podía volver a luchar, ni siquiera Helena podría convencerle, no quería verla, no quería oirla, no quería volver a vivir. Había aceptado la comodidad de su condena eterna, lebre de todas sus antiguas responsabilidades.
Ella querría tenerle de nuevo, le pediría que luchará de nuevo, que viviera de nuevo y no estaba dispuesto a hacerlo. Tendría que enfrentarse a Helena, eso le desagradaba, sería un enfrentamiento cruento y nadie ganaría. Maldita chispa, maldito rescoldo incandescente, recuerdo de vidas anteriores.
Helena no volvió a decir nada, su figura se agrando hasta doblar en altura a Hector. Un fulgor aperecío de su cadera, brillante como el sol, forjada por el deforme Hefesto. Aurora, la espada de Helena, centelleo hacia la muñeca de Hector y seccionó por igual piedra y tendones. Su mano quedó colgando hecha jiroenes, la sangre corría a borbotones, el dolor era intenso, pero el miembro estaba libre después de eones.
Hector aulló, más de rabia que de dolor. Quien le daba derecho a nadie a liberarle, quien desafiaba la voluntad de la serpiente. Helena no pararía, Aurora centelleó hacía su otra mano, la piedra y la carne saltaron en pedazos. Estaba libre.
Saltó sobre Helena, loco de ira sin darse cuenta que con su ataque volvía a la vida y perdía la batalla antes de empezarla. Rechazó el dolor que le provocaban los cortes del acero, arañó, mordió, golpeó sin siquiera ver a su oponente. Sólo cuando sintió el sabor metálico de la sangre en la boca, pudo parar.
El cuerpo de Helena llacía magullado a sus pies, ahora parecía mucho más pequeño y debil. En la cara se adivinaba una sonrisa, un gesto de triunfo. En ese momento se percató de su derrota, con su reacción había vuelto, había despertado sus instintos, había renacido. Miró enternecido a Helena, se arrodilló a su lado y la beso en los labios. En ese momento la luz dorada, celestial regresó a ella, con tal intensidad que tuvo que paratar la vista de su cuerpo.
Se irguió ante él impoluta, sin ningún recuerdo de su furioso ataque. Era una visión bellísima, que le reconfortaba y le infundía nuevas fuerzas.
- Gracias Hector, por darme lo que he venido a buscar. Ahora necesito que luches, que hagas aquello para lo que has nacido, busca a la serpiente y traeme su cabeza -.
Helena desapareció, pero no su luz. Ahora Hector podía ver, se encontraba en una sala con una única puerta lisa, sin pomo. Por las rendijas de la puerta entraba una fuerte luz. Su cerebro empezó a hervir, avido de ejercicio, hambriento ante el reto que suponía buscar una salida.
Sonrió en cuanto vió la frase escrita en la pared a su derecha. Las palabras escritas con sangre reseca, estaban en griego. "El nombre del guardian abrira la puerta".
Con la sangre que todavía manaba de sus manos, escribió en la puerta "Cerberus". Una suave brisa entró en la habitación cuando la puerta se abrió. Fuera brillaba el sol. Desnudo entró en la luz, sus pies se hundieron en la fina arena de una duna.
Estaba en un desierto, bajo un sol abrasador. Sin mirar atrás comenzó a andar. De momento no sentía ninguna necesidad fisiológica, no tenía sed, hambre, frío, calor, sueño. Sólo tenía que preocuparse de seguir andando hasta que algo pasará. Algo en su interior le decía que el paseo no sería corto.
Fin del segundo acto, continuará...