Primero de Mayo
Berlín 1945
El apartamento temblaba una y otra vez por las explosiones de los cañonazos y morteros soviéticos que estaban destrozando el barrio de Mitte. Heinrich Müller, alias Gestapo-Müller, se estaba vistiendo deprisa con sus ropas de civil a la luz de las velas. Había abandonado deprisa el Bunker de Berlín, el último sitio donde le situarían los testimonios de los testigos, y quería escapar pronto de la ciudad sitiada en esa convulsa noche del día uno de mayo. Junto a un pasaporte argentino y varios miles de libras esterlinas procedentes de la Operación Bernhard, metió en su maletín el libro que le estaba salvando la vida, Auge y caída del nacionalsocialismo, de la editorial Springer en su edición del año 2015. Cerró la puerta con fuerza, bajó las escaleras rápidamente y salió del edificio medio derruido, dirigiéndose a la avenida Charlottenburger Chaussee (que en el futuro sería conocida como calle del 17 de junio). Allí Hanna Reitsch le esperaba con su avioneta, la misma con la que hubiera evacuado a Hitler si lo hubiese podido convencer de abandonar Berlín. Müller atravesó deprisa el Tiergarten, suficientemente iluminado a la luz de los incendios y las bombas. Estaba a punto de llegar a su destino, cuando oyó ruido de pasos. Se puso en alerta y se escondió detrás de un árbol para observar si le seguía alguien.
Berlín 2017
El Primero de Mayo había sido intenso para Thomas Kuppinger, que pertenecía a la asociación juvenil del partido Die Linke (de izquierdas). Al día siguiente, 2 de mayo, todavía le escocían los ojos del gas pimienta, tras el enfrentamiento con los antidisturbios, aunque por suerte no le detuvo la policía. Esta mañana había quedado con su novia, Katja, en el Campus de Adlershof. Katja compartía piso con otras estudiantes en unos bloques nuevos que habían hecho en la Karl-Ziegler-Straße, enfrente de la última parada del tranvía 61. Cuando se bajó del tranvía, vio a Katja que le estaba haciendo señas con el brazo. La saludó y se dirigió hacia ella.
—¿Qué tal? —le preguntó Katja mientras le saludaba con un beso.
—Bien, —dijo Thomas después de besarla— he traído el libro para tu trabajo de historia.
—¡Gracias! ¿Te apetece tomar una Flammenkuchen? Las hacen muy buenas aquí a la vuelta.
—Sabes que me encantan las pizzas.
—No son exactamente pizzas, ya te lo he dicho otras veces —protestó Katja—. Por cierto, ¿cómo te fue ayer?
—Bueno, a diferencia de otras que se tenían que quedar estudiando, —Thomas respondió lanzándole una puya a su novia— yo me impliqué en la protesta y por poco no me detiene la policía. Les lancé unos cuantos adoquines.
Thomas llevaba en la mochila, junto a su portátil y el libro para Katja, una pica de hierro con la cual sacaba los pequeños adoquines que había en las aceras berlinesas pegados a los edificios y que estaban simplemente encastrados en un sustrato arenoso.
—Ten cuidado, todavía tienes los ojos un poco rojos.
—Sí, es por el gas, aunque podría haber sido peor. A mi amigo Peter le alcanzó el chorro de un cañón de agua y luego lo detuvieron. Esta mañana he ido a pagar su multa a la comisaría de Kreuzberg.
Mientras continuaban hablando, doblaron la esquina de la calle y pasaron por delante del Max-Born-Institut, en la Johan-Hittorf- Straße. En ese preciso instante, la doctora en Física Julia Bränzel disparaba el láser de alta potencia con el que contaba el instituto. Eso por sí solo no debería provocado ninguna perturbación en el espacio-tiempo, pero a la vez el acelerador de electrones de Adlershof, BESSY, estaba lanzando chorros de agujeros de gusano microscópicos, subproducto de las colisiones energéticas que se estaban produciendo, con la increíble casualidad de que un chorro de agujeros se topó con el foco del haz láser. La increíble cantidad de energía negativa producida por los estados comprimidos de los fotones hinchó uno de los microscópicos agujeros de gusano hasta alcanzar un tamaño de varios metros.
