CAPITULO 7: Escribano.
Bajo la luz de una vela delicados trazos de tinta se extendían sobre una hoja de papel. La escritura era larga y elegante, su autor parecía deleitarse en su obra. Las letras mayúsculas eran autenticas obras de arte, recargadas hasta el punto de ser prácticamente ilegibles. Dando por terminada la hoja la situó junto a una pila de manuscritos. Además de los interminables textos, pequeñas imágenes estaban insertadas entre ellos. Realizadas con el mismo esmero, representaban grotescas criaturas y maquinarias arcanas. Retorcidos demonios enseñaban sus dientes con una sonrisa lasciva, animales antropomórficos miraban hacia el lector, todos ellos acompañados de notas explicativas. Las maquinas descritas se componían de toscos engranajes y tubos de piel curtida. En ocasiones guardaban un cierto parecido con aparatos de tortura.
Stiers hizo crujir sus nudillos con un gesto de placer en el rostro. Le dolía la espalda y se encontraba con la vista nublada pero había terminado la tarea diaria. Con movimientos torpes recogió todos aquellos documentos y los guardó en un pequeño cofre. Era una caja de madera pulida, de diseño sencillo. Tras guardarla dentro de una alacena de su despacho personal, escondió la llave del mueble en uno de los bolsillos de su hábito.
A la salida le esperaba uno de los numerosos sirvientes de la fortaleza con una nota lacrada sobre una bandeja.
-Para usted maese Stiers- le anunció con voz queda, -por orden de Lady Irine.
-Gracias, puedes retirarte.
La misiva dejó temblando al hombre. Al parecer la expedición enviada días atrás había terminado aniquilada por la supuesta fuerza invasora. Tan solo dos supervivientes pudieron escapar con vida y uno de ellos falleció en el trayecto a causa de la infección en las heridas sufridas. La descripción del comandante enemigo coincidía según Irine con la de Lord Vaskarad.
-Vaskarad- musitó el clérigo con la mirada perdida.
Un nombre, una leyenda, una pesadilla que se daba por olvidada. Las madres todavía utilizaban ese nombre para atemorizar a los niños, porque aunque estos no entendieran toda la maldad que encarnaba, bastaba para hacerles cesar en sus correrías. Sin saber con exactitud hacia donde se dirigía comenzó a ascender las escaleras que conducían a la primera planta. La escasa luz de los fuegos no permitió a los que se cruzaron con él observar la amplia sonrisa que enmarcaba su cara.
Lady Irine contemplaba los trofeos de la sala de armas del castillo. Cabezas de animales muertos atrapados en el tiempo con gesto de perpetua fiereza. Osos y lobos con la boca abierta enseñando sus dentaduras, con los ojos reemplazados por finas piezas de orfebrería y el hocico untado de barniz. Aquellas figuras la habían asustado de niña, recordaba como pasaba horas mirándolos mientras mantenía la certeza de que terminarían por moverse. Aunque no compartía la afición de su padre por la caza no podía ocultar el orgullo que sentía al ver de lo que fue capaz su progenitor. En esa misma sala, en la pared norte, un gigantesco escudo de dimensiones evidentemente decorativas presidía la chimenea. El emblema de la familia sobre el motivo bicolor que aun mantenían las tropas reflejaba la luz que entraba por los amplios ventanales.
Casi sin darse cuenta estaba rodeada de sirvientes que retiraban en silencio los utensilios y alimentos que acababa de disfrutar. Sin dejarse distraer contempló de nuevo a través de la ventana.
-Así que vienes hacia aquí- pensó con gesto severo, -mi padre te expulsó hace años y yo haré lo mismo.
Tras recogerse el pelo en un tosco nudo se dirigió hacia la chimenea. Debajo del escudo descansaba la espada del antiguo rey. Era un arma de más de un metro de longitud, equilibrada y ligera. La empuñadura era larga y estaba rematada con una cuña enjoyada. La guarda era recta y forjada en oro, con el nombre de su difunto portador grabado en letra gótica. La hoja cortó el aire con un silbido mientras lanzaba fulgores irisados sobre las paredes de toda la sala.
-Apenas dos días nos separan de la batalla si no se retrasa- musitó.
Tras dos golpes secos la puerta de la sala se abrió de par en par. Stiers se encontraba con la cara empapada en sudor y el corazón latiendo frenéticamente. Trató de articular palabra pero el cansancio le provocó un acceso de tos. Tan solo fue capaz de enseñarle la nota a Irine, que ya se había encargado de que dos asistentes acompañaran al hombre hasta un asiento.
-Deduzco que ya sabe lo que ocurre- pronunció la joven con tono sarcástico.
-Si- replicó todavía falto de resuello, -pero no tiene de que preocuparse. Deje ese asunto en mis manos.
-¿Como?, yo comandaré las tropas como hasta el día de hoy y yo expulsaré al invasor.
Por la puerta entró un grupo de hombres. Vestían largas túnicas marrones y empuñaban mazas de guerra. El brazo izquierdo desde el hombro hasta la mano estaba acorazado con planchas de metal. En sus cabezas, medio casco ocultaba sus ojos y un fino velo de tela les caía hasta el cuello. Casi al unísono inclinaron la cabeza hacia el maese Stiers que les devolvió el saludo.
-Ellos se encargarán de Vaskarad si es que de verdad acude- añadió con firmeza, -usted ocúpese de sus tropas.
La muchacha negó con la cabeza y dirigió una fría mirada a los gigantescos monjes guerreros. Sin mediar palabra abandonó la sala. El hombre se levantó de su asiento para situarse a la altura de sus guerreros. Componían una visión terrorífica, perfectamente formados y silenciosos, sin mostrar ni un solo rasgo de su cara. Su mentor se acercó hasta el que parecía ser el capitán del grupo y levantó parcialmente el velo que cubría la parte inferior del rostro. Unos rasgos antinaturales le dedicaron una mueca desagradable.
-Acompañadme.
El grupo de clérigos abandono la sala por la misma puerta que lo había hecho su princesa, sin embargo descendieron a estancias inferiores. Los preparativos de las tropas comenzaron esa misma tarde por orden de la soberana.
En el horizonte, a varias millas de distancia los pájaros contemplaban con deleite como un enjambre de insectos seguía con devoción a la tropa de Vaskarad. Negros cuervos devoraban con frenesí a los tambaleantes cadáveres que no hacían el más mínimo esfuerzo por apartarlos de sus rostros. Diminutos mosquitos se cebaban con los cuerpos de los antiguos exploradores y en ocasiones con su hastiado líder, que desde hacía un rato había decidido desistir en el empeño de apartar a los insectos de su piel. Aquella patética legión enfilaba ya el paso natural que daba acceso a las grandes praderas que rodeaban la fortaleza de Lady Irine.