—Espérame, que me estoy atando… ¡¡¡No!!! —gritó conmocionada Katja al ver que Thomas desaparecía en el aire unos metros por delante de ella, junto con varios centímetros de asfalto y acera, tragado por una extraña bola oscura.
Berlín 1939
En ese caluroso día de finales de agosto, Reinhard Heydrich llevaba en su Mercedes descapotable a Heinrich Müller a una demostración en los túneles de viento que la Luftwaffe había construido a las afuera de Adlershof. Ambos habían sido invitados por la Wehrmacht para ver el comportamiento aerodinámico de un nuevo prototipo de caza.
—Le felicito, Herr Müller, por su reciente nombramiento al frente de las operaciones de la Gestapo. Yo siempre creí que usted era la mejor elección, pese a la oposición de algunos dentro del partido.
—Gracias por su apoyo para el cargo, Herr Heydrich. Himmler no me tiene en gran aprecio, cree que tuve algo que ver con la muerte de esos militantes nacionalsocialistas en el Putsch de Múnich. Como policía, me limitaba a seguir las órdenes de mis superiores.
—Olvídelo, todos tenemos un pasado. Entonces era un leal funcionario del Estado de Baviera y ahora lo es del Tercer Reich.
En ese momento, el Mercedes giraba en una curva para dirigirse a las instalaciones del Große Windkanal, cuando Müller vio un extraño resplandor unos metros por detrás del túnel de viento.
—No se detenga —le ordenó Müller al chofer— hay que investigar ese fogonazo de allí.
—Siempre cumpliendo con el deber, Herr Müller. Bien, puede darle órdenes a mi chófer para sus pesquisas —comentó Heydrich con un toque irónico para recordarle a su compañero de quien era el coche.
Thomas no recordaba cómo había llegado a la oscura celda que, aunque él todavía no lo sabía, estaba situada en el sótano del edificio de la Gestapo, en Prinz-Albrecht-Straße 8. El dolor que sentía en la cabeza se debía al culatazo que un soldado le había dado con su fusil. Recordaba haber caído sobre la hierba y que instantes después un grupo de soldados dirigidos por dos peces gordos uniformados le había rodeado. Uno de ellos había empezado a gritarle obscenidades después de ver en su mochila un parche con la bandera comunista antes de pegarle con su fusil y perder el conocimiento.
Varias plantas más arriba, en el despacho del Gruppenführer del grupo IV de la Gestapo, Heinrich Müller, tenía lugar una reunión con el responsable de la sección A, dedicada a investigar organizaciones comunistas y marxistas.
—¿Cómo es posible que todavía quede alguien en Berlín que alardee de símbolos comunistas a plena luz del día? —preguntó Müller.
—Siempre aparece algún loco extremista —sugirió su subordinado, Friedrich Panzinger.
—¿Está incomunicado?
—Como usted ordenó —contestó Panzinger.
—Bien, avíseme cuando empiece a interrogarle —ordenó Müller— ahora retírese.
—Como usted mande.
Cuando se cerró la puerta, Müller abrió un cajón hondo y sacó la mochila con las extrañas pruebas. Aparte de folletos de propaganda comunista, impresa con gran calidad a todo color, había dos objetos sumamente extraños. El libro era a todas luces una excelente falsificación, posiblemente hecha en Moscú, simulando ser un relato de la caída del nazismo escrito desde el futuro. Una obra maestra de la desinformación, pero perturbadoramente verosímil. Sin embargo, el extraño objeto plegable sobre sí mismo era todo un enigma. Tenía el teclado de una máquina de escribir a la que se unía una especie de cristal negro. Müller sospechaba que sería algún tipo de máquina de cifrado ultrasecreta fabricada por la NKVD. Uno escribiría el texto a cifrar con el teclado y quizás el cristal negro mostraría el texto ya cifrado. ¿Pero cómo se pondría en marcha? Observando con atención, vio un botón separado del resto del teclado y procedió a pulsarlo. En la penumbra del despacho, la cara de Müller se iluminó con el resplandor blanco del portátil.
En la sala de interrogatorios Panzinger hacía las preguntas, mientras que Müller observaba todo desde una esquina de la habitación. Thomas estaba tumbado sobre una mesa, con los brazos y piernas sujetos con cuerdas a cada una de las patas de la mesa. Tenía los pantalones bajados y sus testículos conectados a varios cables que salían del generador de un teléfono. Dos guardianes de la Gestapo vigilaban permanentemente a Thomas.
—¿Cómo se llaman tus camaradas? ¿Dónde os reunís? ¿Quién es vuestro enlace con Moscú? —inquirió Panzinger.
Thomas permaneció en silencio, sin contestar a ninguna de las preguntas. Tras una breve pausa, Panzinger hizo un gesto a un guardián, que movió rápidamente la manivela del teléfono. Thomas se retorció de dolor.
—¡¡Ahh!! ¡¡Yo no sé nada!! ¡¡No sé de qué va todo esto!!
—¿No? Pues tus pertenencias nos indican que eres un sucio traidor comunista. Te lo repito: ¡¿Quién eres?!
—¡Me llamo Thomas Kuppinger y a todos vosotros os colgaran por genocidas cuando perdáis la guerra!
En ese momento, el otro guardián le pegó con su porra en el estómago. Thomas gritó y empezó a toser y a intentar vomitar con infructuosas arcadas. Las preguntas siguieron un buen rato más.
Tres días después, Thomas fue subido al despacho de Müller. Con grilletes en las manos y los pies, estaba muy débil, tras pasar todos estos días bebiendo únicamente sopa aguada y sin comer nada sólido. Fue obligado a sentarse en la silla enfrente de la mesa de Müller, mientras el guardia que lo custodiaba esperaba fuera. Müller había dejado a medio terminar encima de su mesa un plato de pollo con patatas y era consciente de la mirada de hambre que tenía el chico.
—No hay nada como la dieta para aclarar la mente de un hombre. ¿Deseas terminar el resto del plato?
—Por favor… sí… no he comido nada… —contestó Thomas con voz débil.
—Te dejaré acabarlo y beber vino y pedir un segundo plato de lo que quieras, si me enseñas lo que puede hacer tu máquina.
Müller le puso delante el portátil con la ventana pidiendo la contraseña. Thomas no podía pensar con claridad. Si decía que no, volvería a la celda y a las torturas diarias y si decía que sí mostraría la ciencia del siglo XXI a un criminal nazi. Cerró los ojos y en voz baja contestó:
—La contraseña es “Katja”.
—Bonito nombre. De tu novia, supongo. Ahora dime que son todas estas palabras y dibujos que están apareciendo. ¿De verdad vienes del futuro?
—Sí, todavía no sé cómo llegué hasta aquí, pero sí, vengo del año 2017.
—Muy interesante, come, por favor. Tú y yo tenemos mucho de que hablar.
Berlín 1945
Müller no lograba ver quien lo seguía. Salió de detrás del árbol tras el que se ocultaba y siguió su camino para llegar lo antes posible a la Charlottenburger Chaussee. En ese momento, sintió el chapoteo de un charco por detrás de él. Se volvió rápidamente y vio a un hombre que le apuntaba con una Luger.
—¿Quién eres?
—¿No me recuerda?
—¿Thomas Kuppinger? No puedes ser tú, te envié al campo de Sachsenhausen.
—Me escapé, ¿no le informaron de mi huida? Estuve escondido en una pequeña granja de Brandemburgo. Por suerte, los dueños necesitaban a un chico joven que les ayudase, tras perder a todos sus hijos en el frente ruso.
—¿Qué quieres de mí?
—Corregir un error.
—La Historia no se puede cambiar. Lo intenté con la información de tu libro, asesorando a los generales. Pero Hitler no escuchaba a nadie, salvo a sus aduladores, y el portátil se rompió, dejándome sin pruebas.
—Lo sé. Tuve a Hitler en el punto de mira de mi carabina y justo cuando podía hacer un disparo perfecto, se encasquilló el arma. Pero, en cambio, tú desaparecerás hoy y nunca más se volverá a saber de ti.
—Tengo mucho dinero. ¡Huyamos juntos de este inferno!
—Adios, Herr Müller.
Sonó un disparo y Müller cayó al suelo, desangrándose por un agujero de bala en el pecho. Thomas arrastró el cuerpo al interior de un cráter producido por la explosión de un obús. Después cogió el maletín de Müller y se alejó rápidamente de allí.